“¡No más explotación!”: la rebelión de las mujeres invisibles

“¡No más explotación!”: la rebelión de las mujeres invisibles

A carer from the Senda de Cuidados (Care Footpath) association takes an elderly woman out shopping.

(María José Carmona)

Imagine trabajar cerca de 12 horas diarias, imagine tener que hacerlo los siete días de la semana. Sin descansos, sin vacaciones, sin contrato, sin derechos. Así vivió Aleida durante doce años. “Trabajaba de lunes a lunes. Mi único descanso era ir a hacer la compra y ya”.

Aleida, de 69 años, es cuidadora y vive en Madrid. Durante mucho tiempo acompañó y cuidó a una mujer mayor con más de 90 años. Convivió con sus silencios y enfados, con sus olvidos y enfermedades. Sustituyó a sus hijos porque éstos no tenían tiempo de atenderla. Todo esto a cambio de unas condiciones de trabajo miserables.

Hoy, de aquello, solo conserva los fuertes dolores de espalda que aún sigue padeciendo a causa del esfuerzo. “Al final, después de todo, me echaron. La familia me dijo que iban a meter a la señora en una residencia. De un día para otro me quedé sin nada, sin derecho a nada”.

Según la Organización Internacional del Trabajo (OIT), cuatro de cada diez cuidadoras no dispone de los derechos laborales más básicos –en España, la proporción es de seis de cada diez–, y aun así nadie se escandaliza. Se ha normalizado su explotación.

El suyo sigue siendo un trabajo invisible, infravalorado y con rostro eminentemente femenino. Cerca del 90% de las personas que hoy cuidan a nuestros mayores y dependientes son mujeres y la mayoría ni siquiera disponen de un contrato que las proteja.

Dependen de acuerdos verbales con las familias, que no siempre se ajustan a la legalidad y en los que ellas siempre son la contraparte más débil.

“No podía protestar porque tenía miedo. Acababa de llegar de Colombia, no conocía las leyes españolas, no sabía a quién recurrir. Sin papeles, una solo puede agachar la cabeza”.

Como explica Aleida, la situación de precariedad es aún más grave en el caso de las cuidadoras migrantes, muchas de ellas sin permiso de residencia. El hecho de no tener contrato –una práctica, por otra parte, ilegal– les impide regularizar su situación, les deja sin derecho a asistencia sanitaria y les obliga a permanecer dentro del círculo de la economía sumergida.

Las cuidadoras, por todo esto, no hablan de derechos laborales, sino de “suerte”. Suerte de encontrar a una familia que la trate bien y valore su trabajo. Por otro lado, en el sector privado la situación no siempre es mejor.

Aunque las empresas de cuidados sí regulan su relación con las trabajadoras a través de un contrato, las condiciones a veces no se respetan. “Las empresas también abusan de nosotras. Pagan mal y obligan a trabajar más horas de lo convenido”, denuncia Aleida.

Unidas contra la precariedad

El trabajo de cuidadora es aislado y solitario, sobre todo en el caso de las que viven internas. Muchas pasan los días prácticamente encerradas en una casa que no es suya, lejos de sus propias familias y sin redes cercanas de apoyo. A ellas, nadie las cuida.

Sin embargo, cada vez más de estas mujeres encuentran la manera de hacerse visibles uniéndose entre ellas. Como ha documentado recientemente la Organización Internacional del Trabajo, “la participación de las cooperativas en el sector de los cuidados está creciendo a nivel mundial”.

Esto es, mujeres que se asocian de manera voluntaria para protegerse y ser más fuertes a la hora de negociar las condiciones con las familias.

En realidad, la fórmula no es nueva. El movimiento cooperativo da trabajo hoy a unas 100 millones de personas en todo el mundo. Sin embargo, dentro del sector de los cuidados el desarrollo aún es lento. Apenas representan el 1% del total.

En 2015, la OIT publicó el primer mapa mundial de los cuidados suministrados por cooperativas. En él destacaba que las cuidadoras que se organizan de esta forma “pueden defender mejor sus derechos y esto tiene un impacto positivo sobre los salarios, las condiciones de empleo y la seguridad en el lugar de trabajo”.

Una de las primeras que empezó a funcionar en España fue Grupo Servicios Sociales Integrados (SSI), en Bilbao. Arrancaron en 1987 por iniciativa (rara excepción) del propio Ayuntamiento de la ciudad. En dos años pasaron de 35 socias a 250. Todas mujeres.

“Si las personas que trabajan son mujeres, las personas que dirigen la cooperativa también deben serlo”, explica Karmele Acedo, CEO de la organización.

“El formato cooperativo nos ha permitido un recorrido de empoderamiento muy grande. Todas participamos en la toma de decisiones y los beneficios los reinvertimos en nosotras, en nuestra formación”.

Es otra de las ventajas del modelo cooperativo, que facilita la formación y cualificación de sus socias y, por lo tanto, mejora la calidad de los cuidados.

El gran referente dentro de este tipo de cooperativas es Italia. Aquí funcionan desde los años 70 y la razón de su éxito radica en un factor clave: el Estado les apoya. En 1991 el Gobierno italiano quiso fomentar la expansión de estas organizaciones sociales y les proporcionó ciertas ventajas, por ejemplo, a la hora de acceder a contratos públicos, conseguir financiación u obtener rebajas fiscales.

Hoy las cooperativas de cuidados se extienden desde Europa a Estados Unidos, de la India a Japón, pero no en todos los países encuentran las mismas condiciones que en Italia. Para nada.

Un futuro en la cuerda floja

El mismo estudio de la OIT que habla de las bondades de las cooperativas, también deja en evidencia sus debilidades. “Entre los desafíos críticos está la financiación insuficiente, la falta de legislación, de apoyo estatal y de experiencia”, destaca el texto.

En definitiva, la mayoría de estas organizaciones no dispone ni de dinero ni de conocimientos suficientes para arrancar. Y desde el Estado tampoco se les ayuda.

“Gestionar una organización así implica muchos trámites burocráticos, puede ser abrumador”, cuenta Débora Ávila, voluntaria de Senda de Cuidados. Se trata de una asociación sin ánimo de lucro que trabaja en Madrid como intermediaria entre familias y cuidadoras para garantizar que tanto las condiciones laborales como los cuidados sean dignos.

Su modelo bien podría ser un éxito si no fuera, una vez más, por los recursos económicos. “Nuestra estructura no es sostenible. Dependemos de donaciones particulares, vivimos en la cuerda floja”.

La única solución, insisten, vuelve a apuntar al Estado. Por un lado, piden que éste ayude a las familias a costear el cuidado de sus mayores. El salario digno de una cuidadora debería estar entre 800 y mil euros, pero muchos hogares no pueden hacer frente a ese coste –en el caso español, el ingreso medio de los hogares se ha reducido un 8% desde 2010–.

Pero, sobre todo, demandan a los Gobiernos que favorezcan la supervivencia de asociaciones y cooperativas, como ya se hace en Italia.

“Con más apoyo institucional iniciativas como éstas serían viables. Por ejemplo, muchos ayuntamientos podrían contratar los servicios de asociaciones en lugar de hacerlo con empresas privadas que no respetan las condiciones laborales básicas”, asegura Ávila, “el verdadero problema es que aún no se reconoce el valor de este trabajo y, si no se reconoce, no se paga en consecuencia”.

This article has been translated from Spanish.