La Asamblea General de la ONU: una cacofonía de ruido y esperanza

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El sonido de las sirenas escoltando a los jefes de Estado; las barricadas frente a esas fortalezas en las que se convierten sus hoteles de lujo; el enjambre de guardaespaldas, burócratas, secretarias y choferes pululando a su alrededor, transmitiendo una sensación de gran urgencia; el exótico circuito de canapés y champán; los valses de nuestras élites políticas discutiendo temas de enjundia —desde la crisis del Ebola a la eliminación de la pobreza, pasando por cómo conseguir un acuerdo sobre el cambio climático o los últimos estertores de los Objetivos de Desarrollo del Milenio (ODM)—.

Y además está la rutina de la sociedad civil.

El sistema de la ONU apenas les reconoce.

Las ONG están dominadas por profesionales de la industria del desarrollo, muchos de los cuales bailan al son de las organizaciones donantes privadas y de los organismos de ayuda bilateral.

Estoy desconcertado: toda la escena me recuerda al tiovivo que, siendo un niño que crecía en pleno aparteid, solo podía mirar a través de una verja. Aquellos niños blancos galopando sobre caballos danzantes me parecían como un cuento de hadas prohibido. “¿Por qué no puedo yo montar en los caballos?”, le preguntaba a mis padres. Y ellos agachaban la cabeza, tal vez avergonzados.

La Declaración de los Derechos Humanos es el marco en el que se inscribe todo el sistema de las Naciones Unidas establecido hace más de 60 años.

Seis décadas después de la aprobación de la declaración —que supuso un pacto mundial en torno a la afirmación de que “todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos”— este documento visionario está hecho jirones, es inservible frente al creciente abismo que separa a los ricos de los pobres.

Nuestro mundo está polarizado. La confluencia de desastres y crisis ha colocado a nuestro planeta, y a la especie humana, al borde del precipicio.

La arquitectura de nuestra gobernanza, que pasó de lo local a lo nacional, y de ahí a lo mundial, está desincronizada con la revolución tecnológica que ha cambiado para siempre la forma en que organizamos nuestras sociedades y nuestras vidas; y redefinido la naturaleza del trabajo, la educación, la salud y la comunicación.

Nuestras instituciones actuales están desfasadas y ancladas al viejo mundo.

En todas partes, la gente corriente está perdiendo la fe en los gobiernos elegidos y en las instituciones públicas.

No creen que las grandes corporaciones les digan la verdad. Consideran el sistema intergubernamental defendido por la ONU como irrelevante, en el mejor de los casos, e inefectivo, en el peor. Se sienten atrapados en un sistema establecido en beneficio de las poderosas y predadoras elites económicas y políticas.

Sentado en los foros consultivos de la Asamblea General de la ONU, me sorprendo al comprobar que están dominados por personas de mi generación. Somos casi todos profesionales, mayores, con canas. Casi todos hombres blancos del norte que saben cómo funciona el sistema, tienen facilidad de palabra y a veces dominan las nuevas tecnologías.

Tenemos las respuestas incluso antes de que nos hagan las preguntas. Cuando dejan entrar a los portavoces del pueblo llano a las reuniones formales e informales, es un puro escaparate — que gana mucho mejor cuando esa gente exótica viene ataviada con los espectaculares trajes tradicionales de su cultura, porque así las selfies son mucho más vistosas.

 

El movimiento mundial

Este año, una gran coalición hizo un valiente esfuerzo para construir un movimiento mundial. La marcha mundial por el clima, celebrada en Nueva York al mismo tiempo constituyó un nexo de solidaridad y acción directa que involucró realmente a la población, de abajo arriba, aunque algunas ONG internacionales se la atribuyeran.
Yo participé en el sector sindical de la marcha de Nueva York. Escuché a los dirigentes de los sindicatos populares que habían perdido sus casas durante el huracán Sandy de 2012, uno de los más letales y destructivos.

No tuvieron más remedio que endeudarse enormemente para poder reconstruir sus vidas; carecían de segunda residencia; muchos tuvieron que buscar un segundo empleo. Incluso en el país más rico del mundo, los pobres pagan la avaricia de los ricos.

Cuando pasábamos a pocos metros de Wall Street me estremecí ante la ironía.

El gobierno rompió todas las reglas del juego limpio, adoptó medidas extraordinarias e inyectó billones durante la crisis financiera de 2008 para estabilizar el sistema bancario por temor a la amenaza de “contagio”.

Nuestros gobiernos intervinieron al más puro estilo socialista en beneficio de los hipercapitalistas, cuyas pérdidas cubrieron en una crisis generada por la avaricia de una élite expoliadora.

Pero no parecen dispuestos a distribuir la riqueza en las épocas de bonanza… ¿no les resulta curioso?

Un orador tras otro repitieron la misma cantinela: “no habrá empleos en un planeta muerto”. Tenemos una crisis colectiva por la supervivencia de la especie humana. Y estamos ante el peor caso de negación de una crisis.

Prácticamente toda la comunidad científica nos asegura que se producirá un cambio climático catastrófico si no mantenemos bajo tierra el 80% de los combustibles fósiles y adoptamos medidas en serio para reducir las emisiones de carbono e impedir un aumento de 2 °C en la temperatura del planeta.

Pero nuestros gobiernos, en lugar de avanzar, retroceden, e invierten miles de millones en tecnologías de extracción de petróleo anticuadas y más contaminantes —desde las arenas bituminosas, a la facturación hidráulica y la perforación en el Ártico o la combustión de carbón.

No hay prisa por actuar. Si se invirtiera una fracción de los recursos en una transición equitativa hacia una economía verde, sustentable medioambientalmente, crearíamos millones de empleos, además de vías de esperanza y oportunidades para nuestra juventud.

Entonces no tendríamos que gastar billones en la guerra contra el terrorismo.
Aquí es donde necesitamos que los activistas aporten nuevas ideas.

 

El momento de la verdad

A la postre, son nuestros gobiernos los que deciden en este sistema de gobernanza imperfecto; y los intereses corporativos corruptos del capital mundial han subvertido en muchas ocasiones nuestro sistema de gobernanza.

Lamentablemente, quienes trabajamos en organizaciones de la sociedad civil, nacional e internacionalmente, hemos acabado siendo señalados como parte del problema.

Somos los primos pobres de la jet set global. Existimos para poner en tela de juicio el statu quo, pero negociamos cambios graduales.

Está claro que nuestras acciones no son suficientes para responder a la ira creciente y a la exigencia de una transformación política y económica sistémica que cada día observamos en las comunidades.

Tenemos que abandonar el activismo encabezado por celebridades que dan titulares de 30 segundos y comprender que el activismo real implica una labor dura, compleja y concienzuda.

¿Estamos preparados para afrontar nuestro momento de la verdad? ¿Tenemos la valentía moral y política para ello? ¿Está la generación anterior preparada para dejar paso a la siguiente generación de líderes?

Atrás quedó la Cumbre del Clima. ¿Estamos preparados para París 2015?
A no ser que dejemos de centrarnos en los interminables circuitos de conferencias y concentremos nuestra labor y recursos en organizar a nuestras comunidades, volveremos a perder impulso.

Durante la Asamblea General de la ONU de esta semana se vieron pocos signos de que hayamos comprendido la necesidad de desarrollar el poder de la población para contestar las causas sistémicas y estructurales del cambio climático, de la guerra y de la creciente pobreza y desigualdad en el mundo.

Debemos mirarnos a nosotros mismos como activistas y atrevernos a hacer las preguntas difíciles que nos plantean quienes representamos.

Pablo Solon, activista de Focus on the Global South, sintetizó perfectamente nuestra crisis: “En opinión de Ban Ki-moon, y de otros líderes, la Cumbre del Clima resultó un éxito.

“Para comprobar si esto es cierto, deberíamos analizar: 1) qué nos dice la ciencia; 2) cuáles fueron los compromisos asumidos previamente por los gobiernos; y 3) si dichos compromisos en la ONU han logrado eliminar la brecha entre lo que se debe hacer y lo que se está haciendo”.

Necesitamos un esfuerzo concertado para conseguir que la ciudadanía comprenda las cuestiones en juego; que las relacionemos con los problemas de desarrollo que afrontamos localmente; que nos organicemos desde abajo, y más allá de nuestras fronteras, antes de que nuestros dirigentes políticos se reúnan el año próximo para finalizar las negociaciones sobre el cambio climático, el marco post ODM y el comercio.

Nuestras exigencias son muy simples: anteponer las personas a los beneficios; reorganizar la gobernanza para garantizar rinda cuentas a la ciudadanía y no a las élites políticas y económicas; Implementar el compromiso de los derechos humanos, la justicia y la sustentabilidad humana y medioambiental.

 

Este artículo se publicó por primera vez en el Daily Maverick.