¿Puede la tecnología renovar la democracia? Sí, pero solo con innovación política

Tecnología para luchar contra la corrupción, el Internet de las cosas y administraciones públicas totalmente accesibles desde un móvil, entre otros, facilitarán en breve la relación entre gobiernos y ciudadanos. Concebida hasta no hace mucho para frenar la desafección ciudadana, la democracia digital se centraba en las herramientas pero no en la iniciativa política ciudadana. Algo que se advirtió, por ejemplo, con la Comisión de Violencia de Género del parlamento británico y su encuesta –de marzo de 2000– a supervivientes. Muchos de los mensajes dejados por las 199 participantes criticaban la falta de seguimiento de los parlamentarios.

Estos se defendieron argumentado que “no pudieron proporcionar respuestas inmediatas a las preguntas ni leer todas las aportaciones debido a cuestiones de tiempo”. Algunos señalaron su preocupación por el formato, en línea, ya que éste, señalaron, “podría haber dado la impresión –a las participantes– de que recibirían una respuesta inmediata a los problemas o preguntas planteados”.

A principios de este siglo, el descenso de los niveles de participación ciudadana en EEUU, incluso en elecciones, era preocupante, siendo uno de los temas centrales en el encuentro de la Asociación Estadounidense de Ciencia Política de 2002. En este marco, la profesora de política comparada de Harvard Pippa Norris habló de un “Ave Fénix democrático” de la mano de una generación menos dispuesta que sus padres y abuelos a canalizar su energía política en organizaciones de participación tradicionales como partidos, iglesias o sindicatos y más a hacerlo “a través de una variedad de actividades específicas de libre elección, contextuales y ad hoc; y crecientemente vía nuevos movimientos sociales, activismo por Internet y redes de política transnacionales”. Las “agencias, canales y objetivos” no sólo se han diversificado, sino que han evolucionado desde la época de posguerra, concluyó la politóloga.

En 2011, con la Primavera Árabe, el 15M y Occupy Wall Street, eclosionó la tecnopolítica, es decir, el uso de herramientas tecnológicas concebidas por y para la acción política. Según Antoni Gutiérrez-Rubí, autor de Tecnopolítica, una de las razones por las que la ésta puede ser un factor de renovación política es que la tecnopolítica, más allá de “hacer posible y más fácil la participación y la deliberación a gran escala” tiene una “la capacidad de reconvertir a los militantes, simpatizantes o votantes en activistas. (…) La tecnopolítica puede cambiar las ecuaciones. Voces que son redes, palabras que son hilos, personas que son comunidades”.

Cuando los ciudadanos incorporan su agenda a la agenda política

En Islandia, la crisis generada por la quiebra de los tres mayores bancos privados supuso una oportunidad para la democracia digital. En medio de las protestas, los programadores Gunnar Grímsson y Róbert Bjarnason lanzaron Your Priorities (Tus Prioridades), una web donde los ciudadanos compartían propuestas de leyes y medidas presupuestarias en un momento de profunda desconfianza en sus instituciones. Cuando la iniciativa se consolidó en Better Reykjavík consiguieron influir en el ciclo de vida político: en siete años el ayuntamiento de esta ciudad ha aprobado 800 iniciativas ciudadanas.

“Es una herramienta sumamente importante, no solo en la democracia local, sino en el concepto de democracia en un país que siente que el sistema le falló completamente”, afirma la diputada Birgitta Jónsdóttir en un documental sobre el proyecto.

Madrid sigue los pasos de Reikiavik. Su plataforma de participación ciudadana, Decide Madrid, recibió el Premio al Servicio Público de la ONU 2018 por “establecer modelos de gobernanza más abiertos, transparentes, participativos e inclusivos”. Quito, La Valeta y Turín son algunas de las ciudades que usan CONSUL, un software libre que permite plantear debates, propuestas, votaciones y presupuestos y legislación participativos. Los ciudadanos pueden incorporar su agenda a la de la política y no limitarse a reaccionar a la oferta institucional.

Como afirman los creadores de LATINNO, la mayor base de datos sobre innovaciones democráticas en América Latina, “no se trata de incluir a más ciudadanos en el proceso político”, sino de lograr mediante la participación ciudadana “que los gobiernos tengan mayor capacidad de dar respuesta a las demandas ciudadanas, que las instituciones sean más responsables respecto de sus acciones, fortalecer el Estado de derecho y promover la igualdad social”.

Proposición ciudadana versus decisión parlamentaria

“En democracia, los grupos de interés ciudadano no son mecanismos decisorios sino de proposición. La inteligencia colectiva y las herramientas de decisión bottom-up (de abajo arriba) articulan el componente democrático de la iniciativa política, pero no el de la decisión”, explica a Equal Times Yago Bermejo, responsable de proyectos de Inteligencia Colectiva para la Democracia del madrileño MediaLab-Prado. “Por eso, la legitimidad de las decisiones es otra capa en la que estamos trabajando”, matiza. Algo que sucede cuando las propuestas surgidas de la colaboración abierta distribuida (o crowdsourcing) chocan con otros intereses.

En plena crisis y pese al respaldo de un millón y medio de firmas, el Parlamento español rechazó la Iniciativa Legislativa Popular (ILP) impulsada por la Plataforma de Afectados por la Hipoteca sobre la dación en pago y paralización de desahucios. Una segunda ILP sobre emergencia habitacional también fue rechazada en la Asamblea de Madrid en 2017. “Son necesarios mecanismos de democracia directa como los existentes en Suiza o en algunos estados de EEUU y de Alemania (iniciativas ciudadanas vinculantes) para no depender (únicamente) de los representantes políticos”, afirma Bermejo al recordarlo.

La irrupción de la tecnología en la esfera pública ha espoleado nuevas demandas civiles como el derecho a la transparencia y el derecho al acceso a la información pública.

“Dentro de la UE, los estonios son de los que más confían en su Gobierno e instituciones públicas”, afirma a este medio Kristina Reinsalu de e-Governance Academy. “En 2001 se aprobó la Ley de Información Pública, bastante revolucionaria en ese momento, ya que requería que todas las instituciones publicaran todo en línea. La transparencia y el acceso a la información que antes se mantenía ‘escondida’ o ‘en secreto’, aumentaron el nivel de confianza de los ciudadanos”, afirma, en referencia a los años de ocupación soviética.

“Este es, por fin, nuestro Gobierno, ¿por qué no deberíamos confiar en él? Ceder nuestros datos al Estado, nos hace, probablemente, mucho más abiertos que en otros países. Es algo que consideramos útil si, a cambio, obtenemos servicios electrónicos mucho más cómodos y adecuados a nuestras necesidades”, argumenta. “Por supuesto que el Estado debe proteger los datos y la privacidad”, puntualiza la investigadora estonia.

“Pese a lo impresionados que están con nuestra Sociedad Digital y nuestro uso de Blockchain, en Alemania dicen que sería imposible debido a la transferencia de datos. No lo entendemos. Si, voluntariamente, damos a Google y Facebook nuestros datos, la actitud estonia es ‘¿por qué no deberíamos esperar que nuestro Gobierno hiciera con nuestros datos algo que nos beneficiara?’”, se pregunta Reinsalu.

Diplomacia digital, gigantes tecnológicos y ‘poder blando’

La tecnología gana terreno en lo local y en lo nacional, pero también en la política exterior. En este sentido, es indicativo que, algunos países como Japón y Corea del Sur, con el fin de aumentar su ‘poder blando’, hayan invertido cifras millonarias en compañías del sector tecnológico, liderado por EEUU. El Gobierno de Arabia Saudí, por ejemplo, invirtió 3.000 millones de dólares USD en Uber.

Además, el cada vez mayor peso económico de empresas del sector tecnológico o del comercio electrónico, como Amazon, las convierte en poderosos actores políticos. Sirva como ejemplo la intervención de esta firma en la campaña No Tax On Jobs contra un impuesto (que le afectaba desproporcionadamente, adujo, y que consiguió tumbar) con el que el ayuntamiento de Seattle planeaba financiar la vivienda pública y atajar así el incremento de personas sin hogar.

Una respuesta puede ser la que ha dado Dinamarca al nombrar al primer Embajador Tecnológico del mundo, Casper Klynge. “En lugar de ministerios como el de Exteriores o Transporte, nuestros interlocutores son las grandes empresas tecnológicas, no solo en Estados Unidos y la UE, sino en todo el mundo”, cuenta a Equal Times.

Con sedes en Copenhague, Pekín y Silicon Valley, Klynge reconoce que su presencia en este último enclave es para “vigilar” lo que estas compañías hacen con el fin de “proteger mejor los derechos de nuestros ciudadanos”, sin olvidar a las tecnológicas asiáticas, “cada vez más grandes y poderosas”, algunas de ellas con “una ética y una aproximación respecto a su responsabilidad de cara a la sociedad muy cuestionables”, advierte.

“La tecnología va a ser increíblemente importante y va a influir enormemente en los asuntos globales, por eso actuamos políticamente en ella”, asegura. “Una parte clave de esta iniciativa es crear, por así decirlo, una coalición de países, empresas, sociedad civil, con visiones similares. Voces optimistas sobre lo que la tecnología puede hacer, pero que también prestan atención a los desafíos por venir”.

Según este embajador tecnológico, “que la sociedad civil se sume es crucial. De hecho, es algo que ya ocurre en áreas como la cooperación al desarrollo; no hay más que ver cómo desarrollamos la cooperación alrededor del mundo. Pues eso es exactamente lo que tratamos de hacer aquí”.

This article has been translated from Spanish.