¿Ha llegado el momento de redefinir lo que entendemos por ‘seguridad’ (y de repensar el gasto militar)?

El otoño pasado, un informe compilado a solicitud del secretario general de las Naciones Unidas, António Guterres, alertó sobre la “amenaza real de una pandemia altamente letal y de rápida propagación”. El mensaje no era nuevo. Durante décadas, los expertos advirtieron que no se trataba de saber “si” surgiría una próxima pandemia importante, sino de “cuándo” se produciría. Estas advertencias fueron ignoradas en detrimento de todos. En solo unos meses, el coronavirus ha causado cientos de miles de muertes, daños económicos sin precedentes a nivel mundial, mayores desigualdades, mayor inseguridad alimentaria, ha desencadenado un aumento de la violencia de género, proporcionado una cobertura para encubrir los retrocesos medioambientales y es probable que suscite una importante remodelación del orden internacional.

La disfunción y el caos provocado por la COVID-19 ha dado pie a muchos debates, y la noción de seguridad es uno de ellos. A la par que la enfermedad pandémica, varios de los desafíos más acuciantes en la hora actual en materia de seguridad son de naturaleza no militar: la emergencia climática; la pobreza extrema; el extremismo de ultraderecha; la inadecuación de la asistencia sanitaria y de la protección social; la gobernanza represiva; la pérdida de biodiversidad.

Aun cuando muchos Estados reconocen que estas amenazas están en aumento, se ha retrasado la implementación de las políticas para abordarlas. En 2012, el entonces secretario general de la ONU, Ban Ki-moon, afirmó que el mundo estaba “sobrearmado” y la “paz subfinanciada”. Hoy día, el gasto militar ha alcanzado su apogeo desde el final de la Guerra Fría: 1,92 billones de USD (1,74 billones de euros). Sin embargo, las armas no pueden protegernos contra este tipo de desafíos no militares a la seguridad internacional. La devastación causada por la COVID-19 nos deja una enseñanza y una advertencia, según la cual la seguridad solo puede lograrse abordando las causas profundas que originan nuestra inseguridad.

“Pienso que la gente debería estar furiosa en este momento. Se canalizan enormes recursos a la producción y adquisición de armas en nombre de la seguridad, y ha venido a sorprendernos un virus que se ha propagado por todo el mundo”, afirma Jessica West, investigadora principal del proyecto Plowshares, un instituto canadiense para la investigación de la paz.

El botín del militarismo

En 2019, el total del gasto militar mundial, es decir, la totalidad del gasto gubernamental en las fuerzas y actividades militares actuales, incluyendo armas y equipo, aumentó hasta sumar 1,9 billones de USD, el nivel más alto alcanzado desde 1988, según nuevos datos del Instituto Internacional para la Investigación de la Paz de Estocolmo. Solo cinco países, Estados Unidos, China, India, Rusia y Arabia Saudita acumulan más del 60% de este gasto. Además, el gasto en armas nucleares también alcanzó niveles sin precedentes en 2019: 73.000 millones de dólares (66.300 millones de euros) entre los nueve Estados que disponen de estas armas nucleares, siendo la mitad de los Estados Unidos.

Como comparación, el gasto mundial en desarrollo en el año 2019 ascendió solamente a 153.000 millones de dólares (139.000 millones de euros), mientras que el presupuesto de la Organización Mundial de la Salud para el período 2018-2019 sumó 5.600 millones de dólares (5.080 millones de euros).

“Somos un mundo equipado para luchar en guerras, no contra pandemias”, constata Ray Acheson, directora de Reaching Critical Will, el programa de desarme de la Liga Internacional de Mujeres por la Paz y la Libertad (LIMPL).

El gasto militar desvía recursos que de lo contrario podrían destinarse a programas sociales, económicos y medioambientales. La investigación sobre 197 países realizada a lo largo de 13 años concluyó que cuando el gasto militar aumenta en un 1%, el gasto en salud disminuye en un 0,62%. En los países en desarrollo, la contrapartida es aún mayor: un aumento del 1% en el gasto militar provoca un descenso del 0,96% en el gasto destinado a la salud.

“El militarismo se basa en la idea de que la voluntad y la capacidad para hacer uso de la fuerza y la violencia son la forma de garantizar el poder y la dominación”, señala Acheson. A su vez, esta visión lleva a la práctica del militarismo (inversiones masivas en armas, en militares y en guerras), lo que está inherentemente vinculado al capitalismo, ya que facilita a los gobiernos y a otras partes armadas la justificación del gasto militar.

Revertir las estructuras políticas y económicas que sostienen al militarismo será extremadamente difícil habida cuenta del poder ideológico y financiero ejercido por el complejo militar-industrial, el cual representa el mayor impedimento para la paz debido a su interés directo en aumentar los gastos militares.

Las críticas al gasto militar pueden ser descartadas calificándolas de idealistas, sin embargo, son muy pocos los elementos que sugieren que el militarismo ha hecho que el mundo sea más seguro, mientras que son numerosas las pruebas que demuestran que la acumulación excesiva de armas frena el desarrollo, defiende y perpetúa las desigualdades estructurales, alimenta los ciclos viciosos de inestabilidad social y sustenta los conflictos armados y la violencia.

Y, sin embargo, como señaló el subsecretario general de la ONU y alto representante para asuntos de desarme, Izumi Nakamitsu, “la lógica del militarismo a menudo es incuestionable”.

Redefinir la seguridad

La COVID-19 ha puesto de relieve las conexiones existentes entre el medio ambiente, la salud, los medios de vida, las economías, los sistemas alimentarios, la seguridad personal, las comunidades, la estabilidad política. También que, al igual que un terremoto, puede provocar ondas de choque en todos los ámbitos.

“No es solamente una crisis sanitaria, es una crisis económica, una crisis alimentaria, y para algunos, es una crisis de violencia doméstica”. Resulta sorprendente la forma en que ha puesto de manifiesto las conexiones que existen entre todas estas sensaciones diferentes de la seguridad: la seguridad en tu hogar, en la comunidad, en el país y a nivel internacional”, según constata West.

Asimismo, sostiene que la pandemia nos ha hecho tomar consciencia de las amenazas que tienen una verdadera dimensión mundial, haciéndonos reflexionar en la redefinición de la seguridad. Los intentos precedentes por ampliar el significado de la seguridad y modificar la orientación de lo que intentamos proteger no ya como Estado sino en lo que concierne a las personas, se vieron frustrados por los ataques del 11 de septiembre y el golpe de timón hacia la lucha contra el terrorismo.

“En un nivel más abstracto, la seguridad consiste en proteger lo que más valoramos. Tradicionalmente, la seguridad se ha centrado en la supervivencia del Estado, pero la pandemia ha puesto al descubierto la superficialidad de las nociones de seguridad que giran en torno al ejército”, afirma West. “Las amenazas más graves que pesan cada vez en mayor medida sobre nosotros son colectivas y simplemente no admiten soluciones militares. Las enfermedades pandémicas son un ejemplo. El daño infligido por el cambio climático global, otro”.

En situaciones de emergencia, la desigualdad respecto a quién y cómo afectan estos problemas es más flagrante aún. Para miles de millones de personas en todo el mundo, la pandemia es solamente la última crisis que viene a amplificar las desigualdades estructurales y las inseguridades existentes; los que poseen menos recursos y poder para protegerse serán quienes más sufrirán.

“La COVID-19 ha puesto de relieve la forma en que las desigualdades existentes entre países, entre ricos y pobres, aumentan la vulnerabilidad a la infección”, constata Helen Kezie-Nwoha, directora ejecutiva del Women’s International Peace Centre, una organización feminista para la paz con sede en Uganda.

En lo que se refiere específicamente a la salud, la ausencia de una inversión adecuada ha dado resultado en sistemas sanitarios débiles, señala Kezie-Nwoha. “Aun cuando esta es una constatación a escala mundial, existe el temor de que los países del hemisferio sur no sean capaces de manejar la pandemia. Este temor es justificado”. La imposibilidad de acceso también plantea un problema, lo que señala Kezie-Nwoha también puede aplicarse a las poblaciones marginadas en los denominados países desarrollados, para quienes “las estadísticas acerca de la tasa de mortalidad son desgarradoras”.

En los países más ricos del mundo, las antiguas disparidades sociales y económicas, el racismo sistémico y las políticas discriminatorias han provocado que las comunidades caracterizadas racialmente muestren tasas de mortalidad e infección por la COVID-19 que son desproporcionadamente más altas que las de la población blanca.

En un mundo pospandémico, Kezie-Nwoha vislumbra que las desigualdades serán aún más hondas, y que para superarlas se requiere un enfoque feminista, inclusivo y basado en los derechos que aborde las causas profundas de las crisis con el fin de crear una seguridad genuina. Este enfoque, espera, “permitirá la reconstrucción sostenible y equitativa de la sociedad y las comunidades, y garantizará que nadie se quede atrás”.

Reasignar los recursos

Mucho antes de la pandemia, organizaciones como la LIMPL pidieron la reasignación de recursos, tanto financieros como científicos, técnicos y humanos, de los gastos militares para destinarlos a la financiación de los derechos sociales y económicos, así como a la protección del medio ambiente, con el fin de que ayuden a satisfacer las necesidades humanas y contribuyan a la paz.

Garantizar medidas como la salud pública y la protección social universal, la igualdad de género, el trabajo decente, el desmantelamiento del racismo sistémico, la protección de las minorías sexuales y religiosas, la afirmación de los derechos de los pueblos indígenas, la accesibilidad a la vivienda y la educación, la mitigación del cambio climático y la adaptación a este, así como de la pérdida de biodiversidad, la conservación y restauración de los ecosistemas, la construcción de sistemas alimentarios sostenibles e infraestructura de energía verde basada en energías renovables: son medidas como estas las que, a diferencia del militarismo, mejorarán el bienestar de todas las personas y harán que las comunidades y los países sean más seguros.

La reasignación de recursos también podría ayudar a los países a cumplir la Agenda 2030 de Desarrollo Sostenible, que ya antes de la pandemia padecía de una financiación insuficiente, y que se verá aún más afectada por la reutilización de fondos para las respuestas a la COVID-19. Tratándose del desarrollo, un poco hace mucho: la eliminación de la pobreza extrema y el hambre (objetivos 1 y 2) equivaldría al 13% del gasto militar anual, mientras que bastaría solo el 5% del gasto militar mundial para cubrir con creces los costos iniciales de adaptación al cambio climático (objetivo 13) en los países en desarrollo.

El 23 de marzo, Guterres hizo un llamamiento a favor de un alto al fuego mundial para permitir que los esfuerzos se centraran en la lucha contra la COVID-19. Para la LIMPL, un alto al fuego no es suficiente y debe ser seguido por un desarme a largo plazo, es decir, la reducción y eliminación de armas, incluidas las armas nucleares, como se establece en el Tratado sobre la prohibición de las armas nucleares de 2017.

Participar en el desarme, afirma Acheson, significa desarrollar un sentido global de cooperación y equidad que va más allá de solo deshacerse de las armas, también es preciso desarmar las relaciones internacionales. “En lugar de gobernar por la fuerza, podemos construir un orden mundial basado en la paz, la justicia y la responsabilidad mutua”.

Cabe destacar que la situación actual del liderazgo mundial, el vínculo económico de las principales potencias con el statu quo y el poder del complejo militar-industrial plantean un desafío importante para nuestra capacidad colectiva de redefinir la seguridad, sobre todo porque aquellos que detentan el poder se consagran a mantener la situación actual con la finalidad de conservar su propio predominio.

Acheson señala que es categóricamente falso que el mundo tenga que ser así. En cambio, afirma que es esencial organizarse con un propósito común. “Todos los cambios para la justicia social y el bienestar de las personas o de nuestro planeta provienen de un activismo sin tregua. Vinculando el trabajo para el desarme y la desmilitarización con acciones a favor de sociedades más equitativas, seguras, inclusivas y pacíficas, actuando en solidaridad con quienes son víctimas de todo tipo de opresión y con quienes trabajan en contra de ella, es la forma en que podemos superar el poder del complejo militar-industrial que parece tan arraigado”.