Masificación del turismo y cultura del ‘selfie’: cómo preservar la naturaleza y respetar las libertades individuales

Masificación del turismo y cultura del ‘selfie': cómo preservar la naturaleza y respetar las libertades individuales

Since becoming France’s tenth national park in 2012, the Calanques of Southern France have seen a roughly 50 per cent increase in the number of visitors. The Calanque de Sugiton, pictured above, is one of its most popular destinations.

(Benjamin Hourticq)
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Los blancos acantilados calcáreos se alzan como un majestuoso órgano sobre unas aguas que alternan entre el azul intenso y el verde esmeralda. Bajo el cielo mediterráneo, sin una nube, el sol emite sus rayos cambiando las tonalidades conforme avanzan las horas del día. Parece ser el único elemento capaz de modificar el paisaje. Pero basta con adentrarse un poco por las hendeduras de los acantilados, para constatar cómo se transforma ese cuadro idílico de naturaleza salvaje. Colgados sobre las rocas cuan pingüinos al borde del agua, se reparten centenas de veraneantes. Los más previsores llegaron muy temprano para conseguir apenas el espacio que ocupa su toalla en la minúscula playa de guijarros. Las plazas están muy solicitadas en las calas (calanques) de Marsella, en verano.

El Parque Nacional de Calanques, el más reciente de los parques nacionales franceses, instaurado en 2012, atrae cada año a unos tres millones de personas. Desde su creación, la dirección de la entidad pública estima que el número de visitantes se incrementó en un 50%. En este contexto, preservar el entorno natural, primera misión del parque, y permitir que las personas disfruten plenamente del mismo, constituye un reto enorme.

En su Plan de Acción 2017-2021, el Parque Nacional de Calanques subraya que “el creciente número de visitantes obliga a cuestionarse el difícil equilibrio entre las exigencias de acogida del público y la protección del patrimonio”.

Al llegar a la cala de Sugiton, a una hora de caminata desde el primer aparcamiento, las vallas pisoteadas, cuyo objetivo era proteger las zonas frágiles, constituyen la prueba material de la dificultad que esto entraña. “En los itinerarios muy frecuentados, se destruyen diversos hábitats naturales a causa de la excesiva divagación de los visitantes”, explica Didier Réault, presidente del Parque Nacional. Para remediarlo, la estrategia reside en “un mejor control de las puertas de acceso al parque, mediante la presencia física de agentes y la información. Apostamos por la pedagogía, aunque no cabe duda de que no resulta la estrategia más simple”. Entre otras pistas exploradas por el parque están el desarrollo de alternativas al automóvil para acceder al parque o incluso la regulación de la frecuentación a lo largo del año, para evitar los picos de demanda en verano.

La naturaleza debe ser libre y gratuita para todos

¿Pero por qué no restringir drásticamente el acceso? “No pretendemos limitar el acceso del público a un bien que les pertenece. El parque funciona gracias al dinero de los contribuyentes”. Vincent Vlès, urbanista y ecólogo de la Universidad Sabatier de Toulouse, constata que “en Francia, existe la noción de que la naturaleza debe ser libre y gratuita para todos”. Este investigador, que ha efectuado varios trabajos sobre las políticas de conservación de espacios naturales franceses, estima que sería necesario contar con una reglamentación más estricta respecto al acceso a la naturaleza, debido al aumento de la población y el estado general de la biodiversidad. Apunta concretamente a la falta de medios de los gestores de espacios naturales en Francia. “El discurso de los responsables políticos afirma que hay que proteger la biodiversidad y ponerla a disposición del ciudadano, pero a causa de limitaciones presupuestarias, nadie está dispuesto a cubrir los costos. La única manera de conseguirlo sería que el usuario participe, pagando”.

Concretamente, Vincent Vlès toma como ejemplo los parques naturales anglosajones, donde se ha instaurado un sistema de peaje a la entrada, además de una gestión que se apoya en la noción de “capacidad de carga turística” de un territorio. Cuando la afluencia a los parques nacionales estadounidenses empezó a incrementarse de manera importante, durante la segunda mitad del siglo XX, fue cuando sus administradores intentaron establecer los límites de frecuentación admisibles para evitar que se alterasen los ecosistemas.

En concreto, esto se traduce en el trabajo “de los guardas, que apoyándose en bases científicas y en función de las variaciones climáticas y meteorológicas, evalúan la capacidad de carga. En función de la depredación de los ecosistemas, pueden tomar la decisión de limitar ciertos accesos”.

En esos países, la conservación de los espacios naturales está culturalmente madura. El primer parque natural australiano, el Royal National Park, se estableció en 1879, lo que lo convierte en el segundo más antiguo del mundo, detrás del de Yellowstone, creado en 1872 en Estados Unidos. En Nueva Zelanda, el parque nacional Tongariro se instauró en 1887. Son países que globalmente han sabido preservar los ecosistemas de sus espacios naturales excepcionales.

Resistirse a la publicidad viral de lugares paradisíacos

Pero otros están más atrasados, y han tenido que aprender a proteger su medio ambiente en reacción a los daños ocasionados por la masificación del turismo. Es el caso de Tailandia. Según su Ministerio de Turismo, en 2018 el país acogió a 38 millones de visitantes internacionales y se baraja la cifra de 40 millones para 2019. Las playas del sur y sus paisajes paradisíacos atraen gran parte de esos flujos turísticos. Maya Bay, en la isla de Koh Phi Phi, sufrió ya las consecuencias. Sin duda la playa más célebre de Tailandia, se hizo popular con la película La Playa de Danny Boyle, con Leonardo DiCaprio.

Invadida por unos 4.000 turistas al día, el medio ambiente de la bahía resultó gravemente dañado. Los corales quedaron destruidos en gran parte y los tiburones, que solían acudir a reproducirse en sus aguas, abandonaron el lugar. Pero desde junio de 2018, la naturaleza va reconquistando poco a poco su hegemonía. Los tiburones, por ejemplo, han vuelto a poblar las aguas turquesas. Todo ello gracias a la decisión adoptada por el Gobierno de prohibir su acceso a los turistas. Constatando los buenos resultados de la medida, las autoridades decidieron prologar la restricción hasta 2021, cuando inicialmente únicamente debía ser por cuatro meses.

El caso de Maya Bay, un lugar popularizado gracias al cine, resulta representativo de cómo afecta el fenómeno de la publicidad a ciertos espacios naturales, haciendo que se concentre la afluencia. Puede ser el caso de determinados parques naturales o de parajes naturales privilegiados.

“Nos venden que hay que visitar tal o tal lugar cuando, por ejemplo, justo al lado de un parque nacional puede haber lugares maravillosos donde no irá nadie y que acogen una multitud de fauna mucho más importante en temporada alta turística”, explica Raphaël Mathevet, socioecólogo del Centro de ecología funcional y evolutiva de Montpellier.

Para concienciar al respecto, WWF Francia lanzó este verano una campaña para incitar a los usuarios de Instagram a no geolocalizar sus fotos, a fin de limitar la publicidad innecesaria de determinados lugares. Vincent Vlès, que estudió a fondo las claves del turismo, lo explica: “La afluencia excesiva de visitantes a un determinado lugar dependerá esencialmente de una forma de notoriedad y de la imagen que se hacen del mismo los individuos. Existen muchas proyecciones egocéntricas respecto a la idea de dónde conviene estar. Para algunos, se trata de poder decir ‘yo hice eso’. Es una proyección del ego que encontramos también en las redes sociales. Por ejemplo, algunos pueden pensar que, para ser un buen alpinista, es necesario haber escalado el Everest; mientras que un auténtico alpinista sabe que no tiene nada que ver”.

Desafío económico y contaminación a gran escala

El Everest constituye un ejemplo evidente. Este año, Nepal concedió 381 permisos de ascensión: todo un récord, pero que acarrea también consecuencias que van desde atascos y largas filas de espera a lo largo del último tramo para coronar la cumbre, a más de 8.800 metros de altura, a la muerte de varios montañistas amateurs, que no estaban suficientemente preparados para el frío o la falta de oxígeno. Aparte del drama humano, esa afluencia excesiva a la montaña genera una gigantesca contaminación, hasta el punto de que el techo del mundo se conozca también con el sobrenombre nada halagador del ‘basurero más alto del mundo’. En 2018, miembros de la ONG nepalí Sagarmatha Pollution Control Committee, recogieron más de 32 toneladas de desperdicios en las laderas del Everest. En Nepal, país modesto y extremadamente dependiente del turismo, el alpinismo constituye una importante fuente de ingresos, de ahí la dificultad que entraña establecer límites a este negocio.

Pero ello no impide que países desarrollados, como Francia, deban afrontar también los mismos problemas, aunque de manera mucho menos trascendente. Así es como en junio de 2018 se adoptó una orden prefectoral para limitar el acceso a la cumbre del Mont-Blanc, saturada y donde la acampada salvaje dejaba gran cantidad de desechos y excrementos. “En un glaciar, todo lo que se deja seguirá estando allí 50 años más tarde”, puntualiza Jean-Marc Peillex, alcalde del municipio de Saint-Gervais, donde se sitúa el ‘techo de Europa’.

“Desechos y excrementos es lo que dejarán a las futuras generaciones”. El edil critica ciertos comportamientos totalmente inadecuados con el espíritu del lugar y denuncia “la cultura del logro y del selfie” en una montaña “cuyo nombre es mágico y que aporta dinero para múltiples causas económicas o humanitarias”. En efecto, numerosas asociaciones utilizan el Mont-Blanc en sus campañas de comunicación.

Entre pedagogía, mejor repartición de la afluencia, limitación o prohibición; cada estrategia deriva de una cultura particular, donde varía el cursor entre la libertad de disfrutar de la naturaleza y el deber de preservarla. Cuando se trata de la gestión de los espacios naturales y de la solución que debería adoptarse “conviene evitar los discursos genéricos”, advierte Raphaël Mathevet. Pero el socioecólogo, pese a mostrarse contrario a la idea de pagar para acceder a la naturaleza, estima que, en todas partes, deberán evolucionar las reflexiones: “Nunca habíamos sido tan numerosos, nunca se había viajado tanto, y los espacios con un importante valor paisajístico y natural están cada vez más restringidos y protegidos. La paradoja es que eso va a atraer aún a más gente. Constatamos que los lugares más atractivos generan una afluencia masiva, que tiene un impacto que perdura en cuanto a la erosión de caminos y la perturbación a la fauna. No podremos continuar así indefinidamente”.

This article has been translated from French.