El tiempo malvendido: la otra cara de la precariedad

El tiempo malvendido: la otra cara de la precariedad

“All workers have the right to rest, leisure and reasonable limitation of working hours,” establishes Article 24 of the Universal Declaration of Human Rights. And when it says ‘leisure’, it is referring to free time, time without commitments, be they work-related or social.

(Roberto Martín)

El tiempo es lo más parecido a una caja de tornillos. Pura mercancía. Lleva siendo así desde el día en que los relojes bajaron de los campanarios y se instalaron en las fábricas.

Vendemos tiempo al patrón, pagamos con tiempo la luz, la comida, las deudas, los caprichos. Por eso el tiempo no se pierde: se malgasta o se malvende. A veces, a cambio de un salario insuficiente. Otras, a cambio de jornadas laborales frágiles, imprevisibles, intermitentes, difícilmente conciliables con la vida, con el resto de la vida.

La encuesta de 2019 sobre las condiciones del trabajo de la OIT deja claro cómo este mercado laboral post crisis ha confundido ‘flexibilidad’ con sumisión. El número de contratos atípicos –aquellos con jornadas fragmentadas, por días o por horas, en horarios discontinuos– casi alcanza ya al de contratos estándar (en Europa suponen el 41%) y las ‘jornadas asociales’ –las que se hacen durante la noche o los fines de semana– son impuestas sin discusión. El tiempo se ha depreciado, ha perdido valor, sin saber cómo ha acabado en el cajón de los saldos. Dos cajas de tornillos por el precio de una.

“La precariedad en términos de tiempo ha aumentado y ésta se caracteriza por la dificultad para predecir tu horario laboral. La gente que tiene muy poco poder sobre su tiempo no puede planificar su vida y eso les afecta al sueño, a la comida, a la salud, aumenta el conflicto en la familia”, explica Tomás Cano, sociólogo e investigador en la Universidad Goethe de Frankfurt.

Seis de cada diez trabajadores europeos no pueden elegir ni cambiar su horario, dice la encuesta de la OIT. Una cuarta parte sigue trabajando en su casa, durante su tiempo libre, dice también. Con la tecnología se ha borrado definitivamente la frontera entre lo laboral y lo privado y, con ello, el tiempo se ha abaratado todavía más.

“Cada vez trabajamos más con el móvil, el portátil, la tablet. Se difuminan las líneas de comienzo y final del trabajo hasta el punto de que estamos permanentemente enganchados”, alerta José Varela, responsable de digitalización del trabajo en el sindicato español UGT. El extremo son las plataformas digitales como Uber o Deliveroo donde “la disponibilidad es absoluta”, insiste Varela, “no tengo jornada laboral porque toda mi vida es laboral”.

Otro ejemplo son los contratos de “cero horas” popularizados en Reino Unido por empresas como Amazon o McDonald’s. En ellos no se especifica el número de horas, ni los días, ni los turnos. El trabajador debe suspender la vida a la espera de una llamada de teléfono. Eso o el desempleo –argumentan sus defensores–, una injusta elección.

Toda persona tiene “derecho al descanso, al disfrute del tiempo libre y a una limitación razonable de la duración del trabajo”, establece el artículo 24 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos. Y donde dice “libre” se refiere a un tiempo sin obligaciones, ni profesionales ni sociales.

Es decir, a las 24 horas del día resta el trabajo pagado y el no pagado (como las tareas del hogar y el cuidado de la familia), el cuidado personal (que incluye el descanso, la comida y el aseo) y el tiempo que necesitas para trasladarte. El tiempo que queda es el tiempo libre. Pero, ¿cuánto queda?

El tiempo desigual

El tiempo es el único recurso del que todos disponemos gratuitamente y en la misma cantidad. Pero el uso y el control que se hace de él nunca es democrático. Cristina García, profesora de sociología en la Universidad Autónoma de Madrid establece cuatro categorías:

Quienes disponen de mucho dinero y mucho tiempo. Algo poco frecuente.

Quienes tienen mucho dinero y poco tiempo. Estos pueden permitirse comprar el tiempo que les falta, por ejemplo delegando el trabajo doméstico y de cuidados en otras personas.

Quienes tienen mucho tiempo y poco dinero, como los jubilados y desempleados. En realidad es un tiempo no deseado porque carecen de las condiciones para disfrutarlo.

Quienes tienen poco tiempo y pocos ingresos. En ellos, el déficit de tiempo es total, viven permanentemente en números rojos.

“Esta última situación es la característica que más hemos visto en los últimos años”, explica la socióloga. “Y no se trata solo de la cantidad de tiempo disponible, sino de la calidad. No es lo mismo tener tiempo para uno mismo que un tiempo libre contaminado porque estás pendiente del móvil, del trabajo, de los niños. La persona tiene que ser autónoma y soberana sobre su tiempo”.

Hay factores que predisponen para entrar en esta cuarta categoría: ser joven, tener bajo nivel de estudios, no tener pareja, tener hijos (los padres con niños pequeños trabajan entre una y dos horas más al día que el resto) y sobre todo ser mujer.

“Estructuralmente, las mujeres hemos estado siempre condenadas a la pobreza de tiempo, sobre todo desde el momento en que hemos asumido papeles públicos sin modificarse casi nuestros papeles privados”, asegura Maria Ángeles Durán, investigadora del CSIC (Consejo Superior de Investigaciones Científicas), especializada en el análisis del trabajo no remunerado.

Las mujeres todavía asumen el 65% de la carga doméstica (según un estudio de la Universidad de Oxford) y aunque el reparto del hogar y los cuidados comienza a ser más equitativo (en 1960 las mujeres asumían el 85%), ellas aún dedican una media de 4,24 horas diarias a estas tareas no pagadas. Ellos 2,15. Ellas gastan 657 horas al año en preparar alimentos, ellos 127. Ellas disfrutan de entre 4 y 5 horas de tiempo libre al día, ellos entre 5 y 5 horas y media. La desigualdad sigue siendo evidente.

En 2011 la consultora Nielsen preguntó a mujeres de 21 países sobre sus condiciones de vida. Todas percibieron más igualdad, pero al mismo tiempo reconocieron padecer mucho más estrés a causa de esta “doble jornada”. Y, como advierte Durán, todavía puede ir a peor. “La necesidad de producir cuidados va a aumentar en lugar de disminuir, tenemos mucha población mayor y los servicios públicos no son suficientes. En el futuro aparecerán clases sociales nuevas como el ‘cuidatoriado’, dedicado básicamente a cuidar 24 horas/365 días y si no se remedia serán siempre mujeres”.

Humanizar el tiempo

“Desde las administraciones se pueden tomar medidas. Lo primero es poner el tema en la agenda del debate público”, afirma Álvaro Porro, comisionado de Economía Social en el Ayuntamiento de Barcelona. Esta institución fue pionera al crear en 2004 la primera Concejalía del Tiempo cuya misión era humanizar los horarios y facilitar la conciliación a través de un Pacto que se ha renovado en 2017.

Éste incluye adaptar los servicios públicos al horario de las familias –los servicios sociales, las guarderías, los servicios de apoyo a personas cuidadoras–, pero también sensibilizar a las empresas y premiar sus buenas prácticas. Ahí es donde está lo difícil. Como señala el comisionado, “el Pacto del tiempo es voluntario. No se puede obligar a las empresas, para eso habría que tocar la legislación estatal y europea”.

Según José María Fernández-Crehuet, miembro de la Comisión para la Racionalización de los Horarios en España, las empresas pueden tomar muchas medidas para flexibilizar ‘de verdad’ el trabajo –es decir, en beneficio de la conciliación– con “jornadas más compactas, bolsas de horas libres, teletrabajo. Todo lo que favorezca la conciliación, hace que aumente el rendimiento”, insiste.

Desde los movimientos sindicales apuestan por medidas más ambiciosas como la reducción del horario de trabajo.

“Lo primero sería bajarlo de 40 a 32 horas semanales con ocho horas de formación”, apunta José Varela de la UGT. Más adelante –dice– tendríamos que aprovechar las ventajas de la automatización para que todos trabajemos menos. Que la vida laboral ocupe menos del 40% de la vida biológica.

El objetivo es seductor pero sigue sin resolver el problema del trabajo no remunerado, lamenta Ángeles Durán; además de un Pacto del tiempo, hace falta un “pacto social” entre hombres y mujeres.

Tiempo ¿para qué?

Una cuarta parte de los europeos se queja de no tener tiempo, sin embargo esos mismos reconocen luego dedicar hasta tres horas diarias a ver la televisión. Según las últimas encuestas (del Instituto Nacional de Estadística de España), hemos recortado el tiempo de la vida social y aumentado el que invertimos en informática (redes sociales, internet, videojuegos). El tiempo no solo se malvende, también se malgasta.

“A veces tenemos menos tiempo por factores externos que no controlamos, a veces porque nosotros mismos perdemos el control. Gestionamos el tiempo de manera poco correcta”, advierte Nuria Codina, psicóloga social.

El problema, como explica Jaime Cuenca, filósofo e investigador sobre ocio y desarrollo humano, es que seguimos sin entender lo que significa el ocio, no nos han educado para ello. Por eso, “lo subordinamos al mundo del trabajo”. El tiempo libre se ve como un tiempo sobrante para recuperar fuerzas o para la evasión. “No como un tiempo liberador”.

Al revés, el poco tiempo libre de que disponemos también se ha vuelto frágil, intermitente, precario. Momentos efímeros que salpican la jornada mientras vemos una serie en el trayecto de autobús o revisamos las redes sociales de camino a casa. Ni siquiera se puede hablar de ocio como tal, sino de ‘burbujas de ocio’. “Igual que no estamos en la época del empleo para toda la vida, tampoco del hobby para toda la vida. No es posible el desarrollo de destrezas en un mundo de burbujas que explotan constantemente”, asegura Cuenca.

Pero el ocio –el de siempre, sin burbujas– sigue haciendo falta. “El tiempo libre es muy beneficioso, pero sólo si sabemos hacer un uso crítico y reflexivo”, advierte la psicóloga social, “muchas personas cuando disponen de tiempo acaban haciendo sólo aquello que le propone la sociedad de consumo. Ellos no eligen tampoco”.

This article has been translated from Spanish.