Los riesgos de aliarse con ‘Gran Hermano’ para proteger la salud

Si en China te sientes vigilado en la estación de tren y el aeropuerto, el centro comercial y el restaurante, el banco y la universidad, quizá no seas paranoico. China camina hacia la distopía orwelliana. Durante décadas hubo de satisfacer la inherente obsesión por la seguridad de cualquier dictadura con métodos pedestres pero su desarrollo tecnológico ya permite una fiscalización eficaz sobre sus 1.400 millones de habitantes. Esa maquinaria ha sido indispensable en la guerra contra el coronavirus en China y, en parecida medida, en países asiáticos con formas de gobierno democráticas. Su éxito (bajos números de fallecidos, según las cifras oficiales) ha estimulado el debate sobre cuánta vigilancia tecnológica es tolerable en nombre de la salud.

El presupuesto chino para seguridad interna alcanzó los 197.000 millones de dólares USD (unos 179.000 millones de euros) en 2017. Pero, más que la cifra desnuda, es relevante la comparativa con la partida militar para entrever la importancia que le confiere Pekín. El gasto en seguridad interna superó al destinado al de Defensa por primera vez en 2010 y la brecha no ha dejado de ensancharse desde entonces. El primero creció un 17,6% en 2016 y un 12,4% en 2017, en contraste con las alzas de un único dígito (7,6% y 7,1%, para esos mismos años, respectivamente) en Defensa. Hoy ya supera al gasto militar en un 20%.

Los 350 millones de cámaras, una por cada cuatro habitantes, hacen de China un gigantesco plató de ‘Gran Hermano’. Ocho de las diez ciudades del mundo con mayor densidad de cámaras son chinas. Identifican la cara, los andares, la voz. A esto se suma la ciberpolicía que rastrilla las redes sociales. Y los hábitos de compra. Sin abrir la cartera puedes pagar el alquiler, comer en un puesto callejero o en un elitista restaurante, coger un taxi o alquilar una bicicleta, comprar un par de plátanos o un televisor. Al éxito del pago con teléfono no es inocente Pekín: estimula el consumo interno y permite localizar a sus ciudadanos.

Ese era el marco cuando llegaron noticias desde Wuhan de una extraña neumonía. Xi Jinping, presidente chino, aclaró que “la victoria contra el virus no podrá conseguirse sin el apoyo de la ciencia y la tecnología” y el Ministerio del ramo pidió días después auxilio al sector privado.

Este se sumó con el previsible entusiasmo. La compañía SenseTime, una de las startups más valoradas del mundo, ha diseñado algoritmos que focalizan los ojos y la parte superior de la nariz para identificar a los transeúntes con mascarilla. Los dispositivos infrarrojos de la empresa Zhejiang Dahua miden la temperatura con un margen de error de apenas 0,3 grados. Cámaras desplegadas en Pekín identifican hasta 15 personas por segundo a una distancia de cinco metros del dispositivo. Si la cámara detecta una temperatura anormal, envía un aviso a las autoridades para una segunda lectura. Los datos de movimiento de las compañías de telefonía permiten clasificar a los ciudadanos en colores: si es verde, puede moverse con libertad en transportes públicos y edificios; si es amarillo, ha estado en una zona de riesgo relativo y necesita una cuarentena de una semana; y si es rojo, la zona era de alto riesgo y se le exige una cuarentena de 14 días bajo amenazas legales.

Las restricciones son supervisadas con celo por los funcionarios y comités vecinales. China Unicom y China Telecom, las principales compañías telefónicas del país, ofrecen servicios similares. El Big Data en la primera línea de batalla contra el coronavirus.

En China no existe el debate sobre la frontera entre la seguridad y el derecho a la intimidad. El control tecnológico se entiende como ventajoso, o inocuo, en el peor de los casos y se desconfía de los que se oponen “porque algo tendrán que esconder”.

Geolocalización para fiscalizar las cuarentenas en Taiwán

El férreo control a través de medios tecnológicos también ha sido clave para la lucha contra el coronavirus en países democráticos que han sido globalmente ensalzados por su eficacia como Taiwán o Corea el Sur.

En la que China denomina “isla rebelde”, las operaciones han sido dirigidas por el Centro Nacional de Comando de Salud, un órgano creado en 2003 tras la epidemia del SARS y que recopila, ordena y envía los datos a las autoridades. Taiwán ha centralizado los registros ministeriales para identificar a posibles contagiados y fiscaliza las cuarentenas a través de la geolocalización del móvil. La policía recibe una alarma si el teléfono sale de los límites de la vivienda o si está apagado. Los agentes llaman varias veces al día para comprobar que el individuo no se ha ido de paseo tras dejar el móvil en casa.

Milo Hsieh, un estudiante regresado en marzo de Estados Unidos, comprobó su eficacia. Su teléfono se quedó sin batería mientras dormía y, tras las inmediatas llamadas y mensajes policiales desatendidos, dos agentes aporrearon su puerta minutos después. Ese mediático episodio provocó un efímero y minoritario revuelo en un país que construye su identidad marcando distancias con China. “No ha habido una fuerte reacción en contra de las medidas de vigilancia frente a la COVID-19 porque existe una alta aprobación de la gestión gubernamental.

Pero grupos sociales que participaron en el Movimiento de los Girasoles —unas protestas estudiantiles en 2014 contra lo que percibían como un acercamiento excesivo del anterior Ejecutivo a Pekín— y partidos afines protestarán probablemente si esa vigilancia sobre ciudadanos continúa cuando termine la crisis”, sostiene el activista (y uno de los edotires fundadores de New Bloom) Brian Hioe.

El Gobierno taiwanés pospuso el 27 de abril la entrada en vigor del nuevo carné de identidad electrónico alegando que el coronavirus había impedido la importación de los equipos y la tecnología necesarios. La identificación, que permitiría aligerar los trámites de los ciudadanos con la administración, había generado críticas de grupos civiles como la Asociación de Taiwán por los Derechos Humanos o la Fundación de Reforma Judicial y formaciones políticas como el New Power Party. El nuevo sistema, aclara Hioe, “centralizaría la información de registros médicos, de seguros, de educación, comercio y administración en una forma que es peligrosa”.

Ola homófoba en Corea del Sur

El febril testeo permite identificar incluso a los asintomáticos en Corea del Sur. A los diagnosticados, cuando los hospitales estaban saturados, se les controlaba con aplicaciones de móvil y llamadas constantes mientras esperaban en casa a que se liberara alguna cama. El 27 de abril continuaban 39.740 personas en cuarentena forzosa, de las que el 95% había regresado del extranjero. El Gobierno, hastiado tras 286 escapadas furtivas, impuso a los infractores una elección: podían llevar las pulseras de geolocalización que ya se usaban en Hong Kong o terminar el encierro en instalaciones estatales. Seúl, para contrarrestar las quejas de las organizaciones de derechos humanos, aclaró que las pulseras permitían otra oportunidad a los infractores. Una encuesta reveló que el 77,8% de los surcoreanos apoyaba la imposición de la pulsera y sólo el 16,5% se oponía.

La otra clave del éxito de Corea del Sur es el cambio del paradigma informativo gestado durante la epidemia del MERS, que dejó 36 muertos en 2015. Seúl había rehusado en un principio identificar los hospitales que trataban a los contagiados y hubo de rectificar para atajar las especulaciones de las redes sociales. La nueva ley permite —durante las epidemias— a las autoridades recopilar información privada de contagiados o sospechosos sin necesidad de aprobación judicial para compartirla y satisfacer “el derecho público a saber”.

Geolocalizaciones del móvil (la obligatoriedad de dar el nombre real para contratar el servicio permite saber en cada momento dónde está el usuario), grabaciones de los ocho millones de cámaras (una por cada seis habitantes), registros de compras (es el país con menor porcentaje de pago en metálico —de todo el mundo—) y datos de inmigración permiten trazar el itinerario de un contagiado en diez minutos. Este se envía en mensajes de texto a la población para que compruebe si ha coincidido en los mismos lugares. La información incluye el sexo, la edad, el domicilio aproximado y el puesto de trabajo, así que no es difícil dar con el nombre. Visitas a “hoteles del amor” o locales de ambiente empujaron a diagnosticados hacia situaciones delicadas.

Esos riesgos cristalizaron con el brote surgido en la comunidad LGBT que estimuló una campaña homófoba en un país de moral tradicional. Un joven de 29 años dio positivo después de haber visitado cinco clubes de ambiente en el distrito de Itaewon (Seúl) y pocos días después ya se habían confirmado 86 contagios, la mayoría entre clientes de los locales. La obligación de identificarse al entrar en un bar había permitido al Gobierno elaborar una lista con 5.000 asistentes pero sólo pudo contactar con 2.000 porque el resto ignoró las llamadas o dio un número falso. Y ahí emergió con fuerza el conflicto entre la salud pública y el derecho a la privacidad. El alcalde de Seúl, Park Won-soon, aclaró que no tendrían que revelar su identidad sexual pero también recordó las multas previstas y que, en todo caso, disponían de las cámaras de vigilancia de los locales y los movimientos de sus tarjetas de crédito para identificarlos.

La clientela se arriesgaba a que un hipotético positivo forzase una salida del armario potencialmente devastadora para sus relaciones familiares, sociales y laborales cuando desde los medios conservadores y las redes sociales se culpaba a la comunidad de expandir el virus por el país.

Desde la Queer Action Against Covid-19, una plataforma de 20 organizaciones que velan por el respeto de los derechos humanos, exigen más diálogo y acuerdos sobre qué información puede ser divulgada sin cometer violaciones de derechos.

“El Gobierno dice que esa información no puede permitir la identificación de los individuos, como aconseja la Comisión Nacional de los Derechos Humanos, pero algunos gobiernos locales interpretan arbitrariamente ese concepto”, asegura el activista Changgu. “Algunos identifican el domicilio y la nacionalidad. Dado que las violaciones de derechos humanos siguen ocurriendo e ignoramos cómo puede ser utilizada esa información personal, pedimos que se siga monitorizando su uso”, añade. El sistema, sentencia, debe ser modificado.

Pocos discuten, sin embargo, la receta. Una encuesta realizada en marzo por el Colegio de Sanidad Pública de la Universidad Nacional de Seúl revelaba que el 78% estaba de acuerdo en relajar las protecciones de los derechos humanos para fortalecer la lucha contra el coronavirus. Y la victoria aplastante del Partido Democrático de Moon Jae-in en las elecciones del 15 de abril, en las que consiguió 180 de los 300 escaños, fue interpretada como un premio a su gestión de la crisis.

¿Prorrogar la vigilancia digital después de la pandemia?

Occidente ya ha digerido las cuarentenas masivas que meses atrás, cuando la aprobó China, eran inaceptablemente autoritarias. El anatema persiste en la supervisión digital mientras en Asia, en cambio, se entiende como una factura aceptable en nombre de la salud grupal que evita medidas objetivamente o discutiblemente más lesivas contra la libertad y la economía como los larguísimos confinamientos. La vigilancia intrusiva en democracias como la taiwanesa o la surcoreana son aceptadas por su eficacia, la confianza de la sociedad en sus gobiernos y la promesa de que su vigencia caducará cuando la crisis termine. Las organizaciones de derechos humanos, sin embargo, alertan de que la emergencia por el coronavirus puede demorarse durante años y recuerdan la pulsión controladora de las autoridades.

Existe, en efecto, el riesgo de que los gobiernos se habitúen a la vigilancia digital y sientan la tentación de buscar nuevas razones para prorrogarla después de la pandemia, alerta Phil Robertson, subdirector del área asiática de Human Rights Watch.

“Por eso es clave que construyamos ahora protecciones sobre el derecho de la privacidad, con límites claros sobre lo que puede ser recopilado y revelado, con requisitos habituales y oportunos para las reautorizaciones que determinen si la extensión de esos poderes está justificada, y con fechas de expiración firmes”, sostiene. Y su uso global estos días, alerta, excede lo proporcional. “Demasiados gobiernos inclinan la balanza desde la protección del derecho a la privacidad hacia lo que creen que es justificado en su respuesta contra la COVID-19”, aclara.

“Durante décadas hemos sabido que la gente está dispuesta a sacrificar libertad a cambio de seguridad”, juzga Peter Kuznick, historiador de la American University (en Washington DC). “En circunstancias normales es un defecto, pero en las actuales es, quizá, más comprensible y aceptable. El miedo siempre ha sido un gran motivador y ha sido usado por dictadores para manipular a su pueblo. Muchos estadounidenses aceptarían más controles si eso detiene la expansión del coronavirus. Edward Snowden expuso hasta qué punto se ejercía la vigilancia para propósitos malignos. Funcionó como un despertador. Mucha gente está ahora alerta de los peligros de una excesiva y arbitraria vigilancia y no la tolerará”, afirma.

This article has been translated from Spanish.