Las trabajadoras y su insospechado poder de movilización social

Llevan un chaleco amarillo, controlan el tráfico en las rotondas, hablan de su vida cotidiana, luchan. Enfermeras, cuidadoras de personas dependientes o niñeras, ellas también se han puesto la prenda fluorescente para rasgar así el velo que normalmente oculta de la vista del público a estas trabajadoras entre bastidores. Mujeres y asalariadas, con doble jornada laboral y modestos ingresos, cargan con todo el peso de la deteriorada estructura del Estado de bienestar francés.

Y con razón, los sectores mayoritariamente femeninos: la educación, la sanidad, el trabajo social o la limpieza constituyen la piedra angular invisible de las sociedades liberales, y al mismo tiempo su salvaguarda. La interrupción de estos servicios básicos paralizaría todo un país. ¿Quién se ocuparía entonces de las personas dependientes, de los bebés, de la limpieza, de los niños? […] A fuerza de constreñir los medios de estas trabajadoras con reconocida capacidad de aguante, al tiempo que la demanda aumenta, la situación acaba reventando. […]

La figura del minero o del trabajador de una cadena de producción, padre de familia a la que mantiene con su sueldo, ha simbolizado con tanta fuerza a la clase obrera durante el siglo XX que aún hoy se siguen asociando a las clases populares con los hombres. ¿Quién piensa espontáneamente en las trabajadoras cuando se habla de proletariado? Es verdad que los obreros, relegados desde hace tiempo por los medios de comunicación a la galería de las especies sociales desaparecidas, siguen representando por sí solos más de una quinta parte de la población activa.

Pero la feminización del mundo laboral constituye una de las transformaciones más radicales de los últimos 50 años, sobre todo en la base de la pirámide social.

En Francia, las trabajadoras representan el 51% del sector asalariado popular, compuesto por obreros y empleados; en 1968 la proporción era del 35%. Desde hace medio siglo, el número de empleos desempeñados por hombres apenas ha variado: 13,3 millones en 1968, frente a 13,7 millones en 2017; mientras que los empleos ocupados por mujeres han pasado de 7,1 millones a 12,9 millones. Es otras palabras, la casi totalidad de la mano de obra contratada desde hace 50 años es femenina –en condiciones más precarias y por un sueldo una cuarta parte inferior–. […]

¿Es posible una unión del proletariado femenino de los servicios?

Mientras que en el siglo XIX el auge del proletariado industrial determinó la estrategia del movimiento obrero, el prodigioso desarrollo de los servicios básicos de predominancia femenina, su poder potencial de bloqueo y la aparición de conflictos sociales victoriosos no han conseguido de momento una traducción política o sindical.

Pero, bajo semejante presión, la corteza se agrieta y se plantean dos preguntas. ¿En qué condiciones podrían estos sectores desplegar su insospechado poder? ¿Pueden organizarse en un grupo que conjugue fuerza y número, forjar una alianza social capaz de poner en marcha iniciativas, imponer su relación de fuerzas y movilizar en torno a ella a otros sectores?

A primera vista la hipótesis parece extravagante. Las trabajadoras de los servicios básicos forman una nebulosa de estatus dispersos, de condiciones de trabajo y de vida heteróclitas, de lugares de trabajo alejados. Pero, al igual que la ausencia de unidad interna no ha impedido al movimiento de los “chalecos amarillos” unirse, lo que divide al proletariado femenino de los servicios resulta ser menos determinante que los factores de agregación, empezando por la fuerza del número y por un adversario común. […]

En primer lugar, la propia naturaleza de los servicios de asistencia personalizada, de la atención sanitaria, del trabajo social y de la educación, implica que estos empleos no solo son indispensables sino también no deslocalizables y poco automatizables, puesto que exigen un contacto humano prolongado y una atención particular adaptada a cada caso.

En segundo lugar, todos esos sectores sufren las políticas de austeridad; ya sea en la escuela o en la residencia de la tercera edad, sus condiciones laborales se degradan y los conflictos se van gestando. Y, por último, gozan de buena reputación entre una población que puede imaginarse vivir sin altos hornos, pero no sin escuelas, hospitales, guarderías o residencias de mayores.

Esta configuración única dibuja los contornos de una coalición social potencial que agruparía al proletariado de los servicios básicos, las profesiones intermedias de los sectores médicosocial y educativo, así como una pequeña fracción de las profesiones liberales, como la enseñanza secundaria.

El meollo del conflicto entre las necesidades colectivas y la exigencia de beneficio

El hecho de que la formación efectiva de semejante bloque se enfrente a multitud de obstáculos quizás se deba a que raramente se ha tratado de superarlos. Pese a la insistencia de las estadísticas, hasta ahora ningún partido, sindicato u organización ha optado por situar en el centro de su estrategia esta plataforma predominantemente femenina y popular, manifestar sistemáticamente sus preocupaciones y defender sus intereses con carácter prioritario.

Y, sin embargo los actores más conscientes y mejor organizados del movimiento obrero agrupados en torno al ferrocarril, los puertos y muelles, la electricidad y la química, saben que las luchas sociales decisivas no podrán depender eternamente de ellos, como se demostró en 2018 en Francia con el conflicto sobre la reforma de los ferrocarriles. Desde hace cuatro décadas han visto cómo el poder político destruye sus bastiones, destroza sus estatutos, privatiza sus empresas y reduce sus plantillas, mientras los medios de comunicación asocian su universo a un pasado superado.

A la inversa, los sectores femeninos de los servicios de asistencia personalizada y de los servicios públicos se ven afectados por una organización a menudo débil y por tradiciones de lucha todavía recientes; pero crecen y ocupan en el imaginario un espacio del cual las clases populares han sido desde hace tiempo expulsadas: el futuro. […]

Además la feminización del trabajo asalariado podría amplificarse aún más. En Estados Unidos, la lista de profesiones con mayores perspectivas de crecimiento publicada por el servicio de estadística del Departamento de Trabajo prevé, por una parte, la creación de empleos típicamente masculinos, como instalador de paneles fotovoltaicos o turbinas eólicas, técnico de plataforma petrolífera, matemático, estadístico o programador; y, por otra, una infinidad de trabajos tradicionalmente desempeñados por mujeres, como la prestación de cuidados a domicilio, auxiliar de enfermería, auxiliar médico, enfermera… […] Frente al millón de empleos de programador informático previstos de aquí a 2026, se calcula que habrá cuatro millones de cuidadoras a domicilio y de auxiliares de enfermería, a quienes se paga cuatro veces menos.

Mejor formadas, pero peor pagadas

[…] El aumento espectacular del nivel de instrucción femenino facilita la movilidad profesional. Esta gran transformación, que ha pasado desapercibida, establece un poco más a las trabajadoras en el centro del sector asalariado. Desde finales del siglo pasado, la proporción de mujeres con titulación superior supera a la de hombres: 56% en Francia, 58% en Estados Unidos, 66% en Polonia, según la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura (UNESCO). […] Los hombres siguen predominando en la investigación, las industrias de prestigio, los cargos de poder y la escala salarial. Pero la universidad está formando ahora a una mayoría de diplomadas susceptibles de ocupar empleos cualificados, pero poco prestigiosos, de la denominada economía de los servicios.

Lo cierto es que este giro no cuestiona la preponderancia masculina en las formaciones relacionadas con las matemáticas, la ingeniería informática y las ciencias puras. Resultado: una barrera de género y de clase se acentúa entre dos polos del mundo económico. Por una parte, el universo femenino, cada vez más cualificado, pero precarizado, donde los servicios médicos, sociales y educativos constituyen el centro de gravedad. Por otra, la burbuja burguesa de la economía especulativa y de las nuevas tecnologías, que domina la economía mundial y en la que el nivel de testosterona bate récords: el 88% de ingenieros informáticos empleados en las jóvenes empresas de Silicon Valley son hombres, al igual que lo son el 82% de los analistas de las salas de tesorería.

Uno de estos dos cosmos, totalmente opuestos, domina al otro, lo aplasta y lo desuella. El chantaje en torno a la austeridad de los “mercados” y la depredación que ejercen los gigantes de la tecnología digital sobre las finanzas públicas a través de la evasión fiscal se traducen en reducciones de plantilla o de recursos en las residencias de la tercera edad, las guarderías y los servicios sociales, con unas consecuencias repartidas de manera desigual.

Al tiempo que su actividad debilita los servicios públicos, banqueros, directivos y promotores emplean a un gran número de trabajadoras del hogar, cuidadores de personas dependientes y profesores particulares.

De manera más general, los hogares de ejecutivos, profesiones intelectuales superiores y dirigentes empresariales recurren masivamente a los servicios domésticos de asistencia personalizada. Ellos serían los primeros afectados si esas mujeres, a menudo procedentes de las clases populares y, en las ciudades, de la inmigración, dejaran de trabajar. ¿Veríamos entonces a profesores de universidad, notarios, médicos y sociólogos feministas explicar a sus empleadas del hogar que han de seguir trabajando en nombre de la obligación moral de la atención y la bondad, virtudes que la dominación masculina ha erigido a lo largo de los siglos como cualidades específicamente femeninas? Por eso la coalición de los servicios básicos […] solo podría constituirse en contraposición a las clases superiores que los emplean.

Forjar una conciencia colectiva y un proyecto político

[…] Aisladas, fragmentadas, poco organizadas, con una proporción de origen migrante superior a la media, las trabajadoras de los servicios de asistencia personalizada o de la limpieza acumulan las formas de dominación. Pero sobre todo, la suma de todas ellas no constituye un grupo. Transformar la coalición objetiva de las tablas de estadística en un bloque movilizado requeriría una conciencia colectiva y un proyecto político. […]

Hay dos temas que podrían contribuir a ello.

El primero es la centralidad social y económica de este grupo. Tanto las estadísticas nacionales como los medios de comunicación contribuyen a que las trabajadoras asalariadas de los servicios básicos permanezcan invisibles en el ámbito de la producción. El discurso político remite los cuidados, la sanidad y la educación a la noción de “gasto”, mientras que estas profesiones “relacionales” se asocian generalmente a cualidades supuestamente femeninas de atención, consideración y empatía. […] Asimilar los servicios básicos a “costes”, evocar estas buenas acciones realizadas por mujeres devotas, en lugar de la riqueza que generan estas trabajadoras, permite eludir la identidad fundamental de las auxiliares de enfermería, cuidadoras de personas dependientes o maestras: la de productoras.

Producir una riqueza emancipadora que siente las bases de la vida colectiva es un germen en torno al cual podría cristalizar una conciencia social.

El segundo tema es una reivindicación común al conjunto de los asalariados, pero que se expresa con una intensidad propia de una urgencia: conseguir los medios para poder hacer bien su trabajo. La atención a veces distraída del público con respecto a las condiciones laborales de los trabajadores ferroviarios y de los estibadores se convierte en preocupación, o incluso en revuelta, cuando se trata de reducir el tiempo de aseo de un padre dependiente, de cerrar una sala de maternidad en una zona rural o de dejar que un equipo reducido se ocupe de enfermos mentales. […] Aunque de apariencia amable, la reivindicación de los medios necesarios con los que poder realizar un trabajo en buenas condiciones resulta muy ofensiva. Satisfacerla es cuestionar la austeridad, la idea de que se puede seguir haciendo más con menos, el aumento de productividad logrado a costa de la salud de los asalariados. […]

La dominación masculina “desgarra el tejido social”, mientras que el rol de las mujeres teje la vida colectiva

Además de lograr el prodigio de organizarse, la coalición de los servicios predominantemente femeninos tendría como misión histórica, respaldada por el movimiento sindical, reunir al conjunto de las clases populares, y en particular su componente masculino diezmado por la globalización y en ocasiones tentado por el conservadurismo. Este último aspecto no es en absoluto una fatalidad.

Por lo general se considerará irrealista asignar a estas trabajadoras que acumulan todas las formas de dominación un papel de agente histórico y una misión universal. Pero decididamente los tiempos no sonríen a los realistas que en 2016 consideraban imposible la elección de Donald Trump a partir de una estrategia simétricamente inversa: establecer una coalición entre un segmento masculino de las clases populares afectadas por la desindustrialización, y la burguesía conservadora y las clases medias no diplomadas.

Encantados con este hallazgo, la voluntad de medios de comunicación y políticos sería reducir la vida de las sociedades occidentales al antagonismo que opondría en lo sucesivo a las clases populares conservadoras, masculinas, anticuadas, incultas y racistas que votan a Trump, a Benyamin Netanyahou o a Viktor Orbán, y a la burguesía liberal culta, abierta, distinguida, progresista que da sus votos a las formaciones centristas y centrales que encarna Macron.

Frente a esta cómoda oposición, que oculta la pasión que comparten los dirigentes de ambos bandos por el capitalismo de mercado, el sector asalariado femenino de los servicios básicos pone de relieve otro antagonismo.

Este sitúa de un lado de la barrera social a los patrones-informáticos de Silicon Valley y a los altos ejecutivos de las finanzas, hombres, diplomados, liberales. Saqueadores de recursos públicos e invasores de paraísos fiscales, crean y venden servicios que, según el ex vicepresidente responsable del crecimiento de audiencia de Facebook, Chamath Palihapitiya, “desgarran el tejido social” y “destruyen el funcionamiento de la sociedad”.

Del otro lado de la barrera se agrupan las clases populares con base femenina, punta de lanza de los asalariados, productoras de servicios que tejen la vida colectiva y reclaman una socialización creciente de la riqueza.

La historia de su batalla empezaría así:

“¡Exigimos los medios necesarios para poder hacer bien nuestro trabajo!”. Desde hace semanas, las cuidadoras de personas dependientes, puericultoras, auxiliares de enfermería, enfermeras, docentes, limpiadoras y empleadas administrativas habían advertido que, de no verse satisfechas sus reivindicaciones, se declararían en huelga. Y fue como si la cara oculta del trabajo saliera a la luz. Los directivos y profesionales liberales, las mujeres primero y después los hombres, a regañadientes, tuvieron a su vez que abandonar sus puestos para ir a ocuparse de sus padres dependientes, de sus bebés, de sus hijos.

El chantaje afectivo fracasó. Parlamento, oficinas y redacciones se vaciaron. Durante su visita a una residencia de la tercera edad, el primer ministro explicó de manera sentenciosa a una huelguista que un minuto es suficiente para cambiar un pañal; y que diversos estudios lo demostraban. Ante la mirada que esta le lanzó, todos comprendieron que dos mundos se enfrentaban. Tras cinco días de caos, el Gobierno capituló. Las negociaciones sobre la creación del Servicio Público Universal se entablaron con una correlación de fuerzas tan potente que el movimiento se ganó el nombre de “segundo frente popular”: el de la era de los servicios.

This article has been translated from French.

Le Monde Diplomatique publicó anteriormente una versión larga de este artículo, en la edición de enero de 2019. Publicación con la autorización de la Agence Global.