Refugiados sirios en el Líbano: “Si pudiéramos, ya habríamos vuelto”

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“Asentamientos informales”, “campamentos”, “refugios”, “viviendas improvisadas”: sea cual sea el término que las autoridades libanesas elijan para referirse a las chabolas en las que se hacinan los refugiados sirios, es demasiado grandilocuente para describir sus condiciones de vida.

Hay campos de refugiados esparcidos por todo el Líbano. Este país de 4,4 millones de habitantes, con una superficie equivalente a la mitad de Eslovenia, y tres veces más pequeño que El Salvador, acoge a más de 1,5 millones de refugiados, según un reciente informe de Amnistía Internacional.

Apenas diez países acogen a más de la mitad de las personas refugiadas del mundo. De ellos, el Líbano alberga la mayor concentración per cápita: casi uno de cada cinco habitantes del país es refugiado.

“Los países pequeños no deben soportar las consecuencias de las guerras de las grandes naciones”, afirma Sejan Aziz, ministro de Trabajo del Líbano, en una rueda de prensa pronunciada a finales de septiembre, en la que propuso un plan para devolver a los refugiados a “zonas seguras” de Siria.

Pero Aziz no es el único político que ha expresado su alarma por la afluencia de refugiados sirios en el Líbano. Pocos días después de anunciarse dicho plan, el ministro de Asuntos Exteriores del Líbano, Gebran Bassil, afirmaba en una entrevista al periódico Al Monitor: “El Líbano no puede ser el único que reciba refugiados. Podemos ofrecer ayuda humanitaria a las personas necesitadas, pero no convertirnos en el destinatario político de los problemas de Siria”.

Según expertos del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados (ACNUR), dada la ausencia de las salvaguardias que ofrece el derecho internacional humanitario, sería difícil garantizar la seguridad de los civiles en las llamadas “zonas seguras” de Siria. Los observadores indican que, debido a ello, lo más probable es que no se proceda a las repatriaciones.

“Una ‘zona segura’ que carece de los requisitos dispuestos por el derecho internacional pone en peligro la seguridad de las personas que trasladen allí”, explica a Equal Times Tatiana Audi, la portavoz de ACNUR.

 

Malvivir en un campamento

A 87 kilómetros al este de Beirut, en el valle de Bekaa, los asentamientos de refugiados brotan por todas partes. La presencia de refugiados sirios en el Líbano ya no es temporal. Desde hace más de cinco años malviven en la miseria, muchos de ellos cobijados bajo delgadas láminas de plástico, su único parapeto frente al implacable sol del verano libanés y los inviernos a bajo cero.

Hoy, más de 360.000 refugiados sirios residen en Bekaa, una de las regiones más pobres del Líbano. El gobierno se ha negado, hasta ahora, a autorizar oficialmente el establecimiento de campamentos en su territorio, por temor a que se repita la experiencia con los 450.000 refugiados palestinos que permanecieron en el Líbano durante más de 60 años.

¿Qué podemos hacer?, pregunta Khaled, un refugiado de cincuenta y muchos años, originario de Homs, en el centro de Siria. “Si pudiéramos, ya habríamos vuelto. ¿Quién iba a querer vivir en estas carpas?”, expone Khaled, con su voz vacía de dolor, pero repleta de ira.

Khaled huyó de la guerra siria en 2013 y, desde entonces, vive en un campamento a las afueras de al-Marj, en el valle libanés de Bekaa. Antes de la guerra trabajaba como agricultor en Baba Amr, en el distrito de Homs. Ahora, mientras describe la vida que soporta junto a los nueve miembros de su familia, rezuma un profundo recelo.

“Ya no confío en nada, ni en nadie: ni en los médicos que vacunan a nuestros hijos, ni en los medicamentos que nos dan”, afirma. “Mi hijo pequeño murió el año pasado y de nada le sirvieron sus medicinas. No puedo asegurarlo, pero sospecho que nos están dando medicamentos caducados, los que ya no pueden utilizar ellos”.

La prolongación de la guerra en Siria ha disparado la desconfianza entre la población libanesa y los refugiados sirios acogidos en el país. Como muchos otros países, los refugiados sirios padecen en el Líbano racismo, xenofobia y discriminación.

Incluso con todos estos problemas, prefieren la paz en su nuevo hogar que vivir en zona de guerra, a pesar de que en el valle de Bekaa los refugiados carecen de cualquier comodidad. Construyen sus casas improvisadas con lo que van encontrando: ladrillos de casas abandonadas, bloques de hormigón, láminas de plástico con el logotipo de ACNUR, puertas desvencijadas e incluso ramas de árboles.

En estas frágiles chabolas se parapetan desde hace seis inviernos estos exiliados. El año pasado, varios refugiados de la zona murieron congelados. Muchos temen que les esté esperando el mismo horrible destino.

“Este invierno será igual que los anteriores”, afirma Abou Mohammad, un joven de 28 años que lleva en el campamento de al-Marj desde 2013. Cuando llegó allí, tras perder a sus padres en un bombardeo, en Siria, sólo había diez carpas de refugiados; hoy, hay más de 250 familias viviendo allí. “Pero nada ha cambiado y nadie está preparado para el frío invierno”, explica.

“La región de Bekaa es de las más gélidas del país, azotada por numerosas nevadas, fuertes vientos y lluvias torrenciales”, explica Audi. Sabe que es necesario prestar más ayuda a los refugiados sirios, pero faltan recursos.

“Seis años de crisis de refugiados están lastrando la economía y las instituciones públicas libanesas. No estaban preparados para absorber este número enorme de personas refugiadas”, explica Audi. La ayuda internacional procede de varias agencias internacionales y gobiernos, pero sigue siendo insuficiente. A principios de este año, el gobierno libanés solicitó 2400 millones de dólares de ayuda para los refugiados sirios del Líbano durante los próximos cinco años, pero ni siquiera se han cumplido los compromisos de ayuda previos.

 

La generación perdida

El exilio, el invierno, la desconfianza, el miedo a la deportación y la falta de ayuda humanitaria no son las únicas plagas que anegan la vida de los refugiados sirios en el Líbano. Estos supervivientes de bombardeos y tiroteos contemplan ahora, impotentes, cómo sus hijos se hunden en la ciénaga del analfabetismo.

Antes de la guerra, Siria poseía un índice de alfabetización del 95 % entre los jóvenes de 15 a 24 años. Hoy, cinco años después de estallar el conflicto, un cuarto de millón de niños y niñas sirios está creciendo en el Líbano sin recibir educación, según un informe de Human Rights Watch.

La falta de capacidad y de recursos de las escuelas públicas del Líbano limita extraordinariamente la escolarización de los refugiados. Además, varios estudios revelan que los niños y niñas sirios no solo tienen que soportar en las escuelas el trauma psicológico de haber huido de una zona de guerra, además, padecen discriminación, violencia y la dificultad de tener que acostumbrarse a un idioma y una cultura distintos.

Los docentes refugiados están intentando enseñar a los niños y niñas sirios en escuelas informales, desperdigadas por los campamentos, en condiciones muy arduas.

“Nuestra meta es prepararles para que entren en las escuelas públicas libanesas, integrarles en las escuelas de las localidades que les acogen”, explica a Equal Times Rakan al-Khaibar, de 26 años, Subdirector de la escuela montada en una carpa del campamento al-Marj.

“Nos resulta muy difícil que continúen asistiendo a la escuela”, añade. “Por las condiciones de vida en el campamento, muchos la abandonan entre los 10 y los 14 años”.

La mayoría de estos niños y niñas son obligados a trabajar como mano de obra barata en la construcción, en granjas o como vendedores ambulantes en los pueblos y ciudades libaneses, afirman expertos de organizaciones de derechos humanos.

Incluso quienes continúan sus estudios tienen difícil aprender en las hacinadas aulas de las escuelas bajo carpa. Por ejemplo, 320 estudiantes asisten a la escuela de al-Marj, que apenas cuenta con seis aulas.

Fuera de la escuela bajo carpa, Khaled charla con Fatemeh, una de las estudiantes, de sólo diez años de edad, sentada a la entrada de una chabola, con su cuaderno y el lápiz que le ha dado una ONG local, Jusoor. “¿Quiere comprobar lo que nuestros niños aprenden en la escuela?” pregunta Khaled. “Espere y verá lo que ella ha aprendido después de tres años”.

Khaled le pide a Fatemeh que escriba su nombre y apellido. Después de un largo silencio, mientras que Fatemeh cierne su lápiz sobre el papel, escribe su nombre en árabe. “¡Qué lenta eres!”, bromea Khaled. “Muy bien, ahora escribe ‘soy Fatemeh, hija de Moustafa’”. La niña mira fijamente al anciano, desconcertada y avergonzada: “Eso todavía no lo hemos aprendido”.