La sangrienta guerra contra las drogas en Filipinas se extiende por toda la región, desde Indonesia y Bangladés a Sri Lanka

En Asia, la retórica y las medidas antidrogas están afianzándose entre los líderes elegidos democráticamente que ignoran, quizá deliberadamente, las implicaciones que tendrían para el ámbito de los derechos humanos. Primero fue el sudeste asiático; ahora es el sur de Asia el que se suma a dicha tendencia.

El año pasado, antes de las elecciones nacionales, la primera ministra de Bangladés, Sheikh Hasina, inició una ‘guerra contra las drogas’, autorizando a los efectivos policiales a que usaran la fuerza contra los presuntos narcotraficantes. En menos de un mes, 86 personas fueron asesinadas. Actualmente se calcula que el número de víctimas mortales asciende a más de 400 personas y el de detenidos a más de 25.000, según Al-Jazeera. Además, a principios de este año, Sri Lanka decidió restablecer la pena de muerte alegando que lo hacía para poder ejecutar a los delincuentes relacionados con la droga. Esta semana, Amnistía Internacional pidió al Gobierno que no ejecutara –en el marco de la funesta iniciativa Semana para la Erradicación de la Droga (del 21 de junio al 1 de julio)– a prisioneros que se encuentran actualmente en el corredor de la muerte.

“Son vagos en su modo de gobernar e intentan convencer a la gente de que los líderes políticos están abordando el asunto”, afirma Meenakshi Ganguly, directora para el sur de Asia de la organización Human Rights Watch. “En lugar de centrarse en las tareas difíciles –como reformar el sistema judicial penal, permitir a la policía identificar a los delincuentes y proteger a las víctimas– parece que los líderes políticos creen que amenazar a los delincuentes con ejecutarles en la horca les va a disuadir”.

¿Y cuál fue la fuente de inspiración de estos dos países? Filipinas. Desde que el presidente Rodrigo Duterte fue elegido en 2016, este país asiático ha iniciado una guerra contra las drogas de una violencia inusitada la cual, según los últimos datos, ha provocado 20.000 muertes.

El primer indicio de que otros países imitarían la estrategia de Duterte se pudo observar en la vecina Indonesia. Después de que el presidente Joko ‘Jokowi’ Widodo describiera las drogas como “el problema número uno” de Indonesia, autorizó dos series de ejecuciones de personas implicadas en el narcotráfico. Asimismo, en 2017 aumentaron drásticamente las ejecuciones extrajudiciales perpetradas por el grupo policial responsable de la lucha contra el tráfico de estupefacientes. Los últimos acontecimientos en Bangladés y Sri Lanka han suscitado temores de que el uso de la violencia ejercida por el Estado contra presuntos narcotraficantes podría estar extendiéndose al sur de Asia, donde tendría un impacto enorme y negativo en el ámbito de los derechos humanos y del Estado de derecho.

“Es horrible ver cómo algunos gobiernos han decidido copiar las medidas de Duterte”, se lamenta Omar Waraich, subdirector para el sur de Asia de Amnistía Internacional. “Al igual que el presidente filipino, están intentando desesperadamente que el público les perciba como gobernantes duros. Afirman que tienen una solución rápida para establecer la ley y el orden”.

El factor Duterte

Existen pruebas de que el consumo y la accesibilidad a las drogas adictivas se están incrementando en toda Asia. En el sur de Tailandia, el consumo de la metanfetamina de cristal ha ido aumentando progresivamente, convirtiendo su adicción en la principal causa de divorcio en la región. En China, la cifra oficial de consumidores de drogas ha crecido de 150.000 en 1991 a 2,5 millones en 2017. Asimismo, según la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito (UNODC), durante la última década las incautaciones de metanfetamina en pastillas y cristal han aumentado drásticamente en el sudeste asiático.

Dicho incremento ha provocado un interés repentino en las políticas populistas contra las drogas. “Las comunidades suelen mostrar su indignación porque la gran accesibilidad a las drogas recreativas ilegales ha provocado problemas de adicción y quieren que el Estado tome medidas al respecto”, asegura Ganguly.

Filipinas también estaba haciendo frente a este problema. Se publicaron varios informes que revelaban que el consumo de la metanfetamina estaba aumentando en varias zonas de las grandes ciudades como Manila y Cebú. La campaña presidencial de Duterte en 2016 se basó en el éxito que había obtenido como alcalde de Davao al reducir la delincuencia y el consumo de drogas. En aquella época puso en práctica sus tácticas tan polémicas hoy en día, como ordernar el despliegue de escuadrones de la muerte.

Existe una relación directa entre el auge de Duterte y la propagación de las tácticas violentas para luchar contra la droga en Asia. Tanto las autoridades de Bangladés como las de Sri Lanka han manifestado su admiración por los métodos de Duterte. De hecho, el presidente de Sri Lanka, Maithripala Sirisena, anunció su deseo de volver a aplicar la pena de muerte después de una visita a Filipinas y de describir lo que vio allí como “un ejemplo para el mundo entero”. En Bangladés existen claros paralelismos entre la retórica de la primera ministra Hasina y Duterte. La ignorancia sobre las drogas y sobre cómo abordar sus repercusiones sociales, permite el arraigo de dicha retórica.

“A los líderes políticos les ha resultado fácil simplificar los males de sus sociedades achacándoselos a las drogas, debido en gran parte al hecho de que su comprensión sobre este tema no se basa en pruebas ni datos científicos, sino en la moralidad, la ideología y las mentiras”, denuncia Gloria Lai, directora regional para Asia del Consorcio Internacional sobre Políticas de Drogas.

De hecho, la eficacia de las polémicas medidas de Duterte para reducir el consumo o la accesibilidad a las drogas todavía no ha quedado demostrada. El precio de la metanfetamina sigue siendo parecido al de antes de que Duterte tomara el poder y los datos fiables sobre el consumo de drogas no son concluyentes; por otro lado, abundan las pruebas sobre la brutalidad policial y los abusos de poder.

“La campaña homicida de Duterte no ha eliminado las drogas en Filipinas”, explica Waraich a Equal Times. “En sus propias operaciones, la policía ha colocado pruebas falsas en numerosas casas, falsificado informes oficiales sobre varios incidentes y robado pertenencias en domicilios particulares”.

Una guerra contra los pobres y los marginados

Tailandia constituye otro ejemplo preocupante. Aunque no la llevó a cabo de un modo tan sangriento como Filipinas, Tailandia inició una guerra contra las drogas a principios de la década de 2000, debido a la cual encarceló a decenas de miles de personas. Hoy en día, alrededor del 70% de la población reclusa del país ha sido encarcelada por delitos relacionados con las drogas, pero aun así el consumo y la accesibilidad a los estupefacientes siguen siendo elevados. Esto concuerda con los datos de Estados Unidos, donde el consumo de drogas sigue siendo muy alto, a pesar de los años de duras tácticas para luchar contra ellas. Además, varios estudios revelaron que, de hecho, el uso de la pena de muerte como medida disuasoria contra el tráfico y el consumo de drogas contribuye muy poco a reducir la delincuencia. “La pena de muerte constituye una medida simplista para hacer creer a la gente que el gobierno está adoptando medidas serias”, explica Lai.

Asimismo, los observadores de los derechos humanos están seriamente preocupados porque existen pruebas de que las víctimas de la pena de muerte y de los asesinatos extrajudiciales suelen proceder de comunidades pobres y/o marginadas y no son necesariamente individuos que controlen redes criminales. La falta de rendición de cuentas para la policía significa que entre los muertos pueden incluir víctimas que no estén relacionadas con el consumo de estupefacientes, como demuestra el asesinato en 2017 de Kian Loyd de los Santos de 17 años o de opositores políticos. Más de una decena de las víctimas en Bangladés eran activistas del principal partido de la oposición: el Partido Nacionalista de Bangladés.

“Violando las mismas leyes que se supone deberían defender, las autoridades han tomado medidas drásticas basándose en pruebas de lo más endeble para detener a gente sospechosa de comprar o vender drogas, a menudo en barrios pobres”, denuncia Waraich.

A pesar de todas las pruebas, falta el impulso necesario para pasar de unas tácticas basadas en la fuerza y la violencia a una estrategia más basada en la sanidad pública: “Se trata de un simbolismo político a costa no solo de los individuos, sino también de comunidades y sociedades enteras, porque en lugar de invertir en abordar eficazmente los problemas sociales, estos gobiernos han decidido limitarse a distraer a los votantes”, asegura Lai.

Si el objetivo es político, entonces la guerra contra las drogas ha tenido éxito, al menos para sus líderes. En Filipinas, Duterte sigue siendo uno de los políticos más populares de Asia. De manera parecida, en Indonesia, Jokowi ha visto cómo su índice de popularidad aumentaba cada vez que autorizaba una ronda de ejecuciones de supuestos narcotraficantes y no ha sufrido ninguna consecuencia negativa por el aumento de las ejecuciones extrajudiciales.

“Siempre que ha podido, Jokowi ha utilizado cuestiones públicas que se pudieran explotar en una plataforma populista y una de ellas ha sido la de las drogas”, asegura Ricky Gunawan, un abogado indonesio de derechos humanos y director del Instituto Comunitario de Asistencia Jurídica (LBH Masyarakat), con sede en Yakarta (Indonesia).

En Bangladés, el mismo ‘truco’ también ha funcionado bien. El partido de la Liga Awami de la primera ministra Hasina ganó las elecciones en diciembre de 2018 con rotundidad. Obtuvo 288 de los 300 escaños del Parlamento, a pesar de las numerosas acusaciones de fraude electoral. En Filipinas, los aliados de Duterte ganaron por mayoría las elecciones de mitad del mandato por 12 escaños en el Senado.

Mientras los votantes sigan apoyando a políticos que dan prioridad a las políticas populistas por delante de los derechos humanos, es muy probable que la guerra contra las drogas siga cobrándose nuevas víctimas en toda Asia.