Los riesgos invisibles para las trabajadoras de Francia

Cuando supo que tenía que dejar de trabajar, a Béatrice Boulanger, asistenta a domicilio, se le saltaron las lágrimas: “Me había encariñado con mis abuelitos y abuelitas”, explica sonriendo. Béatrice tiene una prótesis en el hombro, padece omartrosis (desgaste del cartílago de la articulación del hombro), estenosis cervical espinal, artrosis cervical y rizartrosis (artrosis de la base del pulgar). “Todos los problemas de salud que tengo se deben a las cargas que he tenido que levantar. Eso es lo que me dijo el cirujano”. El médico también le ha señalado que, a sus 52 años, tiene ya “un cuerpo de anciana”.

Después de haber estado fabricando pantalones en serie durante diez años, Béatrice Boulanger iba varias veces al día a casas de personas mayores, a veces gravemente enfermas, para ayudarlas a levantarse, a lavarse, a prepararse la comida y a acostarse. “Lo fui aprendiendo todo sobre la marcha, sin ninguna formación. Me ocupé de muchos casos de personas con sobrepeso, y ahí fue donde me dañé el hombro”. En febrero de 2015, cuando estaba levantando a una mujer mayor para ayudarla a salir de la bañera, “me crujió el hombro”, cuenta. “Después se fue desmigajando todo. Los médicos tuvieron que cortar la cabeza del hombro”.

Al igual que Béatrice Boulanger, cada vez más mujeres son víctimas de accidentes de trabajo. Según la Agencia Nacional para la Mejora de las Condiciones de Trabajo (Anact), “si bien los accidentes laborales con baja han disminuido globalmente en un 15,3% entre 2001 y 2015, en el caso de las mujeres están aumentando. Durante este período han aumentado un 28% en el caso de las mujeres, mientras que en el caso de los hombres se han reducido en un 28,6%”.

Esta diferencia espectacular se explica en parte a raíz de la evolución del empleo en Francia: por una parte, los empleos industriales, que tradicionalmente son los más peligrosos y mayoritariamente masculinos, están desapareciendo; y, por otra, las mujeres han efectuado una entrada masiva en el mercado laboral, en sectores predominantemente femeninos donde las dificultades están menos reconocidas.

La historia de la salud en el trabajo ofrece también otra explicación. El concepto de penosidad del trabajo, que se ha desarrollado en sectores como la construcción, la química o la metalurgia, se definió en un primer momento con arreglo a una serie de criterios masculinos.

“Los estudios no se han hecho casi nunca desde una perspectiva de género”, constataba el Consejo Económico, Social y Medioambiental (CESE) en 2010. “Así pues, el impacto de los factores de riesgo en el trabajo para la salud de las mujeres conserva en bastantes aspectos un carácter de invisibilidad que genera desconocimiento o incluso menosprecio y, en consecuencia, muy poca consideración”.

La cuenta personal de prevención de la penosidad del trabajo (C3P), que se puso en marcha en 2015, ilustra esta afirmación. En aquella época se especificaban diez factores de penosidad —actividades ejercidas en un medio hiperbárico, temperaturas extremas, ruido, trabajo nocturno, etc.— en función de los cuales se atribuían a los trabajadores un número de puntos determinado, según su grado de exposición.

Este cómputo les permitía después financiar el cambio a un empleo a tiempo parcial, optar por una jubilación anticipada o hacer un curso de formación.

Cuatro de estos criterios —las manipulaciones manuales de cargas pesadas, las posturas molestas, las vibraciones mecánicas y los riesgos por exposición a productos químicos— han sido suprimidos por el Gobierno del Presidente Emmanuel Macron tras la reforma laboral, y la cuenta personal de prevención de la penosidad del trabajo se ha convertido en la cuenta profesional de prevención (C2P).

Pero el problema sigue siendo el mismo. En 2017, al igual que en 2015, entre los criterios mantenidos solo hay uno que concierne a una proporción más importante de mujeres que de hombres: el trabajo repetitivo, una realidad que afecta a un 9,2% de las mujeres trabajadoras, frente a un 7,6% de los hombres trabajadores. En cuanto a los demás criterios, el listón sigue estando a menudo demasiado alto para que a las mujeres se les reconozca la penosidad de su trabajo.

Enfermedades profesionales invisibles

El ejemplo de las cajeras es esclarecedor. Estas empleadas escanean cerca de una tonelada de mercancía por hora, pero aún así no pueden acceder al reconocimiento de la manipulación de cargas pesadas (según los criterios definidos en 2015), a saber, el levantamiento o manipulación de 15 kg durante al menos 600 horas al año. ¿Por qué? Porque la frecuencia de los tiempos parciales en el caso de las mujeres (en particular en esta profesión) y el modelo de cálculo de la penosidad (por carga unitaria en lugar de peso acumulado) no les permite alcanzar el umbral requerido. De manera que estas trabajadoras pasan por debajo del radar de los criterios de la penosidad.

Además permanecen igualmente invisibles en lo que respecta a las enfermedades profesionales.

Tal como lo explica la psicoanalista Marie Pezé, especialista en sufrimiento en el trabajo, “las cajeras padecen por lo general de un estiramiento del plexo braquial, una raíz nerviosa bien implantada en el cuerpo [entre el cuello y la axila]; pero esta enfermedad no aparece recogida en la tabla 57 de enfermedades profesionales”.

La historia de esta tabla, tardía y todavía incompleta, ilustra claramente los obstáculos que impiden el reconocimiento de la penosidad del trabajo femenino. Elaborada en 1972, esta lista de patologías recoge los problemas musculoesqueléticos, afecciones provocadas por esfuerzos de escasa intensidad pero repetitivos, a los cuales las mujeres están especialmente expuestas.

Estos problemas fueron detectados a principios del siglo XVIII por el profesor de Medicina italiano Bernardino Ramazzini en panaderos, tejedores y copistas, y posteriormente se identificaron a lo largo del siglo XIX en lavanderas y costureras.

Más tarde, en 1955, algunas de estas lesiones empezaron a indemnizarse por primera vez, concretamente las provocadas por el manejo de martillos neumáticos y de herramientas vibratorias —en el marco de trabajos masculinos—. Si bien los médicos del trabajo y la Administración están sacando a la luz casos de nuevas profesiones con riesgos (minería, dactilografía, trabajo en cadena, trabajo en mataderos y fábricas de conservas), “la movilidad de una parte de los trabajadores afectados que efectúan tareas repetitivas, en particular mujeres y migrantes, sigue facilitando el ocultamiento de los problemas”, señala Nicolas Hatzfeld, profesor de la Universidad de Évry.

Ha habido que esperar cerca de 20 años para que los problemas musculoesqueléticos sean plenamente reconocidos: primero por el higroma de la rodilla que padecen los obreros del sector de la construcción y de los trabajos públicos, y después, año tras año, por la tendinitis, la compresión de nervios, el codo, la muñeca, la mano, etc., que afectan a las mujeres en determinados empleos femeninos.

Detrás del gran escritorio de su oficina parisina, la abogada Rachel Saada, especialista en derecho laboral, destaca las ambigüedades de este reconocimiento, tanto para los hombres como para las mujeres. “La cuestión de la penosidad ha empezado a enredar las cosas”, considera. “Es una guerra de palabras para atenuar el sufrimiento y pretender que estamos haciendo lo necesario para erradicar los desgastes provocados por una organización perjudicial del trabajo”.

El sociólogo Pascal Marichalar añade: “Imaginemos que, para hablar del trabajo de un empleado de una cristalería industrial, reemplazamos la palabra penosidad por ‘exposición a riesgos cancerígenos y de quemadura’. En seguida resulta menos aceptable dejar las cosas como están”.

Si bien los dispositivos legales están mejorando, los prejuicios sobre el terreno persisten: las tareas minuciosas y repetitivas no siempre son percibidas como penosas, a diferencia de los trabajos extenuantes En una empresa de producción de espárragos en la que Marie Pezé ha intervenido, se ha podido observar la siguiente astucia: los recolectores se inclinan durante varias horas al día para recoger las verduras una a una; estas llegan a continuación a una cinta transportadora donde una bandada de “pequeñas manos” de mujer se encargan de colocarlas en cestos. Los primeros disfrutan de contratos de duración indefinida, mientras que a las segundas se les paga por cesto. Entre las empleadas que no hacen “más que” manipular los espárragos, sin tener que encorvarse para recogerlos, se está extendiendo una epidemia de problemas musculoesqueléticos.

“Hemos constatado los tres criterios de aparición de problemas musculoesqueléticos entre las mujeres, recuerda Marie Pezé. Los gestos repetitivos, la cadencia rápida y el cuidado del proceso de trabajo. No cabe duda de que los movimientos de los hombres eran físicamente más duros, pero estaban reconocidos con tales, mientras que las mujeres trabajaban sobre una cinta transportadora demasiada alta y se les pagaba a destajo y sin ningún reconocimiento por el tiempo que pasaban colocando la verdura en las cestas para que quedaran bonitas y tuvieran más posibilidades de venderse”. Finalmente el jefe accedió a descender un poco la cinta transportadora, colgó en los locales las fotografías con las cestas más bonitas... pero eludió proponerles un contrato de duración indefinida.

“Los empleadores no suelen reconocer la realidad en la que viven las mujeres”

Esta miopía golpea más fuerte aún a las empleadas del sector de la limpieza y de los servicios personales, ya que sus tareas, a pesar de ser agotadoras, parecen ser el atributo natural de la mujer.

Jeannette L., agente territorial especializada en una guardería de Pas-de-Calais, asiste a una de las maestras del establecimiento y explica las posturas repetitivas que tiene que adoptar para acompañar a los niños al baño.

Cuando no está ocupada ordenando el aula, está agachada, inclinada sobre los niños o sentada en una silla minúscula. Son posturas que a la larga terminan siendo dolorosas. “Hemos tenido que insistir mucho para conseguir que nos den asientos de talla de adulto”, se indigna por su parte Martine V., auxiliar de puericultura en otro establecimiento de la cuenca minera. “Porque cuando tienes a un niño que se abalanza sobre ti para hacerte una caricia, hay que aguantar su peso”. Solo una de las sillas dispone de apoyabrazos, a pesar de que resultan muy prácticos a la hora de dar un biberón.

A varios kilómetros de allí, Sylvie T., una mujer rubia muy elegante, relata su día a día como trabajadora de la limpieza en una institución cultural. Por las mañanas se dedica a limpiar las oficinas y los baños, y por las tardes limpia la sala de espectáculos.

“Allí hay que tirarse al suelo y rascar para quitar los chicles. Además, el cable del aspirador no es lo suficientemente largo, así que me tengo que pasear por la sala con el alargador y el enorme aspirador bajo el brazo”. Lo mismo sucede para subir los cubos de agua a las clases de música, en el primer piso. “Solo hace tres años que hay un grifo y un desagüe arriba. Antes había que subir los cubos a pulso y volver a bajarlos para vaciarlos cuando el agua estaba sucia. Nadie se había dado cuenta de eso”.

“Los empleadores no suelen reconocer la realidad en la que viven las mujeres”, observa Marie Pezé. “Lo que hacen es un trabajo cotidiano. Es normal que se ocupen de la limpieza, de las compras, de los niños y de las personas enfermas”.

Nadine Khayi, médico de salud laboral en Montauban, pone el ejemplo del ruido. “En la industria se mide, pero en las guarderías y en las escuelas no. Los responsables dicen: ‘De todas maneras, no podemos eliminarlo’. Pero sí que se pueden colocar mamparas o muros de aislamiento acústico”.

Asimismo, al igual que en la industria, las iniciativas sindicales permiten sacar de la sombra a amplios sectores del empleo femenino. “Fue necesario que se llevara a cabo una revuelta de las enfermeras en los años 1990 para que tomáramos consciencia de que estas trabajadoras tienen que cargar a los pacientes en brazos, es decir que tienen que levantar cargas pesadas”, insiste Florence Chappert, responsable del proyecto “Género, igualdad, salud y condiciones de trabajo” de la Anact. “Hasta entonces solo percibíamos el aspecto compasivo de su profesión”.

“También hemos observado las diferencias en el lenguaje que los clientes emplean con una mujer y con un hombre”, señala la ergonomista Karen Messing, profesora en la Universidad de Québec en Montreal (UQAM), que cita el ejemplo de un estudio llevado a cabo en un centro de atención al cliente brasileño. “Era muy evidente: las mujeres sufrían mucho más acoso, tenían que aguantar más quejas, se cuestionaba mucho más su palabra y se les dirigía expresiones más duras”.

Sin embargo, la relación directa con el público constituye una característica del trabajo femenino, sobre todo para el personal no ejecutivo. Las interacciones permanentes con los clientes o los pacientes, en especial cuando se trata de un público frágil o en situación precaria, generan un estrés intenso. Si bien la difusión en los medios de los riesgos psicosociales ha permitido que el tema se vuelva un poco más visible, sigue sin haberse logrado el reconocimiento específico de los mismos.

“Hoy en día, cuando se menciona la penosidad del trabajo, no se plantea en absoluto las cuestiones de la penosidad psicológica, de la exposición a la tensión en el trabajo, de los empleos emocionalmente exigentes, ni de la relación con el público”, constata Florence Chappert. “Y sin embargo estos factores deberían tenerse en cuenta de la misma manera que se tienen en cuenta la manipulación de cargas pesadas y los horarios nocturnos”.

¿Que las mujeres son más débiles? Definitivamente no, insiste la especialista: “No existen dolencias femeninas sino dolencias vinculadas a los empleos que ocupan las mujeres”. Es decir, que no es la supuesta fragilidad de las mujeres lo que hace que su trabajo sea difícil, sino la invisibilidad de los riesgos a los que se tienen que someter.