Los rohingya están perdiendo la esperanza

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Hace un año, un total de 17 países se reunieron en Bangkok para buscar una solución a la crisis migratoria del sureste asiático. Unos días antes de la cita, la aparición de una fosa común en la jungla del sur de Tailandia había puesto al descubierto una red de campamentos a cargo de traficantes de personas. Las bases eran utilizadas para retener a inmigrantes de Bangladesh y de la comunidad rohingya de Birmania (hasta el pago de un rescate por parte de sus familias) que habían llegado hasta allí tras penosos viajes en barco.

El desmantelamiento de estas redes dejó a miles de ellos, ya en camino, abandonados por los traficantes en alta mar. Durante semanas, ninguna nación del sureste asiático se prestó a ayudarlos. Indonesia y Malasia finalmente les ofrecieron refugio temporal con la condición de que fueran realojados o repatriados en el periodo máximo de un año.

La minoría étnica musulmana rohingya ha sido descrita en muchas ocasiones como una de las más perseguidas del mundo. La mayoría de miembros de esta comunidad vive en el Estado de Arakan, al noroeste de Birmania, donde son objeto de órdenes locales que restringen su libertad de movimiento.

En 1982, Birmania aprobó una ley diseñada casi exclusivamente para excluirlos. El texto otorgaba derecho a la ciudadanía a 135 grupos étnicos reconocidos por el Gobierno. Entre ellos no se encontraban los rohingya.

El Gobierno birmano se refiere a esta minoría como “bengalíes” y son catalogados como inmigrantes ilegales del territorio que actualmente corresponde a Bangladesh, donde tampoco se reconoce a esta comunidad como propia. Muchos de ellos, sin embargo, pueden trazar varias generaciones de su árbol genealógico en Birmania.

Así, este pueblo, convertido en apátrida, está condenado a vivir confinado en guetos urbanos o en campos de desplazados, donde no pueden trabajar y reciben muy poca ayuda gubernamental e internacional.

 
En manos de traficantes

Para mejorar su cotidiano, así como sus expectativas de futuro, muchos de ellos se ponen en manos de traficantes para llegar hasta Malasia a través de Tailandia, para ellos un país de tránsito.

“En Malasia hay una comunidad que les ayuda a pagar el dinero del rescate y encontrar un trabajo”, explica a Equal Times Chris Lewa, directora del Proyecto Arakan que monitorea los movimientos de los rohingya desde hace más de una década. En el camino los rohingya no están solos; les acompañan muchos de sus vecinos, hombres y mujeres bangladesíes, que huyen de una de las naciones más pobres y pobladas del mundo.

A principios de mayo del año pasado, las autoridades tailandesas encontraron alrededor de 30 tumbas con restos humanos en la jungla del sur de Tailandia, junto a la frontera de Malasia. Se cree que estos cuerpos pertenecían a migrantes rohingya y bangladesíes que habían sido retenidos en campamentos en la jungla, con poca agua y comida, a la espera de que sus familiares pagaran un rescate para liberarlos.

El hallazgo de los campamentos por las autoridades tailandesas desencadenó una campaña contra la trata en este país, y posteriormente se hizo lo propio en la vecina Malasia, país donde también se encontraron tumbas con restos humanos de migrantes. Como consecuencia de las acciones policiales, las tripulaciones de algunos barcos que llevaban a bordo refugiados rohingya e inmigrantes bangladesíes no se atrevieron a llevarlos a tierra.

Los traficantes les abandonaron a su suerte en las aguas del mar de Andamán, en embarcaciones con bajas reservas de combustible. Los únicos que ayudaron a los rohingya a llegar a tierra fueron varios pescadores de la provincia indonesia de Aceh, que hicieron caso omiso a las órdenes del Gobierno local de no hacerlo.

Las dramáticas imágenes publicadas en los medios en las que aparecían cientos de rohingyas y bangladesíes en los barcos, y las ofertas de ayuda internacional, hicieron que Malasia e Indonesia les dejaran atracar con la condición de ser repatriados en el plazo máximo de un año.

Según el Alto Comisionado de Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), alrededor de 370 refugiados rohingya y migrantes bangladesíes murieron durante el trayecto en barco en 2015. A éstos se añaden los restos de más de 220 personas desenterradas en campamentos ilegales a lo largo de la frontera entre Tailandia y Malasia.

A finales de mayo de 2015, organismos internacionales y responsables de los 17 países más afectados por la crisis migratoria debatieron posibles soluciones al reto.

Al terminar la reunión, comunicaron a la prensa que habían llegado al acuerdo de intensificar las tareas de búsqueda de los cerca de dos mil refugiados que la ONU calculaba que aún se encontraban abandonados en alta mar, así como promover el acceso a los servicios básicos como la vivienda, la educación y la sanidad en los lugares de origen de los refugiados.

Sin embargo, no se habló de la negativa de Birmania a reconocerles la nacionalidad.

 
Refugiados tratados como inmigrantes sin papeles

Un año después, para los cientos de refugiados que se pusieron en manos de traficantes con la esperanza de una nueva vida, sus problemas no han terminado. Malasia e Indonesia no han firmado la Convención de Refugiados de la ONU de 1951 que define quién es un refugiado, lo que significa que los rohingya son tratados como inmigrantes sin papeles, sin derecho a trabajar o el acceso a servicios públicos.

Estados Unidos se ha comprometido a reubicar a un número no determinado de refugiados rohingya, mientras que Australia se ha negado a aceptar la llegada a su suelo de alguno. El Gobierno de Malasia, por otro lado, está trabajando con ACNUR para establecer un programa piloto que permitiría a 300 rohingya registrados como refugiados trabajar de forma legal.

En el caso de Indonesia, muchos de los rohingya que habían sido rescatados en las costas de Aceh han desaparecido de los campos temporales y se cree que podrían haberse puesto de nuevo en manos de contrabandistas para conseguir llegar hasta Malasia.

Las condiciones en su lugar de origen no han cambiado, a pesar de lo que se acordó en la reunión. La mayoría de los bangladesíes ha regresado a sus hogares, donde las condiciones continúan siendo deplorables y no han recibido suficiente atención internacional.

La presión policial en materia de control ha logrado sin embargo reducir el número de tráfico hasta Malasia y en lo que llevamos de año apenas han salido barcos de traficantes desde Birmania y Bangladesh.

“Las campañas contra la trata y las detenciones en Tailandia, pero también en Bangladesh, Malasia y Birmania han alterado estos movimientos. Unos pocos rohingyas han utilizado otros medio y rutas por vía aérea o terrestre para llegar a Malasia, pero no por barco”, explica Lewa. Sin embargo, desde la organización Fortify Rights, Matthew Smith, en declaraciones a Equal Times alerta de que, si las causas fundamentales en Birmania no se abordan, podríamos ver una nueva oleada de salidas después de la temporada de lluvias.

Incluso la premio Nobel de la Paz Aung San Suu Kyi, que llegó al poder tras unas elecciones democráticas el pasado mes de noviembre, pidió al embajador de Estados Unidos que no utilizase el término rohingya para referirse a esa comunidad, negando su derecho a la auto identificación.

“Si el actual gobierno de Birmania no hace más para poner fin a los abusos, corre el riesgo de ser cómplice y contribuir al problema regional de refugiados y tráfico de personas”, subraya Smith.

“Los rohingya nos dicen que están perdiendo la esperanza”, concluye.

This article has been translated from Spanish.