Los esclavos del oro de Sudáfrica

Agrippa Machako, de 19 años de edad, recuerda el día en que un “contratista” le prometió un trabajo como cocinero en un hotel de Johannesburgo, Sudáfrica, a más de mil kilómetros de Chipinge, su ciudad natal, en Zimbabwe.

En la cara y el cuerpo de este adolescente, que en otras circunstancias hubieran tenido un aspecto juvenil, pueden verse todas las cicatrices que le han dejado los cinco meses que pasó trabajando como un “esclavo del oro”, a 200 metros bajo tierra, en una de las minas abandonadas de Johannesburgo.

Capturado y vendido repetidamente por despiadadas organizaciones criminales de su país, Zimbabwe, y también de Lesotho, Agrippa desafió los humeantes generadores diesel, las defectuosas perforadoras de rocas y la malnutrición a cambio de la promesa de un dinero que, al final, nunca le llegaron a pagar.

La excavación y extracción ilegal del oro, cuyo valor asciende a unos 6.000 millones de rands anuales (aproximadamente 550 millones USD), constituye la arteria principal del sector de la economía informal de Johannesburgo.

Alrededor de 14.000 personas – en su mayoría trabajadores migrantes indocumentados procedentes de países vecinos como Zimbabwe, Malawi y Mozambique – trabajan en las cerca de 6.000 minas abandonadas que hay en Sudáfrica, la mayor parte de las cuales están ubicadas en las inmediaciones de Johannesburgo.

Según Ross Harvey, investigador en el Instituto Sudafricano de Asuntos Internacionales, rehabilitar de forma segura estas minas costaría en torno a 2.700 millones USD.

Y a pesar del riesgo medioambiental que suponen las minas abandonadas, puesto que pueden contaminar con metales pesados los abastecimientos de agua locales, semejante suma es un precio que ni los propietarios de las minas ni el Gobierno están dispuestos a pagar – sobre todo teniendo en cuenta la caída del precio del oro.

A principios de este año, el Consejo de Geociencias del Gobierno sudafricano identificó y cerró 130 pozos de minas abandonadas, y se ha encargado a la policía que vigile los que quedan.

Pero las barricadas de la policía son fáciles de sortear con sobornos en efectivo y botellas de whisky.

Si a esto se le añade el enorme problema del desempleo que existe en la región, y la fama de Johannesburgo como tradicional destino repleto de oportunidades, se obtiene un buen caldo de cultivo para la proliferación de una explotación masiva.

 

Zama-zamas

No todos los que trabajan en las minas abandonadas de África son víctimas de la trata de personas. Algunos de los denominados mineros ilegales, más conocidos por el apodo de zama-zamas (o “buscavidas”), trabajan de forma independiente.

Las condiciones de trabajo son atroces, porque, para empezar, las minas abandonadas suelen estar controladas por violentas bandas de delincuentes. Pero estos mineros están dispuestos a todo: las ganancias pueden ser de hasta 1.000 rands (90 USD) diarios.

Por otra parte, hay mineros que son pagados por organizaciones y que trabajan, disfrazados de empleados, en zonas temporalmente abandonadas de las minas de oro operativas.

Estos mineros excavan, pulen, extraen y trituran la roca dura mezclada con vetas de oro, en nombre de poderosas organizaciones criminales que, por cada gramo de mineral aurífero, consiguen sacarse aproximadamente 400 rands (35 USD) en el mercado negro.

Pero organizaciones como la South African NGO Coalition afirman que cerca de 2.000 mineros fantasma trabajan cada año en condiciones de esclavitud moderna.

El relato de Agrippa empieza cuando se encuentra metido, junto con una treintena de jóvenes zimbabwenses, en una camioneta Toyota de 12 asientos que les lleva a Sudáfrica.

En el cruce fronterizo de Beitbridge, que separa ambos países, Agrippa dice que los funcionarios de migración corruptos reciben sumas de hasta 50 USD por cabeza para dejar pasar las camionetas.

Al llegar a Johannesburgo, la célebre “Ciudad de Oro” de África, Agrippa explica cómo la promesa de un trabajo decente se transformó inmediatamente en pesadilla.

“A punta de pistola, nos esposaron, nos quitaron la ropa y nos marcaron las nalgas hasta que alguien vino y me compró por 70 USD – como un esclavo.”

A continuación fueron transportados a Springs, una ciudad dormitorio situada a 50 kilómetros al este de Johannesburgo, más conocida por el nombre de “Wild Wild East” (el Salvaje Este).

Además de ser un lugar donde se producen decenas de asesinatos y muertes relacionadas con las actividades mineras ilícitas, Springs es igualmente un conocido foco de delincuencia debido a dichas actividades.

Palo Mpofu, coordinador del East Rand Against Illegal Mining Stakeholders Forum, un foro de partes interesadas que lucha contra la extracción minera ilegal, ubicado en Springs, declaró a Equal Times: “Springs ha fomentado crímenes como la prostitución infantil, el contrabando de armas y el robo con violencia aquí, en la franja del oro. Es un quebradero de cabeza enorme para nuestra comunidad.”

Lamentablemente, en lugar de tratar de solucionar el problema, algunos agentes de la policía local son parte del mismo, afirma Agrippa.

“Los esclavos del oro son los cajeros automáticos de la policía”, añade.

Cada minero traficado tiene que hacer ganar a su jefe nueve gramos de mineral aurífero a la semana para poder recuperar su libertad.

La duración de su cautividad puede variar de dos hasta ocho semanas, y durante ese tiempo los mineros no reciben ningún salario, sólo comida.

Se les promete un porcentaje de la venta del oro al final de la excavación, pero la mayoría de las bandas se niega a pagarles, alegando “préstamos en concepto de comida y transporte”.

Sin pasaporte, sin ninguna forma de comunicarse con el mundo exterior, y dado que muchos no hablan el idioma local ni tampoco dominan el inglés, la mayoría de estos mineros forzosos tienen demasiado miedo como para intentar escapar.

No tienen más opción que intentar “ganar” su libertad.

 

En el interior de las minas

Antes de descolgarse por el pozo de una mina, cada minero traficado recibe un cinturón de explosivos, una antorcha y un generador diesel para perforar las rocas.

Apenas disponen – si no carecen por completo – de material de seguridad e indumentaria de protección.

A continuación descienden caminando a cinco “niveles” (cada nivel es de aproximadamente 40 metros) hasta llegar a los oscuros depósitos mineros donde los viejos túneles subterráneos se dividen.

El aire es caliente y rancio, y las enormes perforadoras de rocas se tambalean peligrosamente.

“Hay que recorrer 300 metros a rastras, con un generador de 35 kilos amarrado a la espalda”, dice Agrippa. “Si caminas derecho las rocas te rebanan los huesos de los hombros.”

Los hombres capturados trabajan 19 horas diarias, pero no les dan de comer más que dos veces al día, viéndose obligados a sobrevivir con escasas raciones de pan, col cocida, gachas y zumo de mango. Duermen bajo tierra, sobre rocas planas, hasta que empieza el turno siguiente.

Los problemas de idioma entre los captores y sus víctimas, que hablan toda una serie de lenguas distintas, son inevitables.

Por cualquier malentendido, los castigos son inmediatos y severos. “El hecho de no entender una simple palabra puede ser motivo para que te sodomicen”, dice Agrippa. “Te conviertes en una ‘esposa’”.

Al llegar al fondo del suelo de la mina, los mineros ponen en marcha el generador para perforar las duras rocas que son ricas en mineral de oro residual. Son turnos de dos horas de perforación para cada minero – sin parar.

“Los generadores echan mucho humo”, explica Agrippa, que contrajo la tuberculosis durante el período que estuvo trabajando en las minas. “Muchos se desmayan a causa de los gases.”

En este caso también, el castigo es igualmente brutal. “Si te desmayas, te sumergen en el agua fría y ácida de la mina. El dolor te resucita al instante.”

Una vez perforados los agujeros en las rocas, los mineros introducen “salchichas” – explosivos chinos, ilegales y baratos, a menudo combinados con pesticidas y otras sustancias químicas que aumentan su potencia – en las aberturas, para partir las rocas.

Tras conectar la dinamita de los explosivos alrededor de la roca perforada, todo el mundo tiene dos minutos para alejarse a 20 metros del lugar.

Se produce una enorme explosión que sacude hasta la médula las achacosas minas y reduce las rocas a polvo y gravilla.

“Es una operación mortífera. Después de la explosión, dos personas son enviadas a examinar el lugar”, dice Agrippa.

Cuando fue su turno, Agrippa no tuvo mucha suerte. Un cableado con espoleta de poco retardo estalló, arrojándole a pocos metros del hueco de la explosión.

Quedó gravemente herido de un oído, pero sin embargo no deja de ser uno de los más afortunados: muchos trabajadores no consiguen salir con vida de las minas.

Por ejemplo, en marzo de 2014, la prensa internacional bajó al pozo de una mina en Roodepoort, cerca de Johannesburgo, después de la muerte de 23 mineros de Zimbabwe que se produjo en una mina abandonada.

Una vez que los explosivos han reducido la roca a piedra y polvo, empieza para los mineros el trabajo de verdad.

Cada persona recibe una lata de aluminio y una barra de hierro para martillear las piedras pequeñas hasta que se vuelven polvo o “harina”.

“Hay que machacar las piedras durante cinco horas diarias”, afirma. Es un trabajo que destroza la espalda, y que se vuelve más duro con el hambre y la violencia.

Después rellenan unas latas giratorias de aluminio, llamadas pendukas, con polvo de roca, agua, mercurio líquido y sal, y las colocan en unos ejes de hierro engrasados que los trabajadores hacen girar durante dos horas, hasta que el polvo de roca empieza a solidificarse y convertirse en oro.

 

El largo ascenso

Tras haber permanecido como mínimo 15 días bajo tierra, comienza la larga e infernal subida.

Con bolsas de oro atadas alrededor del cuello, las bandas de delincuentes armados conducen a los cautivos al exterior de las minas.

Se puede tardar hasta seis horas en alcanzar la superficie, escalando a través de pasajes con rocas salpicadas de sangre – testimonio de ejecuciones y caídas mortales.

A veces se encuentran con bandas rivales que tratan de secuestrarles o de robarles directamente.

Agrippa dice que fue revendido numerosas veces tras caer presa de otros raptores de bandas criminales rivales. En total permaneció seis meses bajo tierra.

El Gobierno de Sudáfrica ha afirmado que está intentando solucionar el problema.

El Ministerio de Minería había anunciado anteriormente planes para construir alojamientos de bajo coste encima de las minas abandonadas para tratar de solucionar la falta de alojamiento del país y poner al mismo tiempo fin a las actividades mineras ilegales.

Después de que 11 hombres fueran abatidos a tiros el pasado mes de junio en el pozo de una mina de Benoni, al este de Johannesburgo, el Ministro de Minería, Ngoako Ramatlhodi, publicó la siguiente declaración:

“Mediante el establecimiento de los Foros de partes interesadas para luchar contra las actividades mineras ilegales, el Departamento seguirá implementando medidas para erradicar por completo estas actividades ilícitas” – medidas que incluyen el cierre de pozos de acceso y la colaboración con la policía para arrestar a los criminales.

Pero el Gobierno no ha precisado a quién considera exactamente un criminal.

Como lo expresa George Nyanda, economista de la Zimbabwe Federation of Trade Unions (ZFTU), el verdadero crimen aquí es la “feroz pobreza”.

“El creciente número trabajadores migrantes que mueren en los viejos pozos mineros de Sudáfrica no cesará mientras los niveles de pobreza en países como Zimbabwe no disminuyan. Para los mineros desesperados, sin ninguna otra oportunidad de empleo, es una situación de actuar o morir.”

 

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