Los jardines secretos de los refugiados rohinyás

Los jardines secretos de los refugiados rohinyás

Thirty-year-old Rashida Begum gathers amaranth, the leaves of which are edible. Within the space of five months, she has not only managed to feed herself but also to sell part of her produce and earn a total of 700 takas.

(Hugo Ribes)

Nur Mohammed, un refugiado de 20 años de edad, sube cada día a lo alto de su cabaña para inspeccionar su huerto, y hunde las manos en el amasijo de plantas que se extiende sobre el tejado de bambú. Debido a la falta de espacio, la fruta y la verdura crecen en altura. Extiende el brazo para recoger la cosecha del día: una calabaza verde y regordeta. Miembro de la minoría rohinyá, un pueblo musulmán apátrida del oeste de Birmania, Nur Mohammed llegó a Bangladés en agosto de 2017 huyendo de la represión del Ejército birmano. Los militares estaban llevando a cabo por aquel entonces una sangrienta campaña contra los rohinyás, algo que, según las conclusiones de una misión de investigación de las Naciones Unidas, es equiparable a un genocidio.

En los últimos dos años, más de 740.000 personas han huido de las masacres y han cruzado la frontera para llegar hasta el sudeste de Bangladés, cerca de la ciudad de Cox’s Bazar. Los desplazados son actualmente casi un millón y se encuentran hacinados en una serie de campamentos. El de Kutupalong, donde se alojan más de 630.000 personas, se ha convertido en el mayor campamento de refugiados del mundo.

Cerca del campamento n°14, situado en Ukhia, Nur Mohammed y su esposa embarazada cuidan las plantas de habichuelas y calabazas y un delgaducho papayo. Su pequeño huerto es fuente de orgullo. “¡Todos los vecinos me piden verduras!”, exclama este antiguo campesino que en otra época había tenido una casa, ganado y campos. “Cuando trabajo en el huerto me viene a la memoria mi tierra natal”, confiesa con nostalgia. Su jardín improvisado da vida a un mundo perdido.

“No soportaba seguir sin hacer nada”

Muchos refugiados rohinyás cultivan la tierra seca de los campamentos para mejorar su vida cotidiana, como solían hacer en Birmania. Hasta el punto de que la vegetación devora el paisaje, trepando por las carpas aglutinadas hasta el horizonte. En los intersticios de plástico y de bambú crecen diversos tipos de calabazas, espinacas, pimientos, cilantro, etc. No hay suficiente espacio, por lo que las hortalizas crecen en vertical. Los campamentos están superpoblados: el 93% de su población vive por debajo de los estándares de emergencia establecidos por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, que recomiendan un espacio vital de 45 metros cuadrados por persona.

En algunas zonas del campamento de Kutupalong, el espacio disponible por persona es de apenas 8 metros cuadrados. Así que hay que ser ingenioso. Una familia, por ejemplo, ha colgado fondos de botellas de plástico para cultivar plantitas. En otros sitios se cultiva con una red extendida entre dos chozas.

Mohamad Ayoub, un refugiado de 30 años, ha fabricado un espantapájaros con ropa vieja. “No es para asustar a los pájaros sino a los niños”, explica sonriendo. “No quiero que vengan a pisotear la parcela”. Cocinero de profesión, nos muestra sus utensilios, un mortero y un gran cucharón. Está encantado con la jardinería: “No soportaba seguir sin hacer nada”.

La vida en los campamentos es difícil, sin perspectivas. Bangladés quiere que los refugiados regresen a Birmania lo antes posible, pero, desde hace más de dos años, todas las tentativas de repatriación han fracasado. Los rohinyás se niegan a regresar por el momento, ya que temen que se produzcan nuevas persecuciones en su tierra natal. Mientras tanto, los refugiados no tienen derecho a trabajar, estudiar ni moverse libremente en el interior de Bangladés. El aislamiento ha aumentado desde que las autoridades bangladesíes cortaron el acceso a los sistemas 3G y 4G en los campamentos. Además, el Ejército está levantando una cerca de alambre de púas alrededor de los campos. En este ambiente opresivo, similar al de una cárcel al aire libre, cada centímetro cuadrado de jardín ofrece una oportunidad para evadirse de la realidad.

Para cultivar, algunos refugiados cuentan con el apoyo de organizaciones humanitarias, como el Programa Mundial de Alimentos (PMA) de las Naciones Unidas, que, en colaboración con el Comité de Fomento Rural de Bangladés (Bangladesh Rural Advancement Committee, BRAC), una ONG bangladesí, suministra material (regaderas, azadones, cuerdas), asesoramiento, fertilizantes y semillas (aunque no cualquier tipo de semillas). El Ministerio de Medio Ambiente, Bosques y Cambio Climático de Bangladés se niega a permitir que en los campamentos se planten cultivos perennes. Las autoridades esperan que los refugiados abandonen lo antes posible las colinas de Bangladés.

Ganar autonomía y diversificar la dieta

El PMA quiere intensificar las iniciativas con los refugiados que cultivan la tierra. “Hemos ayudado a más de 7.000 familias, y durante los próximos seis meses queremos ampliar nuestra labor a 20.000 familias”, indica Louis Tran Van Lieu, responsable de programas para el PMA. La iniciativa tiene consecuencias positivas. Permite a los refugiados ser más autosuficientes y diversificar su dieta –las raciones básicas consisten únicamente en arroz, lentejas y aceite, a pesar de que se está ampliando progresivamente un sistema de vales electrónicos que les da acceso a tiendas y a una mayor variedad de alimentos–.

En casa de Mustafa Khatum, una refugiada de 52 años, se depende especialmente del jardín. Toda la familia cuida las plantas que, según la temporada, permiten variar el menú con pepinos o habichuelas. La jardinería es también una manera de tejer vínculos sociales.

“Cuando los refugiados llegaron a Bangladés, no se conocían entre sí, tuvieron que luchar por un pedazo de terreno”, recuerda Louis Tran Van Lieu, del PMA. “Los huertos obligan a la gente a pensar de manera colectiva. Fortalecen la vida comunitaria. Muchos refugiados comparten sus semillas y sus cultivos”.

Vestida con un nicab, Fatima Begum, de 57 años, cocina para sus hijos y sus vecinos gracias a una pequeña parcela de tierra delimitada por una valla de bambú. Su jardín le ha permitido hacer amigos, aunque no todo es perfecto. “Hace unos días alguien nos robó una mata de calabaza”, se lamenta esta madre de familia. El jardín es una de las pocas cosas que posee. Es muy importante para ella. Dice que le hace sentir mejor, que cuando lo cultiva encuentra “paz”.

A pesar de la prohibición de trabajar, los huertos permiten a algunos refugiados hacer trueques y ganar algo de dinero. En el campamento de Kutupalong, Rashida Begum, de 30 años, aprovecha el atardecer para recoger puñados de hojas de amaranto, una planta comestible. Su huerto, situado a orillas de un arroyo fangoso, tiene buen aspecto. Una parte de la cosecha de amaranto es para sus hijos, y la otra para su hermana. “En los últimos meses no he comprado ninguna verdura en el mercado, lo he cosechado todo aquí”, se congratula la joven del velo rosa. En cuanto puede, vende los excedentes de su jardín. “He conseguido ganar más de 700 takas (8 euros) en cinco meses”, afirma sonriente. Tiene incluso una oferta promocional para sus clientes: por la compra de una verdura se llevan una gratis.

Puentes entre bangladesíes y refugiados rohinyás

Para favorecer el crecimiento de sus plantas, los refugiados utilizan el abono suministrado por la ONG BRAC. Este fertilizante se compra en el exterior de los campamentos. Está fabricado por mujeres bangladesíes, en los pueblos de los alrededores, con la ayuda del BRAC y el PMA. El abono no parece gran cosa: una tierra negra y húmeda llena de lombrices. Sin embargo, permite tender puentes entre los bangladesíes y los refugiados, en un momento en el que las relaciones entre ambas comunidades son cada vez más conflictivas. Muchos bangladesíes consideran a los rohinyás como intrusos, una carga para un país, que ya es muy pobre.

La afluencia de refugiados ha tenido consecuencias concretas en la región de Cox’s Bazar. “Desde su llegada, el precio de los alimentos ha subido, mientras que el jornal ha bajado, porque las empresas están contratando a refugiados por menos dinero”, señala Farida Yasmin, una de las bangladesíes que, con el apoyo del BRAC y el PMA, fabrican abono en la aldea de Chepot. La joven de 23 años nos muestra el humus oscuro y recién mojado que se convertirá en el preciado abono. Se vende a 25 takas (30 céntimos de euro) el kilo.

“Tradicionalmente, las mujeres de esta región no trabajan”, explica Louis Tran Van Lieu. “Estamos ayudando a las mujeres bangladesíes vulnerables a poner en marcha su actividad, y nos estamos dando cuenta de que esto beneficia a todo su entorno, a sus maridos, a sus vecinos y a sus hijos”.

Los campamentos se han convertido en una salida económica para Farida y sus compañeras. La percepción respecto a los refugiados está cambiando. “Sé que nuestro abono se utiliza en los campamentos, y me alegra que los refugiados puedan beneficiarse de nuestra producción”. Farida, que también vende ropa, constata cómo su futuro va cambiando poco a poco. Desde que gana dinero, ha empezado a enviar a sus hijos a la escuela.

This article has been translated from French.

Este artículo fue parcialmente financiado por el Centro Europeo de Periodismo (EJC), a través de su Programa de subvenciones para el periodismo en el ámbito de la salud global (Global Health Journalism Grant Programme).