Reducir la desigualdad

A raíz de la crisis financiera, la atención política se ha centrado en la desigualdad social.

Importantes economistas como Joseph Stiglitz consideran los salarios estancados de la mayoría y el aumento de los activos como la causa principal del crecimiento especulativo e impulsado por la deuda que precedió al estallido de la burbuja financiera.

Los costes recaen principalmente sobre los trabajadores con salarios medios y bajos, especialmente en aquellos países en los que se han aprobado estrictas medidas de austeridad.

Entre las consecuencias se encuentran unos altos niveles de desempleo, una disminución de los ingresos reales y una recesión a largo plazo.

Ahora que el casino ha vuelto a abrir su negocio y las bolsas vuelven a florecer con la ayuda de los bancos centrales, la desigualdad está aumentando en casi todas partes.

Y no son solo los izquierdistas y progresistas los que están planteando sus inquietudes sobre las consecuencias de la creciente desigualdad. Christine Lagarde, directora gerente del Fondo Monetario Internacional (FMI), advirtió que: “La creciente desigualdad puede afectar negativamente al crecimiento económico y dañar la cohesión social, así como provocar inestabilidad política”.

Asimismo, los autores del Informe de Riesgos Mundiales de 2014, publicado por el Foro Económico Mundial (FEM) en Davos, consideran la creciente brecha entre ricos y pobres como el mayor riesgo para la economía mundial.

 

Tendencias en la distribución de los ingresos y la riqueza

El triunfo del neoliberalismo en la década de 1980 ha tenido como resultado un importante cambio en la distribución de los ingresos y la riqueza en todo el mundo en detrimento de los menos privilegiados.

Aunque muchos Estados, en especial de Asia, están en pleno proceso de alcanzar a Occidente, allí también son principalmente las élites económicas y sociales (es decir, el 10% con una mayor renta), y en menor medida la nueva clase media, las que se están beneficiando.

Por el contrario, el 40% con menor renta en la escala de ingresos está sacando muy pocos beneficios del crecimiento.

Según algunos cálculos, el 20% más rico de la población mundial gana alrededor de 50 veces más que el 20% más pobre.

En la creciente desigualdad de ingresos se pueden observar tres tendencias claramente diferenciadas.

Primero: en términos de la distribución de ingresos ha habido un cambio en todo el mundo entre los salarios y los beneficios, en detrimento de los salarios. Mientras los ingresos derivados de las inversiones a menudo han alcanzado unas tasas de crecimiento de dos cifras, los ingresos medios reales se han estancado.

En este contexto también hay que contar con otro factor importante: aunque los salarios de los trabajadores/as en empleos regulados por convenios colectivos han seguido creciendo, un número cada vez mayor de trabajadores/as en situaciones de empleo precarias o atípicas se ha visto obligado a aceptar reducciones de sus ingresos reales.

Por otro lado, han sido los actores dentro del sector financiero los que más se han beneficiado en el área de la inversión de capitales. Desde los años ochenta, los ingresos derivados de las inversiones han crecido más rápido que las economías correspondientes dentro de los Estados miembro de la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE).

El resultado ha sido una concentración de la riqueza y una disminución de la clase media.

En segundo lugar, se han dado algunos aumentos espectaculares en el ámbito de los ingresos derivados del trabajo remunerado. En 1970, los altos directivos en EE.UU. ganaban 30 veces el salario del trabajador medio.

Hoy en día, esta cifra ha aumentado hasta 300 veces o más. En 2013 en Reino Unido, los directivos de las empresas que aparecen en el Índice FTSE 100 se embolsaron 120 veces el salario medio de sus empleados.

En muchos lugares, el crecimiento económico no ha estado vinculado a la prosperidad material de la mayoría de la población.

Desde 2009, el 95% del crecimiento de los ingresos en EE.UU. ha acabado en los bolsillos del 1% más rico de la población. La misma tendencia se puede observar en otros Estados miembro de la OCDE.

Y en tercer lugar, las políticas de transferencia fiscal y social han tenido una menor influencia correctiva en la distribución de los ingresos que en el pasado. Asimismo, en muchos países, la fiscalidad progresiva se ha reducido significativamente a lo largo de las últimas décadas.

El hecho de que en casi todas partes los ingresos derivados de las inversiones se graven menos que los ingresos derivados del trabajo remunerado constituye una evolución sumamente negativa. En Alemania, por ejemplo, el impuesto sobre las plusvalías asciende actualmente al 25%, mientras que el tramo más alto del impuesto sobre los ingresos derivados del trabajo asciende al 42%.

Latinoamérica es una de las regiones en las que la desigualdad económica no ha aumentado en las dos últimas décadas. Aunque sigue siendo una de las regiones con el nivel más alto de desigualdad de ingresos, entre 1990 y 2013 dicho nivel disminuyó en 14 de los 20 Estados sudamericanos.

Esto se debe principalmente a tres factores: una mejor enseñanza secundaria; unas políticas estatales activas en materia de salario mínimo; y unos programas estatales de transferencia de riqueza a favor de los pobres.

La distribución desigual de la riqueza es mucho mayor que la de los ingresos. Casi la mitad de todas las carteras de activos son propiedad del 1% más rico de la población mundial.

Sin embargo, hay otro dato que es todavía más indignante. Hoy en día, las 85 personas más ricas del mundo poseen juntas más riqueza que la mitad más pobre de toda la población mundial.

Esto se debe principalmente a la lógica del capitalismo financiero, pero también a una multitud de oportunidades existentes para la evasión y el fraude fiscal. Una importante proporción de los bienes que poseen los ricos están actualmente escondidos en los llamados paraísos fiscales. Según algunos cálculos, hoy en día alrededor de 18,5 mil millones USD languidecen en cuentas en el extranjero donde no tributan.

 

Causas y efectos de la desigualdad económica

Los actuales niveles de desigualdad son mucho más altos de lo que la mayoría de la gente del mundo considera justo, lo cual plantea importantes cuestiones relacionadas con la justicia y tiene ramificaciones en las áreas económica, social y política.

Actualmente se están produciendo cambios en el discurso analítico relacionado con la desigualdad.

Durante décadas ha predominado un ejemplo neoclásico en el que se ha asumido un antagonismo fundamental entre el crecimiento económico y la distribución de riqueza.

Para los seguidores de esta teoría, no cabe duda de que la redistribución de ingresos de los ricos a los pobres solo puede darse a costa del crecimiento económico. Según afirman, la redistribución no incentiva el rendimiento ni la productividad. Por consiguiente, alegan que, lejos de ser un problema, la desigualdad constituye un requisito para el crecimiento económico.

Sin embargo, en realidad, la desigualdad puede frenar el crecimiento económico. Por ejemplo, cuando ésta repercute negativamente en la educación o la asistencia sanitaria o cuando los conflictos sociales amenazan al statu quo político.

Además, estos análisis microeconómicos pasan por alto el papel que desempeña la demanda en las economías de mercado. De manera inevitable, los trabajadores/as con salarios bajos gastan una proporción mayor de sus ingresos en las necesidades básicas que los trabajadores/as con salarios altos.

La última crisis financiera ha cambiado el modo en que mucha gente se plantea la desigualdad.

En lugar de considerarla simplemente un problema social en potencia, cada vez se plantea más como un asunto económico.

Un reciente estudio del FMI reveló que existe una correlación en todo el mundo entre los niveles bajos de desigualdad y un crecimiento económico sólido. Asimismo, un estudio de seguimiento demostró que las políticas estatales de redistribución no repercuten negativamente en el crecimiento económico. Por el contrario, en general suelen fomentarlo.

En su best seller de 2009, The Spirit Level – Why More Equal Societies Almost Always Do Better, los epidemiólogos británicos Richard Wilkinson y Kate Pickett demostraron que existe un vínculo entre la desigualdad de ingresos y los problemas sociales.

La desigualdad repercute negativamente en todo tipo de asuntos sociales que abarcan desde la salud mental y la esperanza de vida, hasta la drogadicción, la obesidad, el bajo rendimiento en las escuelas, el embarazo adolescente y las tasas de asesinatos.

Según este análisis, los países con una alta desigualdad, como EE.UU. y Reino Unido, deben enfrentarse a problemas sociales mucho mayores que naciones como Japón o los países escandinavos. Las sociedades no igualitarias son menos consideradas, socialmente más frías y más duras.

 

Planteamientos políticos para combatir la desigualdad

Los partidarios de la teoría del mercado eficiente consideran que los resultados de la redistribución solo son positivos si contribuyen a un acceso al mercado más igualitario. Un ejemplo sería la inversión en la educación y la sanidad.

Según alegan, el acceso a unas instalaciones educativas y sanitarias de alta calidad aumenta la igualdad de oportunidades y la movilidad social para todo el mundo y, por tanto, es económicamente rentable.

Sin embargo, también necesitamos planteamientos políticos a corto plazo que transformen el presente.

Por una parte, esto incluye una intervención directa en los ingresos del mercado, como los salarios mínimos regulados por el Estado, las medidas que tienen por objeto reducir las diferencias salariales entre hombres y mujeres y los límites máximos de ingresos para los directivos.

Por otra parte, el Estado también puede contribuir a la reducción de las desigualdades a través de medidas de redistribución basadas en los ingresos del Estado (impuestos) y el gasto público.

Sin embargo, la colaboración internacional también es importante en este contexto. Esto es especialmente cierto en el caso de la fuga transfronteriza de capitales y la evasión fiscal llevadas a cabo por corporaciones multinacionales e individuos acaudalados que constituyen importantes factores en la creciente concentración de riqueza e ingresos.

Las tarifas del salario mínimo, ya sean fijadas por el Estado o vinculadas a la inflación o a los ingresos medios, pueden reducir la diferencia entre los ingresos desde las bases.

Aun así, la estructura salarial también depende en gran medida del papel que desempeñen los sindicatos. Estos deben desempeñar la tarea de compensar la falta de poder de mercado de los asalariados individuales a través del poder organizativo y negociador de asociaciones representativas basadas en los principios de la solidaridad y la acción colectiva.

Los instrumentos políticos del mercado laboral, como los programas estatales de empleo, también pueden ayudar a mejorar los niveles de ingresos.

La reducción descendente de la desigualdad se puede lograr fijando límites máximos para los salarios, las bonificaciones, las indemnizaciones por despido y las pensiones. En realidad, muy pocas de estas medidas se han puesto en práctica.

Al parecer, el modo más fácil de propiciar una redistribución dirigida por el Estado es a través del régimen fiscal. Pero ni de lejos todos los sistemas fiscales cobran más impuestos a los individuos con mayores ingresos que a los que perciben salarios bajos.

Los pobres tienen una presión fiscal proporcionalmente mayor que los ricos, especialmente en los países en vías de desarrollo, cuyas arcas del Estado se abastecen principalmente de los impuestos especiales y sobre las compras.

Además, desde la perspectiva de la redistribución justa, los ingresos derivados de las inversiones no deberían gravarse a un tipo menor que los ingresos derivados del trabajo remunerado.

Para lograr un régimen fiscal justo de este tipo sería necesario el requisito de un impuesto sobre las plusvalías para todos los ingresos de las transacciones financieras. Actualmente, se trata de una de las pocas transacciones económicas que no están sujetas a la tributación en la mayor parte de los países, o lo están únicamente de manera parcial.

Aparte del efecto estabilizador que tendría en los mercados financieros y además de las considerables recaudaciones tributarias que generaría, el impuesto sobre las transacciones financieras sería uno de los pocos impuestos indirectos con un efecto redistributivo progresivo en lugar de regresivo.

 

Esta es la versión íntegra de un artículo que se publicó por primera vez en Alianza Progresista.