El destructivo legado de las políticas racistas de vivienda en Estados Unidos

En los últimos tiempos ha surgido un patrón en Estados Unidos: en Oakland, Nueva York, Cleveland, Baltimore, Ferguson (un suburbio de Saint Louis) y otras localidades. La policía, alegando sentirse amenazada, dispara y asesina a un hombre negro desarmado. A continuación se desatan las protestas, a veces incluso violentas. El Departamento de Justicia considera que existe un patrón y que se dieron prácticas policiales de discriminación racial. La ciudad accede a formar a los agentes de policía para evitar el uso excesivo de la fuerza y fomentar su sensibilidad; asimismo, prohíbe el uso de los perfiles raciales. Todas estas reformas son necesarias e importantes, pero ignoran una realidad obvia: las protestas realmente (o en su mayor parte) no tienen nada que ver con la policía.

En los barrios racialmente aislados existen pocos empleos y no hay transporte público a las zonas llenas de puestos de trabajo, las tasas de pobreza son altas y los niveles educativos bajos y abundan la pequeña delincuencia y los delitos más graves. Por tanto, los jóvenes y los policías se crean las peores expectativas del grupo contrario, lo que provoca enfrentamientos previsibles.

En 1968, tras más de 100 revueltas urbanas por todo el país (casi todas en respuesta a la brutalidad policial o a muertes a manos de la policía), una comisión presidencial concluyó que “nuestra nación se está dividiendo en dos sociedades: una blanca y otra negra, separadas y desiguales” y que “la segregación y la pobreza han creado en los guetos raciales un ambiente destructivo totalmente desconocido para la mayoría de los estadounidenses blancos”.

La Comisión Kerner añadió que “lo que los estadounidenses blancos nunca han entendido totalmente (pero que los negros nunca pueden olvidar) es que la sociedad blanca está profundamente implicada en los guetos. Instituciones blancas los crearon, los mantienen y los toleran”.

El término “sociedad blanca” era un eufemismo. Fue el gobierno (tanto federal como estatal y local) el que creó leyes, políticas y regulaciones explícitamente raciales para garantizar que los estadounidenses negros vivieran separados. Saint Louis y Baltimore, ejemplos de los recientes incidentes, ilustran este caso perfectamente.

Hace cien años, ambas ciudades aprobaron ordenanzas que prohibían a los afroamericanos mudarse a bloques de apartamentos donde predominaran los inquilinos blancos. Después de que el Tribunal Supremo prohibiera dichas ordenanzas en 1917, la junta de planificación de Saint Louis decidió conservarlas.

En barrios en los que las escrituras prohibían la venta a afroamericanos, la junta prohibió cualquier edificio excepto viviendas unifamiliares. En barrios con familias afroamericanas, permitía viviendas plurifamiliares, bares y fábricas. Para imponer los límites raciales recalificaba las zonas cuando lo consideraba necesario.

El Comité de Segregación de Baltimore era oficial y coordinaba los esfuerzos de los inspectores de edificios y sanidad para deshacerse de las viviendas de afroamericanos ubicadas en barrios blancos. Asimismo, el comité creaba y organizaba asociaciones vecinales para aprobar pactos en virtud de los cuales los propietarios blancos se comprometían a no vender nunca sus propiedades a compradores afroamericanos.

El gobierno federal lideró los esfuerzos a nivel nacional para aplicar la segregación. En la década de 1930, numerosos barrios urbanos ya estaban moderadamente integrados, ya que inmigrantes europeos y afroamericanos convergieron allí para trabajar en las fábricas. Las ciudades demolieron estos barrios para construir viviendas sociales segregadas y financiadas por el gobierno federal. En Saint Louis, por ejemplo, se construyeron viviendas para los negros en la zona norte y para los blancos en la zona sur.

 

’Píldora envenenada’

Durante la Segunda Guerra Mundial, el gobierno construyó viviendas segregadas para trabajadores del ejército. En ciudades donde antes había pocos vecinos negros, esto supuso la imposición de una rígida segregación de la creciente población de afroamericanos.

Para enfrentarse a la escasez de viviendas después de la guerra, el presidente Harry Truman propuso una ampliación de las viviendas sociales. Los republicanos conservadores, que rechazaban la participación del gobierno en los mercados privados, presentaron una enmienda tildada de ’píldora envenenada’ que exigía que las viviendas sociales estuvieran racialmente integradas.

Sabían que si dicha enmienda se aprobaba, los demócratas del sur se opondrían a cualquier tipo de vivienda social, lo cual frustraría el programa. Los demócratas liberales del norte, como el senador Hubert Humphrey de Minnesota, hicieron campaña contra la enmienda a favor de la integración, uniéndose a sus colegas del sur para conseguir rechazarla. Por tanto, la Ley de Vivienda de 1949 acabó financiando viviendas segregadas.

Cuando se recuperó el sector de la construcción de viviendas para civiles, el gobierno promovió la suburbanización. La Federal Housing Administration (FHA; Administración Federal de Vivienda) garantizó préstamos bancarios a los constructores con la condición de que no vendieran viviendas a afroamericanos. La FHA llegó incluso a proporcionar un modelo para que el lenguaje de las escrituras prohibiera la reventa a ciudadanos no blancos.

Dichas subdivisiones florecieron prácticamente en todas las áreas metropolitanas. La más conocida es Levittown, en el estado de Nueva York: 17.000 viviendas para veteranos que se vendieron inicialmente por alrededor del doble de la media nacional de ingresos familiares (menos de 125.000 USD actuales). Aunque eran asequibles para las familias de clase trabajadora de cualquier raza, las políticas federales las limitaron a los blancos.

A medida que se aceleraba la suburbanización, los blancos abandonaron las viviendas sociales segregadas, atraídos a proyectos urbanísticos racialmente exclusivos gracias a hipotecas con beneficios de la FHA o las fuerzas armadas. Los proyectos de viviendas para blancos tenían plazas libres, mientras que las listas de espera para los negros eran largas.

Entonces, las autoridades competentes en materia de vivienda abrieron todos los proyectos urbanísticos a los afroamericanos. Cuando las industrias también se retiraron del centro de las ciudades y los trabajadores negros no pudieron acceder a buenos puestos de trabajo en los suburbios, creció el empobrecimiento de los guetos.

Además, la FHA se negó a asegurar hipotecas en barrios negros, negándoles este servicio para indicar que eran insolventes porque en ellos (o incluso cerca de ellos) vivían afroamericanos.

Incapaces de conseguir hipotecas y limitados a barrios saturados donde escaseaba la vivienda, los afroamericanos pagaban alquileres bastante más caros que los de viviendas parecidas en los barrios blancos o compraban casas mediante planes de cuotas sin derechos sociales.

Debido a los elevados precios de la vivienda, las familias afroamericanas se veían obligadas a compartir su hogar, dividiendo a veces la vivienda unifamiliar. Los servicios municipales se redujeron en las zonas en que crecía la población negra y los barrios se convirtieron en áreas marginales. Si estaban ubicados cerca de los negocios del centro, los gobiernos federal, estatal y local colaboraban en programas de ’limpieza de barrios marginales’ para reubicar a los habitantes negros en zonas periféricas.

 

Segregación ’de jure’

Así es cómo se desarrolló Ferguson, antes una localidad totalmente blanca. El gobierno “limpió” los barrios marginales de Saint Louis que había creado para construir el famoso Gateway Arch de la ciudad, la ampliación de la universidad y los enlaces a las autopistas para que los habitantes blancos de los suburbios pudieran llegar a sus trabajos en el centro.

Algunos residentes desplazados obtuvieron cupones del gobierno para subvencionarles los alquileres en áreas periféricas, pero sin el requisito de que los arrendadores debían aceptarlos. Como únicamente los arrendadores de zonas fronterizas aceptaban los cupones, se crearon nuevos guetos como Ferguson.

Las viviendas en lugares como Levittown cuestan más de siete veces el ingreso medio nacional. En 1968 aprobamos una Ley de Vivienda Justa, en virtud de la cual los afroamericanos quedaban libres y podían mudarse a dichos suburbios. Algunos lo hicieron, pero actualmente las viviendas no son accesibles para la mayoría de las familias negras trabajadoras, cuyos abuelos podían haber encontrado una casa allí hace 60 años.

En los últimos 65 años, los blancos que adquirieron dichas viviendas ganaron cientos de miles de dólares en concepto de revalorización del capital; esas ganancias las utilizaron para enviar a sus hijos a la universidad o para fondos de pensiones.

El capital invertido en vivienda es la fuente de riqueza más importante para los estadounidenses. Los ingresos medios de una familia afroamericana ascienden a alrededor del 60% de los ingresos de una familia blanca. Sin embargo, la riqueza de los hogares negros asciende únicamente a alrededor del 5% de la de los hogares blancos. Esta desigualdad se puede atribuir casi en su totalidad a las políticas federales que prohibieron a las familias negras acumular capital derivado de la vivienda durante el boom suburbano y, por tanto, legar dicha riqueza a sus hijos, como hicieron los blancos.

En Estados Unidos no tenemos lo que se denomina comúnmente una segregación ’de facto’, provocada principalmente por los prejuicios sociales, las diferencias de ingresos, la preferencia por vivir separados o las tendencias demográficas. Nuestra segregación es ’de jure’ y fue provocada en su mayor parte por políticas públicas racialmente explícitas, diseñadas para crear patrones de residencia que ya aceptamos como naturales o accidentales.

Estas políticas constituyeron flagrantes violaciones de las garantías constitucionales y nunca se rectificaron. Sin una rectificación (es decir, sin una integración plena), estamos seguros de que surgirán nuevos Fergusons, Baltimores y Clevelands por todas partes. Y todavía esperamos en vano que no surjan enseñando a la policía a ser más delicada.

 

Este artículo se publicó por primera vez en The Washington Spectator.