La lección de Trump

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El 8 de noviembre, a medida que el mapa electoral se teñía cada vez más de rojo y Donald Trump surgía como el presidente recién electo de los Estados Unidos, un comentarista político de la CNN preguntó cómo iba a poder seguir educando a sus hijos correctamente.

“Les decimos a nuestros hijos: ‘No abuses de los demás’, dijo Van Jones en un vídeo que se ha vuelto viral. “Les decimos a nuestros hijos: ‘No seas intolerante’”. Les decimos a nuestros hijos: ‘Haz los deberes e instrúyete’. Y luego tienes este resultado.”

Tiene razón, y es probable que millones de padres de todo el mundo compartan su preocupación.

Pero este vergonzoso resultado electoral también brinda la oportunidad de enseñar a los niños –y a los adultos– las lecciones políticas siguientes: hay que cuestionar la autoridad; no confiar ciegamente en los que detentan el poder ni en sus supuestos “méritos”; recordar que los gobiernos pueden estar dirigidos por demagogos que se hicieron con el poder mediante la mentira y la intolerancia y no con la razón, los hechos y la virtud.

En otras palabras, nunca consideres adquirido ningún derecho o libertad.

Del mismo modo que los crímenes de guerra de George W. Bush y el desdén por los derechos humanos configuraron la conciencia política de una generación, la presidencia de Donald Trump será una oportunidad para que aquellos que se oponen a él se unan y emprendan una nueva lucha. Ya se perciben algunas señales: han estallado protestas contra Trump en varias ciudades de los Estados Unidos; millones de personas rechazan las opiniones sexistas y racistas de Trump tanto en línea como fuera de ella; los medios de comunicación están replanteándose su cobertura; los llamamientos a una sociedad más igualitaria y tolerante están ganando terreno.

Si bien es esencial comprender el fracaso de los liberales para contrarrestar eficazmente la retórica del miedo de Donald Trump, es vital establecer una clara distinción entre sus partidarios (que en gran medida votaron a Trump para rechazar un sistema establecido que les ha fallado y porque el partido demócrata no ofrecía una alternativa real) y la administración que pronto gobernará en Washington.

Para ser justos, algunas de las propuestas de Trump sobre la reforma política son interesantes y podrían asestar un golpe a la connivencia entre la política y el sector privado, tales como “una enmienda constitucional para imponer una duración al mandato de todos los miembros del Congreso” o “prohibir durante un período de cinco años que todo funcionario de la Casa Blanca y del Congreso se convierta en miembro de grupos de presión tras dejar la administración pública”.

Sin embargo, estas medidas se han visto eclipsadas por muchas otras ideas de Trump, repetidas una y otra vez durante la campaña, sobre la migración, las minorías étnicas y el Islam; ideas que son similares en todos los sentidos a las de la extrema derecha europea. Y los europeos saben por su historia que con la extrema derecha no se pacta: se la combate.

A todo lo largo de Europa, aumenta la popularidad de políticos como Trump, que a su vez se sienten envalentonados por su elección. Es muy significativo que entre los primeros políticos en felicitar a Trump por su elección se encuentra a Marine Le Pen, del Frente Nacional en Francia (candidata presidencial a las elecciones del país el próximo mes de mayo) y al político anti-islámico de los Países Bajos Geert Wilders (que se presentará a elecciones en marzo).

También elogiaron la victoria de Trump el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu, el presidente ruso Vladimir Putin y el nacionalista blanco estadounidense y ex mago imperial del Ku Klux Klan David Duke.

En los días que siguieron a las elecciones, se ha hablado mucho sobre la necesidad de una “transición suave” y sobre la manera en que Trump seguramente mitigará su posición una vez que se encuentre en el Despacho Oval. Este tipo de ilusiones son peligrosas. Pone acento en una ingenua confianza en el Gobierno y oculta la dura verdad: las opiniones de Donald Trump son un ataque a todo el progreso social realizado en los últimos 50 años. Son un ataque a la tolerancia y a la decencia. Y deben ser impugnadas en cada sala de redacción, cada campus, cada fábrica y despacho, cada ayuntamiento y cada calle a todo lo largo de los Estados Unidos.

Aun cuando Trump consiga aplicar solo la mitad de lo que ha prometido, estas son las medidas que cabe esperar de su presidencia: el programa Obamacare será seriamente enmendado o desmantelado, Guantánamo permanecerá abierto y probablemente se agrandará, la disidencia será cada vez más penalizada mediante medidas legislativas y de orden más severas, la desigualdad entre ricos y pobres seguirá aumentando, las grandes empresas funcionarán todavía con menos control, se incrementará la militarización (Trump quiere “reconstruir nuestra debilitada fuerza militar”), las cuestiones sociales retrocederán 30 años con nombramientos de conservadores al Tribunal Supremo y se perderá para siempre toda posibilidad de salvar el planeta, puesto que Trump promete “cancelar miles de millones de pagos destinados a los programas de la ONU para luchar contra el cambio climático”.

Los trabajadores privados de derechos en las zonas industriales abandonadas que respaldaron a Trump en estas elecciones no deberían esperar ninguna mejora significativa de su situación. Cientos de economistas calificaron a Trump unánimemente de ser una “peligrosa y destructiva opción para el país” y el magnate multimillonario no es un aliado de la clase trabajadora. El hecho de que haya logrado convencer a sus seguidores de lo contrario es verdaderamente asombroso.

Trump heredó millones de dólares de su padre, evadió otros tantos millones más de impuestos, provocó la bancarrota de varias empresas y tiene todo un historial de antisindicalismo. También es la personificación misma de la cultura de “fama y fortuna” que presenta al capitalismo como el epítome del sueño americano.

Trump gobernará sin obstáculos. El Congreso esta constituido predominantemente por republicanos de ideas afines que han demostrado en repetidas ocasiones que apoyarán a Trump sin importar cuán profunda sea su depravación y el peligro que representa para la República que han jurado defender. Permanecieron a su lado cuando se burló de las personas discapacitadas, o cuando pidió que se prohibiera la entrada al país a los musulmanes; guardaron silencio cuando llamó a los mexicanos “violadores” y defendió la construcción de un muro entre los Estados Unidos y México; no reaccionaron cuando promovió el uso de la tortura y cobardemente miraron hacia otro lado cuando se jactaba de “coger a las mujeres por el coño”. No puede esperarse nada de ellos.

Tampoco puede esperarse mucho de los actuales dirigentes demócratas. Hillary Clinton nunca fue la candidata adecuada. Encarnaba el sistema establecido cuando la población pedía a gritos algo diferente. Alguien que votó a favor de la guerra en Iraq, derrotó con engaños a Bernie Sanders, defendió el uso de la pena de muerte, apenas apoyó un aumento del salario mínimo y dijo a Wall Street que debería autorregularse, no tenía ninguna posibilidad de ganar entre los trabajadores desposeídos, la juventud, las minorías, los marginados, los progresistas y los votantes indecisos como lo hizo Obama.

En general, los demócratas han fracasado estruendosamente en ofrecer un modelo alternativo de sociedad basado en la justicia social y la igualdad. Al abrazar continuamente el neoliberalismo e imponer este modelo económico fallido a los trabajadores, contribuyeron en gran medida a la victoria de Trump. Su derrota es una oportunidad para renovar el partido y, como dice Bernie Sanders, “liberarse de sus vínculos con el sistema corporativo establecido y convertirse, de nuevo, en un partido de la base, un partido de trabajadores, ancianos y pobres”.

Aunque los próximos cuatro años resultarán dolorosos, cabe todavía esperanza. Los estadounidenses nunca son tan fuertes como cuando están acorralados y cuando las probabilidades parecen estar abrumadoramente en contra del progreso. Desde la fundación de la República hasta la abolición de la esclavitud y el movimiento por los derechos civiles, la historia de los Estados Unidos cuenta con numerosos ejemplos.

De alguna manera, el hecho de que Trump personifique a tal grado todo lo que anda mal en los Estados Unidos lo convierte en un blanco fácil. Cuando los políticos consideran que su gobierno es progresista, con mucha frecuencia bajan la guardia. Lo mismo le ocurrió también a Barack Obama, que enfrentó menos críticas de la izquierda o de la prensa liberal que un republicano por sus ataques aéreos en Oriente Medio, su promoción de los tratados de libre comercio, el trato reservado a los denunciantes o los programas de vigilancia de su administración.

Es hora de mostrarse muy vigilantes. Este no es el momento de tener miedo de Trump, ni de dejar que sus prejuicios se conviertan de repente en aceptables solo porque ahora es presidente.

La mayoría de los estadounidenses no votaron por él y esto es algo que no deben olvidar nunca. Tampoco deben dudar de su capacidad para organizarse creativamente con el fin de superar las diferencias en lugar de rendirse a los intentos de personajes como Donald Trump de explotar el miedo y dividir aún más al país.

Lo han demostrado antes. Pueden demostrarlo de nuevo. Esperemos que todos aprendamos esta lecció