Soledad Barruti: “Los ultraprocesados no son comida, sino productos que nos hacen adictos y nos enferman”

Soledad Barruti: “Los ultraprocesados no son comida, sino productos que nos hacen adictos y nos enferman”

We need to “go back to family recipes, connect with the foods that are produced close to where we live, to go back to the geographical root” and “to understand that the problem begins in the supermarket”. “Real food is the basic ingredient we use when we cook” and “the next step is to go back to cooking, to be the ‘makers’ in charge of our most crucial need,” argues Soledad Barruti, pictured.

(Alejandro Guyot)

La periodista argentina Soledad Barruti consagra su carrera, desde hace más de una década, al mundo de la alimentación. Su agudo trabajo de investigación ha dado ya dos libros esenciales: Malcomidos. Cómo la industria argentina nos está matando (Planeta, 2015) y Mala leche. El supermercado como emboscada. Por qué la comida ultraprocesada nos enferma desde chicos (Planeta, 2018).

Su análisis del sistema agroalimentario insiste en una clave: la industria nos ha hecho confundir alimentos con cosas, pues los ultraprocesados que compramos en los supermercados no son en realidad comida, sino más bien productos comestibles diseñados para hacernos adictos y proporcionar ingentes ganancias a las grandes multinacionales que controlan nuestra alimentación. Hablamos con ella por videoconferencia, en plena cuarentena decretada por el Gobierno argentino para prevenir la expansión de la pandemia de COVID-19.

¿Cómo llegó Vd. a los temas relacionados con la alimentación?

Comencé desde un lugar de mucha curiosidad, de seguir mis preguntas. Entre 2008 y 2009 conocí estudios sobre la alimentación en Estados Unidos que me hicieron cuestionar si pasaba lo mismo en Argentina, donde teníamos la idea de ser un país productor de alimentos. Cuando me puse a trabajar en ello, entendí que el sistema se explica a través de la comida; siempre ha sido así, pero ahora más que nunca. Y se explica también la vida íntima, como trato de explicar en Mala leche, que parte de un abordaje más personal.

¿En qué sentido?

La cadena que nos vincula con la comida está rota, en dos sentidos. Está roto el vínculo con el campo, porque en el supermercado se nos presentan los productos como si fueran alienígenas quienes los han dejado en las góndolas, y perdemos el registro de que por detrás hay plantas y animales.

Y está roto también el vínculo entre nosotros mismos. Esto sucede desde el mismo comienzo de nuestra vida: cuando una empresa como Nestlé ofrece un producto que sustituye a la leche materna, el primer alimento de cualquier ser humano, y no sólo lo sustituye sino que además nos dice que es mejor, estamos aceptando la idea de que una empresa puede alimentarnos mejor que una persona; que las cosas que esas empresas fabrican son mejores que los alimentos. Y esa idea nos la venden expertos, científicos. Esto implica una ruptura con las raíces.

En mi generación, mucha gente no tiene quién le diga ni cómo se da la teta ni cómo crece una zanahoria. Y esa ignorancia nos deja inermes ante cualquier publicidad que se presenta como información. Perdemos el contacto con nuestro poder interior y con nuestra cultura. Y quedamos a merced de lo que el sistema tiene para ofrecernos, que es lo que provoca enfermedades y pérdida del gusto. Todo parte de un mismo problema: la desconexión con el cuerpo humano.

Califica de invento “siniestro” la leche de fórmula para bebés ideada por una multinacional como Nestlé (y otras que se unieron posteriormente al negocio). ¿Por qué?

Porque para llevar a cabo esa sustitución de alimentos por cosas, tuvieron que hacer un experimento masivo que incluyó a bebés. Lo exportaron a lugares donde dejaron bebés muertos o tullidos para toda la vida. Y gracias a ese macabro experimento, fueron mejorando el producto, pero sigue sin estar ni de cerca de la leche materna. El primer alimento humano sigue negado para gran parte de la humanidad: apenas un 38% de los bebés son amamantados hasta los seis meses.

Lo peor es que alrededor de esa mentira que son las leches de fórmula, se creó todo un sistema: se impulsan leyes laborales que no acompañan la lactancia, aunque la OMS diga que deberíamos protegerla. Las mujeres más pobres no pueden: llegamos al absurdo de que dar la teta se convierte en un privilegio de clase, cuando la lactancia es en sí la igualación, la democracia absoluta, porque todos los seres humanos la necesitamos. Es un código genético, trae toda la información que el bebé necesita para sobrevivir. Y además protege a las mujeres de enfermar de cáncer, diabetes o prolapsos uterinos. Y sin embargo, nadie lo garantiza.

Es siniestro, en fin, porque han organizado un negocio en torno a un producto totalmente prescindible que se basa en una idea falaz. Porque puede haber bebés que por ciertas circunstancias necesiten ciertas leches de fórmula, pero el negocio no está allí; el negocio está basado en la mentira de que cualquier bebé puede y debe ser alimentado con ese producto industrial. Amamantar hasta los dos años se convierte en una odisea y un privilegio. Estas empresas, para mí, están al mismo nivel que las tabacaleras, las multinacionales de agroquímicos como Monsanto, o las que fabrican armas.

En Mala leche habla no sólo de la leche materna, sino del consumo de lácteos en general. ¿Por qué estima que consumir demasiados lácteos es un problema?

Existen culturas en torno al pastoreo donde la leche tiene un lugar central; pero algo muy distinto es la expansión de la industria láctea bajo el argumento de que la leche es absolutamente necesaria para los huesos. La leche de vaca pasa a ser sinónimo de calcio, se considera casi un derecho humano; se lleva leche a comunidades indígenas donde no la quieren porque les resulta indigesta y no forma parte de su cultura. El mérito de esta industria global es hacer del producto más perecedero que existe, un producto imperecedero. Un producto que se desnaturaliza: homogenizado, desgrasado, le quitan unos elementos para añadirle otros. Es una fórmula, pero se vende como natural. Nos escinde de nuestra posibilidad de pensar lo que queremos y lo que nos hace bien. Y si pensamos de dónde viene, es de granjas industriales, fábricas que son torturadoras de animales.

Una idea fundamental recorre sus libros: los ultraprocesados no son comida, sino productos comestibles. ¿En qué sentido?

Preparación no es procesamiento. Estas empresas no cocinan, sino que ultraprocesan. Quitan lo más caro, que es la comida, y meten lo barato: saborizantes, aditivos, y rellenadores como soja o maíz de pésima calidad. Si te paseas por los pasillos del supermercado, todas las etiquetas tienen comida real en sus ilustraciones, frutas y verduras; pero los verdaderos ingredientes son almidón, saborizantes, azúcares, aceites y sal. Caemos todos como moscas en esa mentira: si sabe a tomate y dice la etiqueta que es tomate, te lo crees. Y la mayoría de los expertos forman parte del establishment, porque se volvió necesario para poder trabajar.

Todas las políticas que se hacen en torno a la alimentación no se hacen pensando en alimentos y en nutrición, sino en crear empleo o conseguir dólares. Es el camino perfecto para el desastre. Hemos perdido la relación saludable con la comida, y con ella perdemos la capacidad de escuchar nuestro cuerpo y entender qué nos hace bien. Porque los ultraprocesados son adictivos y saturan los sentidos; terminas tan acostumbrado a ese exceso de estímulos que pruebas verduras y no te saben a nada.

¿Por qué son adictivos estos productos?

Estas empresas tienen el mismo desafío que la empresa que vende zapatillas: que compres más, que seas un mejor consumidor. Por ello, han logrado que sigamos comiendo cuando ya no tenemos hambre; han estudiado las debilidades del cerebro, el proceso evolutivo del ser humano, para diseñar productos que nos hacen adictos y nos enferman; que no los crean cocineros, sino directores de marketing, ingenieros, y también psicólogos.

Para expandir su negocio, empresas como Coca-Cola o Nestlé han penetrado en territorios de población campesina o indígena, donde el sistema alimentario es diferente, y les han inundado de publicidad y de productos que les hacen adictos. Hay lugares en Brasil que producen café y consumen Nescafé; comunidades que producen mandioca pero sus hijos quieren pan, y eso les obliga a salir a comprar productos más caros que además les inundan de plástico, que ellos tiran al suelo porque es lo que llevan haciendo toda la vida con los alimentos, porque los alimentos de verdad son totalmente orgánicos, no son basura.

¿Qué hacer, entonces, ante un diagnóstico tan complicado? ¿Por dónde empezamos?

Es, ante todo, un proceso de deconstrucción: de entender que lo que nos habían contado no es así, que fue establecido por un sistema que no busca tu bienestar sino que horada tu salud. Cuando empiezas a comer bien, el cuerpo te lo dicta. Pero si consumes ultraprocesados, son adictivos, y saturan los sentidos. Una vez emprendes el camino te das cuenta de que no es tan difícil, ni tan costoso, ni tan traumático.

Se trata de volver a las recetas de casa, conectar con los alimentos que se producen cerca de donde vivimos, recuperando la raíz geográfica. [También se trata] de entender que la trampa empieza en el supermercado, en confundir alimentos con cosas. Que los alimentos ‘de verdad’ son aquellos que son en sí mismo el ingrediente cuando uno se pone a cocinar; porque el siguiente paso es volver a cocinar, ser hacedores de nuestra necesidad más vital. Perderle el miedo a la cocina, que no es un lugar de experto: cualquiera puede cocinar; y si de veras no queremos cocinar, en cualquier lugar hay emprendimientos de comida casera, aunque nos salga más caro.

Pero necesitamos también políticas públicas para que los productores puedan acceder a la tierra y tengan su futuro garantizado. Ser copartícipes de una democracia más activa. Limitar a la industria obligándola a poner rótulos honestos, o colocar mayores cargas impositivas en sus productos que en los alimentos saludables. Debemos acompañar a los productores en sus demandas. Y también podemos producir algo en la terraza o el balcón, para reconciliarnos con la idea misma del alimento, observar esa semilla que después florece y da fruto. Salir del supermercado y pasar a redes agroecológicas. Reconectar con nuestra idea de poder, de valor como sociedades. Escuchar el cuerpo.

This article has been translated from Spanish.