Cómo acabar con el odio (aviso: ninguna solución es rápida ni fácil)

Cómo acabar con el odio (aviso: ninguna solución es rápida ni fácil)

Street art inspired by Picasso’s famous painting ‘Guernica’ depicting the horror of war and violence.

(María José Carmona)

No es lo mismo el odio que la ira. Se parecen, pero no es lo mismo. La ira es una emoción simple, espontánea, un instinto de supervivencia que nos une con el resto del mundo animal. El odio, por el contrario, es un sentimiento complejo que se construye, se alimenta, necesita tiempo e intención. Por eso es tan humano.

Una multitud enfurecida gritando a un autobús lleno de familias refugiadas, aunque pueda parecerlo, no es ira. Es cien por cien odio. Ocurrió en 2016 en la localidad alemana de Clausnitz. Un grupo de personas, organizadas a través de redes sociales, se concentró a las puertas de un centro de acogida para bloquear la entrada de un autobús donde viajaban hombres, mujeres, niños refugiados. “Nosotros somos el pueblo”, les increpaban. Otra forma de decirles “vosotros no”.

¿Qué ven?, se preguntó entonces la periodista alemana Carolin Emcke. ¿Qué hace que esta gente no vea seres humanos al otro lado de las ventanas del bus? Para responder a esa pregunta escribió un libroContra el odio– donde advierte: “El rechazo a lo distinto siempre ha existido, pero algo ha cambiado. Ahora se odia abierta y descaradamente, sin ningún tipo de reparo”.

Según el célebre psicólogo canadiense Steven Pinker, vivimos en la época “menos violenta de la historia de la humanidad”, pero lo cierto es que el número de delitos y agresiones motivadas por el odio y la intolerancia no deja de crecer.

Datos de la Organización para la Seguridad y la Cooperación en Europa (OSCE) muestran cómo este tipo de incidentes se ha duplicado en los últimos cinco años. Solo en 2017 se registraron más de 8.000 casos en EEUU, 7.900 en Alemania, 3.400 en Países Bajos, 1.500 en Francia, 1.400 en España. El record, sin margen de duda, lo ostenta Reino Unido con 95.000. Que el aumento de las denuncias coincida con el Brexit no es casualidad.

El racismo, la xenofobia, la homofobia y el antisemitismo son, por este orden, las principales causas que motivan estos delitos. Es el resultado de una sociedad cada vez más polarizada, donde crece el repliegue identitario y el debate público se crispa y embrutece con la ayuda de líderes políticos, medios de comunicación y redes sociales. Por mucho que vivamos en una época más pacífica avanzamos con la incertidumbre y el espanto de quien camina sobre suelo inflamable.

La construcción del “enemigo”

Odiar no es delito, es una emoción. El delito es agredir, amenazar, atacar, discriminar o ejercer cualquier tipo de violencia. Si además esa violencia se ejerce sobre una persona por su condición de inmigrante, homosexual, judío –por pertenecer a un grupo considerado “diferente”– entonces es cuando se denomina delito de odio.

El que odia no ve personas con nombres y apellidos, ve categorías, enemigos abstractos –los extranjeros, los musulmanes, los gitanos–. Así es cómo deshumaniza a sus víctimas.

“Cuando se comete un delito por intolerancia a una persona, en realidad se está mandando un mensaje a todos sus semejantes. Ese es el plus de gravedad”, explica Esteban Ibarra, presidente del Movimiento contra la Intolerancia –una asociación fundada en Madrid en 1993 tras el asesinato de Lucrecia Pérez, la primera víctima de racismo y xenofobia reconocida en España–.

Según Ibarra, ahora existen más denuncias porque hay una mayor visibilidad del problema y mejores instrumentos para perseguir estos delitos –por ejemplo en España hay fiscalías especializadas en todas las provincias–. Aun así la mayoría de los casos nunca llegan ante el juez bien por desconocimiento, por miedo o desconfianza de las víctimas.

“Hace treinta años había una xenofobia criminal, más agudizada que ahora”, reconoce Ibarra, “pero eran minorías, grupos neonazis y racistas que salían a cazar inmigrantes o gais. Ahora no hay cacerías, pero sí un clima general de intolerancia, una violencia difusa”.

Coincide con él David Docal, especialista en grupos urbanos violentos e impulsor del Centro de Estudios e Iniciativas sobre Discriminación (CEIDIV). “Estos grupos –de ideología neonazi, pero también antisistema– están ahora en stand by, hay un estancamiento, pero han encontrado otra forma de transmitir su mensaje, por ejemplo, a través de la música”.

Docal habla de personas vinculadas a grupos ultra del fútbol, conectados a nivel mundial a través de internet. “Sus símbolos (como las esvásticas) han desaparecido del interior de los estadios, pero no del exterior. Todo eso está ahora latente”.

Un discurso envenenado

Alrededor de unos 10.000 tuits “tóxicos” –susceptibles de propagar el odio– circulan a diario en redes sociales y eso sólo en español. El desprecio y los ataques se viralizan a una velocidad sin límites mientras legiones de “odiadores” (haters) se cuelan en la conversación global. Suelen ser personalidades narcisistas que encuentran en el anonimato el lugar perfecto para desinhibirse, otras veces simplemente se trata de robots.

“Hay muchas cuentas con identidades falsas, mercenarios de las redes sociales. Detrás siempre hay una intencionalidad de manipulación política”, asegura Natalia Monje, comunicadora especialista en discursos de odio.

Sean unos u otros, lo cierto es que el fenómeno crece de manera exponencial, tanto que Naciones Unidas ha emitido un mensaje de alerta. De momento, no existe una relación evidente entre el discurso y el crimen de odio, pero parece claro que las palabras no son inofensivas.

En 2018 el informe Fanning the Flames of Hate (Avivando las llamas del odio) analizó más de tres mil ataques violentos contra personas refugiadas en Alemania. La conclusión fue rotunda: los discursos xenófobos en Facebook habían encendido claramente la mecha.

Hoy las expresiones que incitan directa o indirectamente a la discriminación o violencia por motivos de odio son perseguidas y sancionadas por la vía penal. También las empresas –Facebook, Twitter, YouTube y Microsoft– se han comprometido a revisar las solicitudes de retirada de contenidos en un plazo de 24 horas.

Para algunos penalistas estas medidas tienen un lado oscuro. Al ser el odio un concepto tan ambiguo, se puede abusar de él para limitar la libertad de expresión, para censurar el humor, para castigar al rival ideológico. “Ahora mismo casi cualquier expresión puede ser sancionada penalmente. Incluso si se trata de una broma”, denuncia Juan Luis Fuentes, profesor de Derecho Penal en la Universidad de Jaén. “Al final no estamos protegiendo realmente a estos colectivos, estamos protegiendo la moral mayoritaria”.

Según él, la vía penal debería dejarse solo para las calumnias, las amenazas o la incitación pública a la violencia. Para el resto de comentarios ofensivos debería de facilitarse una vía civil o administrativa que incluya sanciones pero no pena de cárcel. Aun así Fuentes insiste: “La sociedad tiene que aprender a convivir con este tipo de discursos y aprender a enfrentarse a ellos de otra forma”.

Es aquí donde entran en juego las vías no judiciales de enfrentar este discurso envenenado y que incluyen la educación, la verificación de datos y la creación de nuevas narrativas. En esa última línea trabaja Natalia Monje dentro del proyecto cibeRespect.

“No respondemos al odio, proponemos historias diferentes. Hemos visto que los datos no siempre llegan a las personas. Por eso necesitamos activar otros mecanismos emocionales para que la gente se ponga en el lugar del otro”.

El odio cotidiano

La crispación en las redes no solo vive de los odiadores profesionales, existen miles de personas muy cabales que en un momento dado pueden formar parte de un linchamiento digital. El sociólogo Miguel del Fresno lo llama bullying (acoso) colectivo. “Todos podemos ser acosadores colectivos. En el mundo en red los algoritmos alimentan la polarización. Cada vez hay más tensión en el debate”, asegura.

Por supuesto esto no ocurre sólo en internet. “De alguna manera todo el mundo tiene sus intolerancias y rechazos”, apunta Ana María López, socióloga y autora de un estudio internacional que trata de medir nuestro nivel de tolerancia en lo más cercano. ¿Qué grupo de personas rechazarías como vecino?, preguntó en 59 países.

La respuesta más común fue el de los drogadictos, seguido de los alcohólicos –los inmigrantes, por ejemplo, no se mencionan hasta la sexta posición–. “Los más rechazados son los que tienen cualidades adquiridas”, explica la socióloga, “los que personalmente han tomado la decisión de ser así, como los drogadictos. Hay una carga importante de culpa”.

Por otro lado, existe un tipo de discriminación cada vez más común, pero menos evidente: la discriminación política. Uno de cada cuatro estadounidenses prefiere que sus vecinos tengan su misma ideología. Es más, aseguran que se sentirían mal si un familiar se casara con alguien de ideología contraria. “La exclusión racista nos molesta a todos como sociedad, pero la discriminación política la permitimos más”, señala Antonio Gaitán, investigador de la Universidad Carlos III de Madrid.

Un reciente estudio en el que ha participado demuestra que en ambas fronteras ideológicas –derecha/izquierda– cada vez hay más “absolutistas morales”, es decir, personas convencidas de que sus valores son los únicos correctos y eso les lleva excluir de su vida a quienes tienen valores distintos.

“Todavía no sabemos qué consecuencias a largo plazo tendrá este tipo de discriminación”, advierte Gaitán. Lo que sí sabemos es que de momento a los partidos políticos les interesa. “Los políticos tienen objetivos muy fuertes para seguir polarizando”, añade, “el electorado absolutista es más fiel y comprometido”.

No existen soluciones rápidas ni sencillas para los delitos de odio, como tampoco es posible combatirlos sin luchar antes contra estos odios cotidianos. Es la misma conclusión a la que Carolin Emcke llega en su libro. La única forma de combatir el odio es “rechazando su invitación al contagio”.

This article has been translated from Spanish.