Trabajo informal en tiempos de pandemia: cuando las actividades esenciales son las más precarizadas

Trabajo informal en tiempos de pandemia: cuando las actividades esenciales son las más precarizadas

Pictured, a self-employed seamstress in southern Thailand at work.

(Laura Villadiego)

Unos 2.000 millones de personas en el planeta viven de la economía informal, lo que supone un 61% del total de la población empleada en el mundo, según la Organización Internacional del Trabajo. Sus trabajos son en buena medida esenciales, desde recoger la basura a vender en la calle alimentos y productos básicos asequibles, pasando por las tareas domésticas y de cuidados. Sin embargo, no tienen acceso a beneficios como seguros de desempleo ni vacaciones pagadas. En tiempos de pandemia, su situación es crítica —independientemente del continente y del sector—.

En el mes de marzo, la presidenta de la Alianza de Comerciantes del Sector Informal de Sudáfrica envió una carta abierta al Gobierno de su país en el que alertaba de que cualquier medida de confinamiento e interrupción de la actividad económica tendría “un impacto catastrófico en la subsistencia de miles de personas”, ya que “no existe una red de seguridad” que los sostenga. Al mismo tiempo, la OIT se hizo eco de los redoblados temores de los Gobiernos del continente, poniendo evidencia que “el reciente crecimiento [económico experimentado en África] se ha debido a un crecimiento de las ventas de materias primas, servicios y manufacturas, incluidos los de explotación minera y agrícola, sectores que operan en gran medida en la economía informal”. Y es que el 85,8% del empleo en la región es informal, si bien hay diferencias sustanciales entre los países del norte africano y el resto.

En América Latina, el 53,1% del empleo es informal, según la OIT. “En muchos sectores, trabajamos día a día; la ganancia puede ser un día de diez dólares, otro día de cinco, o de uno; no podemos pensar en el ahorro”, explica Gloria Solorzano, comerciante en la vía pública en Lima y representante de la Red de Mujeres Auto-empleadas del Perú (RENATTA). Con la cuarentena, se han quedado sin ingresos, no gozan de ayudas ni cuentan con ahorros para esperar a que vengan tiempos mejores. Además, deben mantener el confinamiento en circunstancias adversas, pues a menudo viven, como explica Solorzano, “en zonas de suburbios, donde muchas veces no hay luz ni agua”. ¿Cómo puede una familia prevenir la COVID-19 cuando no cuenta con agua para lavarse las manos?

La situación no es mejor en Asia, donde se concentran 1.300 millones de trabajadores informales, que suponen un 68,2% de la población empleada, también según datos de la OIT. Los más pobres de entre ellos no pueden sobrevivir más de una semana sin recibir nuevos ingresos, según los cálculos de Poonsap Tulaphan, directora de la Fundación para la Promoción del Trabajo y el Empleo (Foundation for Labour and Employment Promotion) de Tailandia. De ahí que, muchos de ellos, desde vendedores en la vía pública a taxistas, sigan saliendo a la calle pese al riesgo de contagio.

Los más afectados (por las medidas para frenar la pandemia) son los países pobres del Sur y Sudeste de Asia, donde las políticas sociales son inexistentes o muy limitadas. Así, el 94% de los trabajadores son informales en Nepal, un 93% en Laos, un 88% en India y un 89% en Bangladés. Algunas de estas economías son muy dependientes de la industria textil, un sector que puede seguir operando a través del trabajo a domicilio, pero que está en buena medida bloqueado por falta de suministro de materia prima.

Las mujeres, doblemente afectadas

Según un informe reciente de ONU Mujeres, las mujeres son especialmente vulnerables durante esta crisis ya que los confinamientos están afectando duramente a los sectores en los que trabajan, como el textil, el turismo y los cuidados. En el caso de Asia, además, a menudo las trabajadoras informales son migrantes llegadas de países vecinos más pobres, que con la pandemia se han visto obligadas a volver a sus lugares de origen, donde “se enfrentan al estigma y la discriminación”.

Y también son mujeres la mayor parte de las trabajadoras en domicilio del textil. La organización HomeNet del Sur de Asia alertó de que las mujeres contratistas dependientes en domicilio, que producen para las cadenas globales del textil, habían dejado de recibir pedidos a comienzos de marzo.

Las grandes marcas del textil se proveen del trabajo que ellas realizan, pero la tercerización de la producción permite que eludan responsabilidades. Si para la actividad, empresas como Inditex o H&M no tienen fábricas que cerrar: simplemente dejan de hacer pedidos y abandonan a su suerte a estas trabajadoras.

También tareas esenciales en tiempos de confinamiento, como los cuidados y la limpieza, son trabajos feminizados. “En esta sociedad patriarcal, los trabajos más esenciales son los peor pagados, y también los más feminizados”, apunta la economista colombiana Natalia Quiroga, coordinadora académica de la Maestría en Economía Social de la Universidad Nacional General Sarmiento, de Buenos Aires.

El caso de las empleadas domésticas es, en este sentido, emblemático. Según datos de la CEPAL, el 11,4% de las mujeres con trabajos remunerados son empleadas domésticas y trabajan en condiciones de informalidad en América Latina. En la región, “las estructuras coloniales hacen que en estos trabajos esté sobrerrepresentada la población no blanca, y estas mujeres enfrentan un racismo naturalizado que las expone a la pandemia”, apunta Quiroga.

“Los trabajos esenciales son los peor pagados”, sentencia Carmen Rosa Almeida, trabajadora del hogar y secretaria general del Sindicato de Trabajadoras y Trabajadores de la Región de Lima (SINTTRAHOL). La organización, afirma Almeida, está recibiendo “noticias de mujeres que las obligan a convivir con el empleador, que no las deja volver a su casa por miedo a que le contagien”; de este modo, la jornada laboral se alarga hasta indiferenciarse del tiempo de ocio; además, afirma Almeida, se han recibido denuncias por la mala calidad de la alimentación que reciben estas trabajadoras. La alternativa es el despido y, con él, la pérdida de ingresos.

Revalorizar el sostén de la vida

En Perú, “el Estado dice que está dando bonos y canastas de víveres, pero no llegan”, afirma Gloria Solorzano. Carmen Almeida cree que “las medidas del Gobierno son adecuadas, pero muy insuficientes”. Probablemente su afirmación sería extensible a la mayor parte de los Gobiernos de la región: casi todos han implementado algún tipo de ayudas en forma de transferencias directas, o han ampliado programas ya existentes; pero esas ayudas están muy lejos de alcanzar a todos los que las necesitan.

“Es necesario que los Estados asuman su responsabilidad, porque desplegaron las políticas neoliberales que privatizaron servicios públicos esenciales, como la sanidad, y así fragilizaron a la sociedad”, afirma Quiroga.

Las redes barriales gestionadas de forma autónoma tratan, en alguna medida, de suplir la ausencia estatal, pero se encuentran con las obvias limitaciones que impone el confinamiento.

Mientras, organizaciones como la Red de Mujeres Auto-empleadas del Perú siguen reivindicando lo que ya antes demandaban: formalización de su trabajo y reconocimiento de sus derechos laborales. Se iniciaron también campañas concretas, como la que la organización WIEGO (siglas en inglés de Mujeres en Empleo Informal: Globalizando y Organizando) ha puesto en marcha en Ciudad de México para visibilizar la labor de las miles de personas que se dedican a recolectar la basura en la ciudad más poblada de la región. La campaña pretende visibilizar cómo estos trabajos, precarios y mal remunerados, suponen un alto riesgo por su exposición directa a los residuos que generamos.

El primero de mayo, en el marco del día internacional del trabajador, WIEGO advirtió de que la economía global no podría recuperarse sin estos trabajadores. Y aprovechó para pedir a los Gobiernos de todo el mundo a incluir a los trabajadores de la economía informal y sus representantes en las tareas de levantamiento de la economía. “La sociedad requiere de las organizaciones de personas trabajadoras de la economía informal para diseñar políticas públicas más efectivas de respuesta a la crisis, en vistas de una recuperación y una reforma estructural a largo plazo”.

La sección africana de la Confederación Sindical Internacional también aprovechó esa fecha para pedir “mejores oportunidades de inclusión y de diálogo social” de los representantes de los trabajadores en la gestión pos-COVID.

Por su parte, Asia vuelve la mirada a la crisis de 1997, que prácticamente paralizó la economía del Sudeste asiático, así como la de otro vecino del norte, Corea del Sur. Fue en Tailandia donde se originó la crisis: en ese país, millones de trabajadores informales volvieron a sus lugares de origen, donde aún podían dedicarse a labrar las tierras de sus familias. Veinte años después, las cosas han cambiado mucho: “La gente ya no tiene tierras a las que volver, ni sabe cultivar”, dice Poonsap.

Para la activista tailandesa, si hay una lección que las sociedades deben aprender de esta crisis, es la de no perder de vista lo esencial: nuestros sistemas alimentarios. “Vamos a tener que ser muy creativos e innovadores y pensar a medio plazo: aunque vivamos en ciudades, tenemos que crear huertos urbanos, para que la gente sepa cultivar y la comida esté asegurada”.

Ecologistas y ecofeministas nos lo vienen diciendo hace tiempo: sólo se podrá garantizar la sostenibilidad de nuestras sociedades si colocamos en el centro la vida, si acercamos producción y consumo, si rompemos las barreras entre campo y ciudad.

Ahora, en tiempos de pandemia, esas certezas se vuelven urgentes. Como sostiene Quiroga: “Esta podría ser una oportunidad para revalorizar las tareas vitales para el sostenimiento de la vida. La pandemia nos ha obligado a replegarnos sobre lo más importante de la existencia y ha puesto en cuestión la irracionalidad de la sociedad de consumo”.

This article has been translated from Spanish.