La ONU cumple 75 años, pero lo hace en un momento de crisis profunda: ¿está en posición de salvar al mundo, y a sí misma?

La ONU cumple 75 años, pero lo hace en un momento de crisis profunda: ¿está en posición de salvar al mundo, y a sí misma?

Secretary-General António Guterres (on screens and at the podium) addresses the opening of the general debate of the 74th session of the General Assembly at the United Nations’ headquarters in New York on 24 September 2019.

(United Nations)

La Organización de Naciones Unidas cumple 75 años en 2020 y, dentro del programa de eventos e iniciativas previstos a lo largo del año, destaca la celebración, el 21 de septiembre, de una reunión de alto nivel de un día de duración, en la Asamblea General de la ONU, en Nueva York, titulada El futuro que queremos, las Naciones Unidas que necesitamos. Lamentablemente, algunos observadores no auguran un futuro muy prometedor a la ONU que, débil y falta de fondos, atraviesa una situación profundamente comprometida. La rivalidad que medra entre las naciones está socavando la cooperación internacional, mientras que el auge del nacionalismo y el populismo en todo el mundo hacen peligrar de manera efectiva la arquitectura multilateral que define a la organización.

Además de estos desafíos, la covid-19 ha provocado la mayor crisis mundial de nuestra vida. Una crisis que ha profundizado las desigualdades económicas, exacerbado las tensiones sociales y asestado un duro revés a los emblemáticos Objetivos de Desarrollo Sostenible (SDG) de la ONU –la detallada agenda para acabar con la pobreza, adoptar medidas urgentes contra el cambio climático y superar las desigualdades por motivo de sexo (entre otros objetivos) de aquí a 2030–.

Pese a ello, en este momento en el que dichas tensiones amenazan con dividir aún más al mundo, el espíritu de colaboración que cimentó las Naciones Unidas puede convertirse en la mayor esperanza de la humanidad para frenar otra conflagración mundial, que esta vez tendría muchas probabilidades de ser terminal.

Será necesario reformar la arquitectura de las Naciones Unidas y, sobre todo, renovar el compromiso con la cooperación. Las Naciones Unidas se crearon en 1945 para “evitar los peligros de un nacionalismo desenfrenado y de una política de poder que ignoraba el derecho internacional”, dice Fabrizio Hochschild, asesor especial del secretario general en el 75º aniversario de la ONU.

La paz y la seguridad, los derechos humanos y el desarrollo, son los tres pilares de la Organización de las Naciones Unidas, que está compuesta por la Secretaría y varios organismos con sede en Nueva York, los más relevantes de los cuales son la Asamblea General, donde están representados los 193 Estados miembros de la ONU, y el Consejo de Seguridad, la única entidad internacional que puede emitir resoluciones legalmente vinculantes y autorizar intervenciones militares. La ONU es también un sistema de una treintena de programas, fondos y agencias especializadas, como la Organización Internacional del Trabajo (OIT), el Programa Mundial de Alimentos, el Fondo Monetario Internacional y la Organización Internacional para las Migraciones, localizados en todo el mundo y financiados principalmente a través de contribuciones voluntarias nacionales.

En los últimos años ha resurgido el “nacionalismo desenfrenado” que está poniendo contra las cuerdas la esencia multilateral de la ONU. “El mayor temor de los fundadores de las Naciones Unidas era que se repitiera lo que ya habían visto dos veces en su vida: dos devastadoras guerras mundiales y, sobre todo, un enfrentamiento nuclear”, explica Hochschild a Equal Times.

La política nacionalista ha avanzado en países como los Estados Unidos, Brasil, la India y Turquía; países influyentes cuya democracia parecía firmemente arraigada. Por primera vez desde 2001, las autocracias son mayoría en el mundo, según un informe de 2020 del V-Dem Institute, un grupo de reflexión con sede en la Universidad de Gotemburgo, Suecia.

El 54% de la población mundial está hoy regida por Gobiernos no democráticos, mientras que el 35% restante vive en países que se están volviendo autocráticos. Casi todos los parámetros del progreso social parecen estar en declive, desde los derechos laborales a la justicia racial o el estado del medio ambiente.

“El orden posterior a la Segunda Guerra Mundial es muy inestable”, afirma Thomas Weiss, profesor de la City University of New York’s Graduate Center y autor de What’s Wrong with the United Nations and How to Fix It (En qué fallan las Naciones Unidas y cómo arreglarlo). “El multilateralismo está en entredicho, no sólo por los EEUU y la Administración Trump, sino por muchos otros países”.

El Acuerdo de París sobre el Cambio Climático –un conjunto de tímidos compromisos de carácter voluntario, destinados a contener una catástrofe ambiental que haría invivible nuestro planeta– puso al descubierto el deterioro de la cooperación internacional. Los EEUU, que lideraron las negociaciones bajo la Administración de Obama, han formalizado su decisión de retirarse del mismo. Brasil ha anunciado planes medioambientales nacionales incompatibles con sus compromisos. Y muchos otros países están muy lejos de la meta de reducir sus emisiones de carbono, de aquí a 2030, lo suficiente para impedir que el calentamiento global aumente por debajo de los 2˚C.

¿Dónde está el fallo?

La ONU, en muchos sentidos, ha tenido un éxito increíble. Ha contribuido a lo que algunos consideran la etapa más pacífica en el mundo desde la Edad Media. Además, ha influido en la drástica reducción de la pobreza extrema, en la descolonización del Sur Global y la previsible erradicación de enfermedades como la poliomielitis y la tuberculosis. A través de las Naciones Unidas, se adoptó la Declaración Universal de los Derechos Humanos en 1948, el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales. Hace veinticinco años, la ONU también lanzó la Plataforma de Acción de Beijing, que sigue siendo uno de los compromisos más firmes con los derechos de las mujeres en todo el mundo.

Sin embargo, la organización adolece de defectos inherentes que erosionan la credibilidad de la colaboración internacional. El poder de veto de los cinco miembros permanentes del Consejo de Seguridad ha paralizado a la ONU desde su creación. “El Consejo de Seguridad estaba abocado a ser un órgano disfuncional en el centro de la ONU”, afirma Louis Charbonneau, director de Human Rights Watch para las Naciones Unidas.

China, Francia, Rusia, Reino Unido y EEUU poseen la prerrogativa de veto. Un poder que puede bloquear cualquier resolución, incluso si la apoyan los otros 14 miembros del Consejo (compuesto, además de por los cinco miembros permanentes, por diez miembros elegidos por un periodo de dos años). Esta disfunción dio lugar a que no se impidieran las guerras genocidas de Ruanda y de la antigua Yugoslavia, en los años noventa, y ha sido clave para la prolongación de las graves violaciones del derecho internacional en Yemen, Palestina y Siria. Las limitaciones del Consejo también se pusieron de manifiesto en marzo de 2003, cuando el Reino Unido y los Estados Unidos invadieron Iraq sin autorización. Hoy, el Consejo está demostrando su incapacidad para impedir la limpieza étnica perpetrada en Myanmar (Birmania) contra el pueblo rohinyá, que puede equivaler a un genocidio, según la ONU.

“¿Qué ha hecho el Consejo de Seguridad de la ONU en Myanmar? Casi nada. Ya lo vimos en Sri Lanka [durante la guerra civil de 1983 a 2009]”, lamenta Charbonneau.

Con un Consejo de Seguridad paralizado, la ONU ha sido con frecuencia ineficaz en su mandato. Sin embargo, en otros casos ha evitado la violencia masiva. Sólo en la última década, la ONU y la Unión Africana tienen el mérito de haber disuadido las luchas genocidas en la República Centroafricana y en el sur de Sudán, afirma Hochschild.

Se han presentado al menos seis propuestas diferentes para reformar el Consejo –que proponían añadir miembros, suprimir o limitar la prerrogativa de veto o, simplemente, mejorar sus métodos de trabajo–. Sin embargo, los miembros permanentes han bloqueado sistemáticamente cualquier intento de reforma y Charbonneau no ve con optimismo la posibilidad de una próxima reorganización del Consejo: “No creo que ocurra en lo que me queda de vida”, dice con rotundidad. Incluso la modesta propuesta de Francia de que los miembros permanentes renuncien voluntariamente a su poder de veto en casos de genocidio, crímenes de lesa humanidad y crímenes de guerra a gran escala, sólo recibió el apoyo del Reino Unido.

La acción intermitente de la ONU no solo deriva del Consejo, también del secretario general, cuyo liderazgo establece los principios y prioridades de la organización. El actual secretario general de la ONU, António Guterres, se ha mostrado, desde que asumió el cargo en 2017, “muy reacio a criticar a los Estados miembros de la ONU involucrados en las peores atrocidades. No quiere señalar a ningún país”, dice Charbonneau. “Algo que se ha convertido en su sello particular”. En concreto, Guterres, ex primer ministro de Portugal, ha guardado silencio sobre los llamados campos de reeducación en la provincia de Xinjiang, que forman parte del programa de detenciones arbitrarias masivas, tortura y vigilancia de los musulmanes uigures del Gobierno chino.

La reticencia del secretario general a criticar a los Estados miembros se produce a medida que los países autoritarios van ganando influencia dentro de la organización. Luego de los Estados Unidos, China es el segundo mayor contribuyente financiero de la ONU y ha utilizado esa influencia para “socavar sistemáticamente la importancia de los derechos humanos”, según Charbonneau. El creciente peso de China en la ONU “no debe considerarse en modo alguno un fortalecimiento del multilateralismo”, dice Weiss. “Debe ser visto como un fortalecimiento de la inversión de China en política exterior”.

¿’El futuro que queremos’?

En medio de la pandemia más grave del último siglo, que a principios de septiembre había causado más de 850.000 muertes en todo el mundo, el panorama para la cooperación multinacional es sombrío. Estados Unidos, que registra el mayor número de muertes por covid-19 del mundo, ha abandonado y dejado de financiar a la Organización Mundial de la Salud de las Naciones Unidas, en un intento, según los críticos, de encubrir su desastrosa gestión de la pandemia.

La decisión se produce cuando los pobres del mundo necesitan desesperadamente la solidaridad de los países ricos. La OIT ha advertido de que 1.600 millones de trabajadores de la economía informal –casi la mitad de la fuerza laboral mundial– corren el peligro inminente de perder sus medios de vida debido a la covid-19. La recesión económica resultante de la pandemia hundirá a unos 50 millones de personas en la pobreza extrema, sólo este año.

Mientras tanto, la riqueza combinada de los multimillonarios estadounidenses se disparó hasta alcanzar la asombrosa cifra de 800.000 millones de dólares en apenas cinco meses de pandemia. El jefe de Amazon, Jeff Bezos, el hombre más rico del planeta, se convirtió durante la pandemia en la primera persona del mundo en poseer 200.000 millones de dólares. Añadió 10.000 millones de dólares a su fortuna en un sólo día.

“Me parece que la única explicación del auge del populismo, si queremos señalar una, es la globalización y sus adversidades”, afirma Weiss. La globalización ha supuesto la expansión de las desigualdades dentro y entre los países, explica, y un temor creciente a lo que se percibe como una migración masiva hacia las naciones industrializadas.

La ONU podría contribuir a compensar los perjuicios de la globalización, centrándose en lo que se le da mejor que a ninguna otra entidad intergubernamental, dice Weiss. Debería seguir promoviendo ideas, normas, principios y estándares en todo el mundo, y vigilando el cumplimiento por parte de los miembros de los compromisos internacionales como los ODS y el Acuerdo de París.

La ONU ha propiciado, por ejemplo, “un gran cambio en los derechos de las mujeres, de los refugiados y en los servicios de agua y saneamiento”, según Weiss. Para ser más eficaz operativamente, explica, la ONU debería centrarse en los 40 o 50 países que requieren la creación de instituciones después de los conflictos bélicos, algo que la organización hace “bastante bien”.

Los Estados miembros de la ONU están de acuerdo en la necesidad de cambios en el sistema actual. En su Declaración para la conmemoración del septuagésimo quinto aniversario de la ONU, que se adoptará el 21 de septiembre, se comprometen a “infundir nueva vida a los debates sobre la reforma del Consejo de Seguridad y a continuar la labor de revitalizar la Asamblea General y fortalecer el Consejo Económico y Social”. Además, declaran su apoyo a una revisión de la arquitectura de consolidación de la paz. Lamentablemente, una ONU reformada no será suficiente para contrarrestar las actuales amenazas mundiales. La creciente desigualdad, la pobreza, el hambre, los conflictos armados, el terrorismo, la inseguridad, el cambio climático y las pandemias “sólo pueden abordarse a través del multilateralismo revitalizado”, según la Declaración.

De hecho, sólo un compromiso renovado con la cooperación internacional, similar al espíritu que animó a la creación de las Naciones Unidas hace 75 años, puede aspirar a preservar el sistema que ha mantenido la paz y apoyado el progreso en las últimas siete décadas. En el homenaje al expresidente sudafricano Nelson Mandela, Guterres ya advirtió: “O luchamos juntos o nos desmoronamos”.