El Tribunal Popular Internacional declaró culpable a Duterte, ahora la comunidad internacional ha de hacer otro tanto

Más de 100 personas procedentes de distintos países tomaron parte en un intenso y emotivo proceso judicial en Bruselas (Bélgica) los días 18 y 19 de septiembre de 2018, proceso que pretendía llamar la atención internacional sobre la terrible situación de los derechos humanos en Filipinas bajo el mandato del presidente Rodrigo Duterte.

Los testigos filipinos que se presentaron ante el Tribunal Popular Internacional (IPT por sus siglas en inglés) aportaron evidencias (en su calidad de expertos –como investigadores y líderes de la comunidad–) o testimonios personales sobre atroces hechos sufridos por miembros de sus familias desde que Duterte accediera al poder el 30 de junio de 2016.

Cada uno de los 31 testigos dispuso de un máximo de 20 minutos, y muchos de ellos no pudieron reprimir las lágrimas. El clima de tensión se intensificó aún más llegado el momento de la argumentación final pidiendo un veredicto de culpabilidad.

El tiempo que se tomó el jurado para deliberar, más bien largo, no consiguió diluir el sentimiento de rabia, dolor y determinación de conseguir un cambio. Cuando finalmente se emitió el veredicto de ‘culpable de todos los cargos’, un enorme clamor estalló, tanto de alivio como de rabia, ante el hecho de que la terrible realidad de la presidencia de Duterte había sido escuchada y reconocida.

Catorce organizaciones de la sociedad civil filipina, incluyendo la central sindical Kilusang Mayo Uno (KMU), habían presentado una denuncia contra el presidente Duterte, el presidente estadounidense Donald Trump, el Fondo Monetario Internacional, el Banco Mundial y la Organización Mundial del Comercio, así como numerosas empresas multinacionales y bancos extranjeros que hacen negocio con Filipinas.

Los cargos presentados en su contra iban desde: la flagrante y sistemática violación de derechos civiles y políticos, derechos económicos, medioambientales, sociales y culturales, y del derecho a la autodeterminación y el desarrollo nacional, hasta la violación del derecho humanitario internacional.

La intervención de Jimmylisa Badayos tuvo lugar al inicio del juicio. Su padre Jimmy había sido sindicalista en la mina de cobre Atlas, en la provincia de Cebu, en los años 80, hasta que fue detenido en octubre de 1990. Nunca volvió a saberse más de él, pero su desaparición empujaría a su mujer y a sus hijos a convertirse también en activistas.

Elisa, la madre de Jimmylisa, empezó a trabajar en 2010 como organizadora para la Alianza de Derechos Humanos Karapatan, en la provincia de Negros Oriental. El 28 de noviembre de 2017 –cuando lideraba una misión de estudio integrada por 13 personas–, Elisa se dirigía hacia el Ayuntamiento en su motocicleta para presentar una queja; en el camino un motociclista se le acercó y efectuó varios disparos, alcanzando a ésta y a otras dos personas que la acompañaban. El atacante volvió a disparar a Elisa cuando ésta intentó levantarse del suelo.

Jimmylisa se apresuró para llevarla al hospital, pero cuando tocó el cuerpo de su madre ya no tenía pulso. Está convencida de que fueron los militares quienes asesinaron a su madre, ya que ésta había recibido numerosas amenazas de muerte.

El jurado de ocho miembros del Tribunal lo componían Roland Weil, veterano fundador de la Asociación Internacional de Juristas Demócratas; y Gianni Tognoni, secretario general del Tribunal Popular Permanente. Desde EEUU, la abogada de derechos humanos Azadeh Shashahani, así como la que fuera candidata presidencial por el Partido Mundo Obrero, Monica Moorehead, además del reverendo Michael Yoshii. El abogado Ties Prakken, procedente de Países Bajos; y los activistas Mamdouh Habashi y Sarojeni Rengam, de Egipto y Malasia, respectivamente, completaban la lista.

Campaña de destrucción de Duterte

El presidente Duterte creó enormes esperanzas de un cambio positivo en Filipinas durante su campaña presidencial a principios de 2016, pese a haber utilizado términos cuestionables condonando la violación en general y la ejecución arbitraria de presuntos narcotraficantes. Pero apenas pocas semanas después de asumir el poder el 30 de junio de 2016, quedó claramente patente que las políticas ‘pro-pobres’ que apuntalaron su triunfo no serían implementadas.

Las promesas a los trabajadores de que se incrementaría el salario mínimo y se pondría fin a los contratos temporales de empleo nunca llegaron a cumplirse. Su compromiso de luchar contra la corrupción quedó en nada y las conversaciones de paz con las guerrillas maoístas del Frente Democrático Nacional de Filipinas, para poner fin a cerca de cinco décadas de conflicto, acabarían con una orgía de violencia en Mindanao. Ha habido además un flujo incesante de ejecuciones extrajudiciales de campesinos y líderes obreros en todo el país.

Pero la ‘guerra contra las drogas’ del presidente Duterte será la más clara demostración de los horrores de su presidencia. Se estima que 23.000 personas han sido asesinadas como consecuencia de dicha ‘guerra’, y la propia policía admite ser responsable de 4.410 de esas muertes. Reina la más absoluta impunidad. Duterte ha amenazado a los abogados que defienden a presuntos narcotraficantes. Esto coincide con el hecho de que los asesinatos de abogados, fiscales y jueces prácticamente se han duplicado.

Más en general, Duterte destituyó inconstitucionalmente al presidente de la Corte Suprema, despachó a la Defensora del Pueblo, y amenazó con cerrar la Comisión de Derechos Humanos. Se falsearon cargos en contra de la senadora Leila de Lima, para acallar sus críticas.

Falsos cargos de asesinato, secuestro y tenencia de armas serían presentados contra defensores de los derechos humanos y organizadores sindicales, para controlar a sus organizaciones. Periodistas y editores fueron asesinados, arrestados e intimidados.

El presidente Duterte ha justificado reiteradamente en público las violaciones cometidas por agentes de la policía y soldados, e incluso ofreció “42 vírgenes” ante un grupo de inversores indios para atraer turistas a Filipinas. Durante el primer año de la presidencia de Duterte hubo 9.943 casos registrados de violación, lo que representa un incremento del 50% respecto a la media de los últimos 10 años. Posiblemente no sea de extrañar que la tasa más elevada de casos de violación denunciados corresponda a la ciudad de Davao, donde Duterte ocupó la alcaldía.

El 23 de mayo de 2017, el presidente Duterte declaró la ley marcial en la isla de Mindanao, al sur del país (la segunda de Filipinas en tamaño), en respuesta a un tiroteo en la ciudad de Marawi entre un importante dispositivo policial y miembros del grupo fundamentalista islámico denominado ‘Grupo Maute’. Pocos días más tarde empezarían los bombardeos aéreos y de la artillería terrestre y, para el final de los combates, el 17 de octubre, el centro de la ciudad había quedado destruido y más de 400.000 personas fueron desplazadas. Al menos 1.500 civiles perdieron la vida durante los enfrentamientos y hoy en día sigue habiendo 300.000 personas que no pueden acceder a la ‘zona cero’ y cuyas tierras han sido incautadas por el ejército. Centenas de personas fueron arbitrariamente arrestadas y continúan detenidas, sin el debido proceso.

En noviembre de 2017, el presidente Duterte rompió, unilateralmente, las conversaciones de paz con el Frente Democrático Nacional de Filipinas, emitiendo una orden de arresto contra sus ‘consultores de paz’, y además amenazó con bombardear remotas escuelas populares indígenas. En los últimos 15 años, los pueblos indígenas de Mindanao han venido organizando sus propias escuelas para educar a los niños poniendo énfasis en la agricultura sostenible, puesto que el Gobierno nunca se molestó en hacerles llegar educación. De 226 escuelas en esta red, 58 fueron cerradas, y muchas otras se han visto seriamente perturbadas por el asesinato de docentes y estudiantes a manos de paramilitares, además de la ocupación temporal de los locales por parte del ejército.

Crímenes contra la humanidad y crímenes de guerra

En cuanto a los derechos colectivos definidos en diversos convenios de las Naciones Unidas, el pueblo filipino ha sufrido niveles de pobreza superiores al 70% y un desempleo real superior al 30%. El desempleo juvenil se sitúa en el 46% y el 40% de esos jóvenes desempleados son diplomados universitarios. La emigración como trabajador contractual es la opción mayoritaria y un elevado número de trabajadoras del hogar migrantes filipinas son explotados en los países del Golfo y de Oriente Medio. Dentro del país, los trabajadores ven denegado su derecho de sindicalización y negociación colectiva, por una viciosa combinación de restricciones legales y violencia directa contra los piquetes de huelga, manifestaciones y hacia líderes individuales.

Bajo la presidencia de Duterte se han perdido 1,8 millones de puestos de trabajo en el sector agrícola. El acaparamiento de tierras es un importante impulsor de conflictos de clase. Duterte ha impuesto un nuevo programa fiscal denominado TRAIN que incluye reducciones del impuesto sobre la renta de las personas físicas, pero un importante incremento de los impuestos indirectos, lo que ha tenido consecuencias devastadoras sobre los más pobres. Prácticamente el 80% de los ingresos fiscales de TRAIN revierten en el programa de infraestructura estatal “Build, Build, Build” (construir, construir, construir), que se apoya en asociaciones público-privadas, mientras que los presupuestos destinados a sanidad y vivienda han sido recortados en un 70%.

El Gobierno de EEUU proporciona a Filipinas 175 millones de dólares USD al año para financiar su principal programa contra los insurgentes, Oplan Kapayapaan (operación Plan de Paz), de los que 12 millones de USD se destinan a la campaña antidrogas. El país está de hecho dominado por intereses empresariales y geopolíticos estadounidenses, denegando así al pueblo filipino su derecho a la autodeterminación.

El IPT ha reunido las pruebas necesarias para que pueda iniciarse un proceso judicial real en cualquier jurisdicción que esté dispuesta a estudiar casos de crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra.

La participación de un jurado compuesto por eminentes figuras en el IPT, y la credibilidad de las asociaciones jurídicas que convocaron la audiencia del Tribunal, deberían derivar en que estas opciones sean seriamente consideradas en Europa y Norteamérica, así como por parte de la Corte Penal Internacional (CPI).

El Parlamento Europeo, el Congreso de EEUU y los parlamentos canadiense y australiano tendrán asimismo la oportunidad de revisar su ayuda y cooperación militar y económica con Filipinas, tomando en cuenta esta reciente información respecto a la abominación en términos de derechos humanos que están financiando.

La movilización de la comunidad internacional, solidarizándose con el pueblo filipino –contra la Administración Duterte y contra el apoyo del presidente Trump a esta Administración–, es uno de los principales objetivos del IPT. Los sindicatos tendrán un importante papel que desempeñar.

Ahora, lo que el pueblo filipino necesita es recibir un mayor apoyo internacional de parte de la sociedad civil –a todos los niveles– y los gobiernos, puesto que son ellos quienes, en última instancia derrocarán a Duterte. El veredicto de culpabilidad, que se produjo poco antes del aniversario de la declaración de la Ley Marcial por Marcos, el 21 de septiembre, ha supuesto un enorme apoyo moral para los demócratas filipinos de todas las tendencias.