Crisis de viviendas en Bucarest: la restitución poscomunista se ceba con los romaníes

El 15 de septiembre de 2014, las 25 familias del número 50 de la calle Vulturilor se vieron forzadas a desalojar las modestas edificaciones que le alquilaban al Estado desde hacía casi veinte años. Se colocó una gran chapa de aluminio para bloquear el acceso al pequeño vestíbulo por donde rondan los recuerdos de estas familias romaníes.

Con 58 años, Maria Ursu, inquilina como todos sus vecinos, quedó conmocionada con su lanzamiento. Los antiguos propietarios reclaman, una tras otra, las pequeñas casas de poca altura y en mal estado de este barrio popular cercano al centro de la ciudad. Ursu sabía que, algún día, ella también iba a tener que abandonar el lugar. ¿Pero para ir adónde?

Con un salario de 800 lei (180 euros), esta asistenta social de una residencia geriátrica nunca ha podido alquilar una vivienda al precio de mercado, y menos aún comprar una. Hoy, el sueño de su generación, ser propietaria, parece muy lejano.

Así pues, desde hace más de un año, ella y algunos de sus vecinos acampan en la acera delante de su antigua vivienda. Su campamento está cubierto por pancartas cuyos eslóganes resumen sus posicionamientos ante su situación: “Una vivienda, sea cual sea tu etnia”; “Abajo la mafia inmobiliaria”.

El destino de los habitantes de la calle Vulturilor muestra otra perspectiva de la política del “todos propietarios” elegida por los dirigentes que gobernaron tras la caída del comunismo.

En efecto, Rumanía tiene en la actualidad la tasa de propietarios más alta de Europa. Este récord se explica por el importante peso de las casas individuales en el ámbito rural, pero, sobre todo, por la venta masiva a los inquilinos de las viviendas que estaban en manos del Estado.

 
Propiedad sólo para algunos

A principios de los años 1990, contra todo pronóstico, Ion Iliescu, el primer presidente del poscomunismo, autorizó que éstas se pusieran en venta a precios muy atractivos. El Ayuntamiento de Bucarest afirma que el 95% de las mismas fueron adquiridas por quienes las ocupaban. Pero los más pobres, entre los que se encuentran los romaníes, nunca han contado con los recursos para hacerlo y se encuentran a merced de la expulsión.

En 1948, el régimen comunista lanzó un programa de nacionalizaciones con respecto a las grandes empresas, a los bancos y también a las viviendas. Se estima que, entre 1950 y 1989, más de 400.000 bienes inmuebles pasaron al parque público (según datos de la Comisión de Abusos de la Cámara de Diputados). Tras la caída de Nicolae Ceaucescu en 1989, el Estado se encontró al frente de un inmenso patrimonio.

En Bucarest, la Sociedad de Construcción, Reparación y Gestión de Viviendas (ICRAL, que a partir de 1989 pasó a ser la Administración del Fondo Inmobiliario) tuvo que gestionar alrededor de 450.000 viviendas, principalmente aquellas que habían sido nacionalizadas, pero también los bloques, esos grandes edificios cuya arquitectura es característica del régimen de Ceaucescu, construidos por el Estado a partir de 1975.

A partir de ese momento, los sucesivos Gobiernos tuvieron que enfrentarse a las reivindicaciones de los propietarios expoliados. Después de muchas tergiversaciones, y sobre todo bajo la presión de la Unión Europea, el Parlamento aprobó en 2001 la “Ley 10”.

A diferencia de otros países de Europa Central, que eligieron mecanismos de compensación financiera (véase el recuadro), Rumanía decidió devolver los bienes a sus antiguos propietarios o a sus derechohabientes. La indemnización quedó reservada para los casos en los que la restitución ya no era posible.

La “Ley 10” preveía una forma de protección de los inquilinos al obligar a los propietarios que hubieran recuperado su bien a firmar con ellos un contrato de arrendamiento por cinco años. Esta disposición debía proporcionar a las autoridades el tiempo necesario para reubicar a los antiguos inquilinos. El texto obliga también a la Administración del Fondo Inmobiliario (AFI) a proponer una solución alternativa a los desahuciados.

Pero los poderes públicos no anticiparon las restituciones y, a día de hoy, están desbordados. Estos inquilinos son considerados como los marginados de la transición poscomunista. Según los activistas, varios miles de personas habrían sido desahuciadas sólo en la capital rumana.

En Bucarest, alrededor de 10.000 expedientes siguen pendientes; 3.442, al menos, conciernen directamente a los desahuciados o a quienes están a punto de serlo (según datos de la AFI y el Ayuntamiento de Bucarest). En esta ciudad de 1,9 millones de habitantes, el parque social contaba en 2015 con sólo 1.516 viviendas, todas ocupadas.

El Ayuntamiento de Bucarest dice que no cuenta con los medios para construir más. Un argumento inaceptable para Veda Popovici, una de las fundadoras del Frente Común por el Derecho a la Vivienda (FCDV), creado en marzo de 2014. “No es una cuestión de dinero, sino de prioridades. El Ayuntamiento prefiere volver a instalar el aislamiento térmico de los bloques para captar los votos de los electores antes que construir viviendas para los más pobres. Sólo adquiere viviendas en algunos arrebatos demagógicos o en casos de fuerza mayor”, señala Popovici.

Así, cuando el centro histórico fue renovado con fines turísticos, el consistorio reubicó a cientos de habitantes de ese barrio, antes popular y activo, en viviendas sociales en la periferia de Bucarest.

Por su parte, el Gobierno considera que cumplió con sus obligaciones en 2015, con “2.800 viviendas”, según Cezar Soare, secretario de Estado en el Ministerio de Desarrollo Regional y Administraciones Públicas. Estas declaraciones indignan a los activistas. “Es ínfimo con relación a las necesidades del país”, replica Victor Vozian, del FCDV.

En respuesta a las demandas de vivienda perenne de la comunidad de Vulturilor, la delegación del Ayuntamiento del distrito 3 sólo propuso soluciones temporales y, particularmente, un subsidio de 900 lei (200 euros) que se supone que debería financiar seis meses de alquiler en una casa particular. Una ayuda que algunos rechazaron, lo que se les reprocha abiertamente.

“¿De verdad preferís quedaros en la calle?”, les preguntaba Carmen Ivanoui, la directora de la AFI, en una reunión informal.

Una insinuación que Mariana Otest, de 32 años, no dejó pasar: “He buscado una vivienda en el mercado –sostiene–. Pero en cuanto digo que soy romaní, me resulta imposible conseguir una”. En su comunidad, todos sufren un racismo sin tapujos, en particular cuando se trata de la vivienda.

Otro punto neurálgico de la lucha contra las expulsiones: el barrio Rahova-Uranus, detrás de la Casa del Pueblo. Entre el mercado de ­flores, una fábrica de cerveza abandonada y almacenes de ladrillo rojo –recientemente transformados en espacios consagrados a la creación artística–, varias bellas construcciones burguesas de principios del siglo XX son objeto de restituciones.

Cristina Eremia se erigió como portavoz de la comunidad romaní. Esta joven, que ya asistió al desalojo de varias de sus vecinas, critica al Estado: “Nos preguntamos por qué los gitanos tienen una mala imagen; pero cuando están integrados, ¡les quitan la vivienda! En cierta manera, el Estado crea a sus propios delincuentes”.

 
“Mafia inmobiliaria”

Algunos “emprendedores” poco escrupulosos se aprovechan de las ambigüedades jurídicas en torno a la cuestión de las restituciones. Eremia y su marido creen haber sido víctimas de ello. En 2011 perdieron La Bomba, un local transformado en espacio sociocultural que dinamizaba el barrio.

Hoy es su casa, compartida con otras cuatro familias, la que se ve amenazada. Todos los inquilinos demandaron al ex propietario; un recurso que permite aplazar la expulsión hasta el fallo definitivo. Para Eremia, “el problema no son los ex propietarios, sino la mafia inmobiliaria. El Ayuntamiento expide certificados de propiedad falsos, y hay jueces y fiscales que dan la razón a los corruptos”. Porque los terrenos y las casas que están cerca del centro, como la de Eremia, valen por lo general millones de euros y abren el apetito de los agentes inmobiliarios.

Así, algunos bufetes de abogados se han especializado en la compra de los derechos de los ex propietarios. Como el procedimiento de restitución es largo, estos prefieren aceptar el dinero de los intermediarios antes que esperar su bien y tener que tratar con los ex arrendatarios. En el número 50 de la calle Vulturilor, por ejemplo, el inmueble fue comprado por un empresario noruego antes de que los inquilinos fueran desahuciados.

Paradójicamente, muchos ex propietarios también se quejan de esta “mafia inmobiliaria”. Es el caso de Marina Ghelber, profesora de francés en París desde 1976, nunca logró recuperar los derechos de propiedad de la casa de su madre en Bucarest.

En efecto, la ley de restituciones contradice disposiciones anteriores, como la “Ley 112” de 1995, que autorizaba a los inquilinos a comprar la vivienda que ocupaban a un precio módico. Resultado: los tribunales rumanos están desbordados por litigios entre los potenciales beneficiarios de las restituciones y los inquilinos que accedieron a la propiedad mediante la compra.

Al cabo de los años, Ghelber comprendió que estaba luchando contra la gente equivocada. La familia de inquilinos que supuestamente había comprado su casa no eran más que los testaferros de Viorel Hrebenciuc. Esta eminencia gris del Partido Socialdemócrata, cercano a Iliescu, se aprovechó de la “Ley 112” para adquirir ilegalmente numerosos bienes.

Por entonces, muchos vieron en esto una manera que el presidente Iliescu utilizó para favorecer a sus amigos políticos, permitiéndoles comprar por casi nada las lujosas villas en las que vivían. En la actualidad, Hrebenciuc se encuentra implicado en un asunto de restitución ilegal de bosques por un perjuicio de 303 millones de euros.

Y no es el único en esa situación. Muchas investigaciones de la Oficina Nacional Anticorrupción están relacionadas con restituciones ilegales que implican a miembros de la Autoridad Nacional por la Restitución de las Propiedades (ANRP).

Alina Bica, ex jefa de la Oficina Antiterrorista y miembro de la ANRP, por ejemplo, es sospechosa de haber sobrevalorado un terreno y de haberle otorgado una indemnización de 62 millones de euros a un empresario cercano al poder. Así, los ex propietarios terminan también siendo víctimas de esta situación.

En Bucarest, de las 43.155 demandas de restituciones que se presentaron en 2001, 16.548 aún están a la espera de ser estudiadas.

A principios de los años 1990, todos los antiguos países del bloque soviético se enfrentaron a la cuestión de las expropiaciones: ¿había que restituir o no los bienes nacionalizados en la posguerra? A esta pregunta se le dieron tres tipos de respuesta.

Al igual que Rumanía, varios países decidieron devolver los bienes en los casos en los que aún era posible, pero con ciertas restricciones. En Bulgaria, por ejemplo, la ley limitaba la restitución a las viviendas que formaban parte del patrimonio público; las que habían sido vendidas a los inquilinos antes de la caída del comunismo quedaban excluidas. En Moldavia, sólo las víctimas de la represión política pudieron solicitar recuperarlas.

Para los casos en los que la restitución no era posible, la ley disponía una compensación. Esta podía ser financiera (Bulgaria y Moldavia), o podía tomar la forma de títulos u obligaciones estatales (Macedonia y Eslovenia) o de acciones sociales en una empresa pública (Albania y Bulgaria).

Por otro lado, Polonia y Hungría prefirieron indemnizar a los ex propietarios, estableciendo un techo; de esta manera favorecieron a los inquilinos. Finalmente, Azerbaiyán, Bosnia-Herzegovina y Georgia decidieron no legislar la cuestión. Rusia y Ucrania excluyeron cualquier clase de indemnización o de restitución, salvo si la nacionalización del bien contravenía la legislación de la época.

 
Este artículo, originalmente en francés, apareció por primera vez en Le Monde Diplomatique, y, la presente versión en español, en Le Monde Diplomatique en español. La redacción de Equal Times, que ha reducido ligeramente esta última versión, cuenta con el permiso de la Agence Global para la reproducción del artículo.

This article has been translated from French.