De Subway a Starbucks, la ilusión del consumo “sano” y “justo”

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Encajado entre un banco y una boutique, el restaurante de bocadillos Subway de la Porte d’Orléans en París está a rebosar este lunes de julio. En menos de quince minutos, los clientes terminan su almuerzo y abandonan el local. El establecimiento pequeño y asfixiante en un día tan caluroso como hoy, además del alboroto constante, la música tecno de fondo y la luz de neón, no animan mucho a quedarse allí más tiempo del necesario.

Subiendo por la Avenida Général-Leclerc, tras haber pasado un Buffalo Grill, otro Subway, un McDonald’s y un Burger King, llegamos a la enorme vitrina con el logo en forma de sirena del Starbucks. La atmósfera de este “salón de café” que abarca dos plantas climatizadas contrasta considerablemente con la del Subway: paredes pintadas con colores cálidos, música jazz, mesas de madera y sofás cómodos – todo está pensado para incitar al cliente a quedarse el tiempo que quiera, poniendo a su disposición incluso enchufes para conectar el ordenador portátil

Subway y Starbucks, dos gigantes de la comida rápida, llegaron a Francia en 2001 y 2004 respectivamente, después de establecer sus redes en Estados Unidos y afianzarse un lugar destacado en el mercado mundial de la comida rápida. A diferencia de Burger King, una multinacional que cotiza en bolsa y cuyas franquicias suelen ser propiedad de grandes especuladores, Subway es una red de pequeños empresarios (la “familia Subway”), presentados como próximos a sus empleados y deseosos de participar en el desarrollo de su comunidad. Además, a diferencia de McDonald’s y Kentucky Fried Chicken (KFC), que sirven alimentos sumamente grasos, Subway propone productos “sanos”.

Starbucks pretende ser una empresa “de categoría” y “responsable”, y hace hincapié en la frescura de sus bocadillos, pasteles y zumos y en la excelencia de sus tostadores de café. También hace alarde de su compromiso con el comercio justo y la buena gestión de su personal. Según los estatutos de la empresa, sus trabajadores son “asociados” a los que trata con “dignidad y respeto”. “No es sólo un trabajo, es nuestra pasión. Juntos fomentamos la diversidad para crear un lugar donde cada uno puede ser él mismo”, escribe Howard Schultz, Director General, responsable de 21.000 establecimientos Starbucks y más de 200.000 trabajadores y trabajadoras repartidos por 60 países.

 

“Ellos deciden y nosotros aplicamos”

Schultz compró Starbucks por 4 millones USD en 1987, cuando todavía no era más que una cadena local de Seattle creada por dos amantes del café. Desde entonces, a golpe de libros y apariciones en los medios de comunicación, ha logrado construir su leyenda. No deja pasar ninguna oportunidad para demostrar su apoyo a causas progresistas: las políticas sanitarias del Presidente Obama, el derecho al matrimonio homosexual, la prohibición de llevar armas, cursos en línea gratuitos para sus empleados, etc.

Su homólogo de Subway, Frederick DeLuca, es también muy apreciado por los medios estadounidenses, pero no por su fibra social sino por encarnar la figura del hombre que ha triunfado por su propio esfuerzo. En 1965, a los 17 años de edad, abrió su primer restaurante en Connecticut con un préstamo de 1.000 USD de un amigo de su padre, el Dr. Peter Buck, que sigue siendo a día de hoy copropietario de la marca. El concepto – bocadillos preparados sobre la marcha delante del cliente – fue un éxito casi instantáneo. En 1974, DeLuca y Buck, que ya tenían 16 puntos de venta en Estados Unidos, deciden optar por la vía de las franquicias.

Desde entonces, con más de 44.000 restaurantes en 105 países, Subway le ha arrebatado a McDonald’s el título de la cadena de comida rápida con el mayor número de establecimientos, aunque McDonald’s tiene una cifra de ventas superior. DeLuca, en tanto que director de una red de pequeños empresarios, trata siempre de defender los intereses de su “familia” y critica las leyes que ponen trabas a las pequeñas empresas.

Así pues, se declara en contra de la ley sobre el seguro médico de Barack Obama (“la mayor preocupación de nuestros franquiciados”), y se opone a las cotizaciones sociales y a cualquier aumento del salario mínimo (puesto que “eso obligará a nuestros franquiciados a subir los precios”).

Para crecer en Estados Unidos y después a nivel mundial, Subway ideó un modelo de franquicia especialmente atractivo. Los gastos de entrada son modestos: 10.000 euros en Francia, 15.000 dólares en Estados Unidos – es decir la tercera parte de lo que exige la competencia. Y la apertura de un establecimiento no requiere una inversión demasiado importante: 200.000 euros de media, de los cuales 80.000 son fondos propios. Tampoco hacen falta freidoras, grandes cocinas, ni máquinas de helados o de bebidas: basta con un tostador, un mostrador para presentar los alimentos y una nevera para las bebidas.

Los franquiciados, que asumen plenamente el riesgo de quiebra, pagan a Subway el 12,5% de su volumen de ventas (frente al 11% en KFC y en Pizza Hut, y al 7% en Pomme de Pain y Planet Sushi). La oficina central ingresa los beneficios, se hace cargo de la publicidad y envía inspectores para verificar que todos los establecimientos cumplan escrupulosamente sus especificaciones. “Ellos deciden y nosotros aplicamos”, explica un franquiciado danés. “Si introdujéramos algún cambio sin informar al agente de desarrollo de Subway, tendríamos problemas”, me explica otro.

La mayoría de los franquiciados se niegan a hablar del contrato que les vincula a la multinacional norteamericana, seguramente debido a alguna cláusula de confidencialidad. Uno de ellos, jefe de un establecimiento cerca de Lille, que accedió a hablar bajo el anonimato, se queja de las exigencias de Subway en materia de derechos: “Tenemos que pagarles todas las semanas, incluso cuando el negocio va mal. Es fácil empezar a acumular deudas, sobre todo porque hay que pasar por los proveedores oficiales de la marca, lo que no deja ningún margen de maniobra para discutir los precios”.

Las quiebras son frecuentes. Según la revista Capital, en Francia, entre 2008 y 2010, el 45% de los restaurantes Subways franceses cambiaron de dueño.

Presionados por la empresa matriz, los propietarios de los restaurantes infligen el mismo trato a sus empleados. Según una investigación de la CNN realizada con datos del Ministerio de Trabajo estadounidense, los establecimientos de EE.UU. cometieron, entre 2000 y 2013, 17.000 vulneraciones de la normativa laboral: horas suplementarias no remuneradas, retenciones salariales ilegales en caso de faltar dinero de la caja, despidos improcedentes, etc.

La reacción de DeLuca al respecto fue culpar a sus franquiciados, diciendo que se trataba de casos “de incumplimiento a nivel de los establecimientos. Hace tres o cuatro años empezamos a trabajar en estrecha colaboración con el Ministerio de Trabajo para enseñar e inculcar a nuestros propietarios un comportamiento correcto”.
Los empleados de Subway tienen pocos medios para hacer frente a sus jefes. “Son empresas muy pequeñas, con pocos empleados, y resulta prácticamente imposible establecer un sindicato”, explica Olivier Guivarch, responsable de los sectores de hostelería, turismo y restauración en la Confédération française démocratique du travail (CFDT).

Mientras que Subway, con su estrategia de desarrollo a todos los niveles, inaugura restaurantes en cualquier lugar, Starbucks va avanzando ciudad por ciudad, dando prioridad a los lugares más concurridos – grandes avenidas, centros comerciales, estaciones y aeropuertos, centros empresariales, centros de ciudad históricos –, que satura para sofocar a la competencia.

Los clientes de Starbucks esperan recibir algo más que una simple bebida, idéntica ya sea en Dubai o en Río de Janeiro: quieren vivir una experiencia gastronómica.

El uso del italiano para denominar las bebidas (latte, macchiato, frappuccino), la “regla de los diez segundos” (que obliga a los camareros a desechar cualquier expresso que no se haya mezclado en ese lapso de tiempo porque habría perdido su aroma) y los folletos promocionales, acreditan la idea de que los productos, fruto de una sabia combinación de precisión científica e intensa pasión, sólo pueden ser apreciados por personas refinadas.

Así es cómo la cadena consigue atraer a una clientela parecida: estudiantes acomodados, profesionales, turistas y expatriados, que encuentran allí un refugio familiar y un lugar exclusivo donde satisfacer su buen gusto.

 

Greenwashing

Por su parte, DeLuca se jacta de haber creado un fast-food sano y ha conseguido acceder a ámbitos cerrados a la competencia y a sus productos fritos: hospitales, institutos y campus universitarios, entre otros.

Este greenwashing (publicidad ecológica engañosa) resultó ser muy lucrativo: según USA Today, entre 1998 y 2011 las ventas de Subway en Estados Unidos pasaron de 3.100 a 11.500 millones USD.

Pero un alimento no es “sano”, “natural” o “fresco” por el sólo hecho de estar crudo. La verdura de Subway es insípida, se cultiva los doce meses del año en invernaderos recalentados, atiborrándola de fertilizantes y pesticidas, y se recoge cuando apenas está madura (si es que no está verde) para tener tiempo de transportarla. En todos los establecimientos hay un cartel que advierte de que las lonchas de jamón, pavo y ternera están contraindicadas en personas alérgicas a la leche o a la soja – las carnes proceden de fábricas donde el animal es tratado como una materia prima, y se mezclan y transforman con agua, sal, azúcar, estabilizantes, etc.

Starbucks ha logrado situarse a la vanguardia del comercio “ético” más que nada porque Schultz y sus estrategas temían convertirse en un símbolo del imperialismo, como les ha pasado a McDonald’s y a Nike.

En 2000 Starbucks firmó un acuerdo con TransFair USA, una organización que promueve el comercio justo. Cuatro años después estableció su propia etiqueta ética, conforme a la cual se compromete a pagar sus granos de café un 20-30% por encima del precio del mercado, garantizando al mismo tiempo a los productores unas tarifas fijas que les protegen de la bajada de los precios. Además multiplica las ventajas para sus trabajadores: en Estados Unidos, por ejemplo, los empleados pueden beneficiarse de un seguro de enfermedad (si trabajan más de 20 horas semanales), comprar acciones a precios privilegiados (si tienen más de un año de servicio) y llevarse a casa un paquete de café gratuito por semana.

Pero estas medidas pasan prácticamente desapercibidas dentro de la política global de la empresa, agresiva tanto para sus empleados como para sus proveedores.

Entre 1991 y 2013 las ventas mundiales de café pasaron de 30.000 millones a 70.000 millones USD, pero la proporción que los países productores obtuvieron de esta actividad se redujo del 40% al 10%. Starbucks ha contribuido a esta evolución.

La empresa ha estado enviando desde 2004 grupos de presión a Washington para tratar de suprimir las barreras aduaneras con los países proveedores.

En 2006-2007 llevó a Etiopía ante los tribunales estadounidenses para impedirle registrar como “apelación comercial” tres de sus variedades de café. Y, con el fin de evitar pagar impuestos sobre los beneficios en países en los que se implanta, la empresa transfiere sus fondos a paraísos fiscales a través de una sociedad establecida en Suiza. Como miembro de una poderosa asociación de fabricantes de productos alimentarios (Grocery Manufacturers Association, junto con Nestlé, Kraft Foods, Proctor & Gamble, entre otras), promueve el libre comercio. En definitiva actúa como cualquier multinacional del sector agroindustrial.

Los camareros de Starbucks, al igual que los “artistas del bocadillo” de Subway, tienen que hacer de todo: tomar los pedidos, incitar a los clientes a consumir más, preparar las bebidas, manejar la caja, limpiar las mesas y los baños, sacar la basura, lavar los platos y sonreír, todo ello a cambio de un sueldo que apenas excede el salario mínimo, propinas incluidas.

Para Starbucks, los empleados son intercambiables. “Si en un establecimiento falta alguien o si en otro hay demasiado personal, el encargado puede pedirle a un trabajador que vaya a echar una mano en otro sitio”, cuenta un camarero parisino. “Nuestros contratos incluyen una cláusula de movilidad: los jefes pueden pedirnos cambiar definitivamente de establecimiento, y los empleados a tiempo completo no tienen derecho a negarse”.

Hay mucha presión para impedir que los trabajadores se expresen sobre sus condiciones de trabajo. En 2005 Daniel Gross, un camarero de Nueva York que quería crear en su establecimiento una sección del sindicato Industrial Workers of the World (IWW), habló con un periodista del New York Times. Schultz envió inmediatamente un correo electrónico a todos sus trabajadores estadounidenses para contradecir la postura de Gross, el cual fue despedido unos meses más tarde.

Desde entonces Starbucks se ha opuesto enérgicamente a la sindicalización. Y cuando no lo consigue, se las arregla para que los sindicalistas no molesten demasiado. En 2013, las primeras elecciones de representantes de los trabajadores en Starbucks Francia fueron una victoria para la CFDT, pero cuando traté de contactar a dos de sus representantes, uno de ellos, gerente parisino de una tienda, dijo que estaba indisponible durante varias semanas, y el otro, un jefe de equipo, no quiso hablar sin la autorización de la dirección.

El alto grado de rotación de personal, las operaciones a pequeña escala, el sistema de franquicia y el peso de la jerarquía dificultan enormemente la organización del personal en el sector de la comida rápida.

En 2014 un grupo de delegados sindicales de más de 30 países se reunieron en Nueva York para plantear la posibilidad de una acción colectiva. Consideraron los testimonios de la organización Unite de Nueva Zelandia, una de las pocas que han logrado establecerse firmemente en el sector.

En 2005 una decena de activistas de Unite irrumpieron en un Starbucks de Auckland y exhortaron a los camareros a dejar de trabajar. Esta acción se repitió en otros establecimientos y, en menos de seis meses, 2.000 personas se habían inscrito al sindicato, lo cual permitió multiplicar las intervenciones (como por ejemplo saturar la central telefónica de la empresa con llamadas para interrumpir el sistema de envíos a domicilio). Los gigantes de la comida rápida acabaron cediendo a las presiones, y en 2006 se firmó un convenio colectivo.

Desde entonces, más de 30.000 trabajadores jóvenes se han afiliado al sindicato y los sueldos en el sector de la comida rápida de Nueva Zelanda han aumentado un 50%.

 

La versión original de este artículo fue inicialmente publicado en Le Monde Diplomatique. Copyright ©2015 Le Monde diplomatique. Reproducción autorizada por la Agence Global.