Los trabajadores del abacá en Ecuador exigen justicia para poner fin a 60 años de esclavitud moderna

Los trabajadores del abacá en Ecuador exigen justicia para poner fin a 60 años de esclavitud moderna

A teenage boy transports bundles of abaca fibre from the harvesting site to the machines where they will be processed. Known as burreros, these workers are usually men with little experience, woman or children.

(Marco Gaete)

En diciembre de 2003, tras treinta años de trabajar para la empresa ecuatoriana Furukawa en la producción del abacá, una planta cosechada por su fibra, Susana Quiñonez se armó de valor y decidió exigir mejores condiciones laborales a su empleador. Su petición no solo no fue atendida, sino que la reacción de la empresa fue radical: enviaron a la policía para desalojarla de la plantación donde vivía con su familia. La hija de Susana, María Guadalupe Preciado, que en ese momento estaba embarazada de su tercer hijo, solo recuerda, con la misma emoción y como si los hechos hubieran ocurrido el día anterior, los insultos, los disparos y los gases lacrimógenos. Sus hermanos, que todavía eran adolescentes, fueron encarcelados y su marido, con un disparo en la pierna y sin poder pagar el tratamiento, sucumbió más tarde a la herida.

“En el 2003, reclamé mis derechos por primera vez”, cuenta Susana a Equal Times. La mujer de 60 años relata cómo le tomó tiempo darse cuenta de que lo que sucedía en las plantaciones de la empresa “no era normal”. “Antes pensábamos que esa era la vida. Que teníamos que trabajar para sobrevivir, que la brutalidad que sufríamos era normal”. Susana recuerda que fue a través de reportajes que veía en su pequeño televisor portátil en blanco y negro que comenzó a darse cuenta de que ella también tenía derechos y de que los suyos estaban siendo violados.

Sin embargo, después del brutal desalojo de su familia, sin saber nada más que de plantaciones de abacá durante generaciones, Susanna no tuvo más remedio que pedir su reincorporación bajo la promesa de que no volvería a reclamar nada.

Furukawa, una empresa de origen japonés, se trasladó a Ecuador en 1963 para producir fibra de abacá destinada a los mercados internacionales. El abacá, una planta de la familia del plátano nativa de Filipinas, fue introducida en este pequeño país sudamericano después de los estudios realizados por Furukawa sobre las posibilidades de cultivarla allí. La zona de Santo Domingo, en el noreste del país, demostró contar con las condiciones climáticas adecuadas para el cultivo de esta planta cuya fibra extremadamente resistente se utiliza en productos como bolsas de té, filtros de máquina, billetes o papel de alta calidad. También se utiliza en las industrias automotriz y textil. Desde el comienzo de la pandemia, la demanda se ha disparado para ser utilizada en la fabricación de mascarillas para la boca. Esta multiplicidad de usos convierte al abacá en uno de los productos más exportados de Ecuador y de Furukawa, su principal productor.

Sin embargo, es en condiciones de otro siglo que cientos de familias, incluida la de Susana, han estado produciendo esta fibra durante décadas para Furukawa. La empresa alquila sus tierras a intermediarios que pagan a los trabajadores en función de su producción. Esta forma de trabajo, denominada “intermediación laboral”, es común en América Latina y permite a los terratenientes apropiarse el trabajo de los campesinos al tiempo que se descargan de toda obligación reglamentaria para con ellos. No tienen contrato, ni seguridad social y sus salarios, cuando se les paga, no les permiten vivir con dignidad, lo que genera situaciones de endeudamiento y pobreza extrema.

Condiciones de trabajo y de vida inhumanas

“El Ministerio del Trabajo en el Ecuador tiene la obligación cada año de revisar las condiciones laborales en las empresas”, señala Patricia Carrión, abogada de la Comisión Ecuménica de Derechos Humanos (la Cedhu), una organización que apoya a víctimas de violaciones de derechos humanos. “Entonces, se realizaron visitas de inspección sin que los inspectores se enteraran de nada”, se extraña la abogada. A su juicio, dos explicaciones son posibles “o los funcionarios vieron lo que ocurría y decidieron ocultarlo, o la empresa les llevaba a una de las 32 haciendas, la única que estaba en condiciones más o menos adecuadas”. Para defenderse, el ministerio aseguró que entre 2017 y 2020 se habían levantado multas, particularmente por casos de trabajo infantil.

Efectivamente, resulta difícil creer que los campamentos insalubres y las degradantes condiciones de vida de los 1.200 trabajadores, en su mayoría afrodescendientes, de las haciendas de Furukawa, pudieran escapar a los inspectores. Construidos con viejos bloques de hormigón, con pequeñas habitaciones sin luz ni ventilación, los campamentos, que fueron visitados por Equal Times, no tienen electricidad, ni agua potable y mucho menos saneamiento ni aseos. Los pozos son inutilizables y los trabajadores se ven obligados a beber agua de un arroyo cercano contaminado con residuos del abacá.

Un informe crítico elaborado en 2019 por el Defensor del Pueblo señala que estas condiciones “no es el caso aislado de un campamento, sino la práctica de Furukawa en todas sus haciendas”.

Aparte de estas condiciones de vida, no se proporcionan guantes, mascarillas ni pantalones de protección a los trabajadores para efectuar actividades peligrosas que ya han costado algunas lesiones graves e incluso amputaciones. Los filamentos del abacá pueden transformarse en verdaderas cuchillas capaces de lacerar la piel. La mayoría de los accidentes ocurren cuando la planta es convertida en fibra utilizando máquinas diésel que no han sido reemplazadas desde hace más de 50 años. Los trabajadores envuelven en ellas la planta para molerla, retirar la savia y, así, obtener la fibra. Basta un momento de distracción para que se produzca un accidente.

La servidumbre de los trabajadores, una forma de esclavitud moderna

En 2018, 123 trabajadores decidieron organizarse para llevar su caso, esta vez, ante los tribunales. Al no estar representados por ningún sindicato, solicitaron entonces la ayuda de organizaciones defensoras de los derechos humanos que, consternadas por el informe del Defensor del Pueblo y su situación de servidumbre, decidieron respaldarlos en su demanda contra el Estado por negligencia y contra la empresa por esclavitud moderna.

El Centro de Derechos Ecuménicos y Sociales (CDES), que participa en la ayuda a las víctimas, recuerda que, según la Convención relativa a la abolición de la esclavitud y las instituciones y prácticas análogas a la esclavitud, la servidumbre de la gleba es “la condición de la persona que está obligada por la ley, por la costumbre o por un acuerdo a vivir y a trabajar sobre una tierra que pertenece a otra persona y a prestar a ésta, mediante remuneración o gratuitamente, determinados servicios, sin libertad para cambiar su condición”.

Patricia Carrión especifica que, en este caso, lo que implica la esclavitud moderna es la imposibilidad de que los trabajadores salgan de su condición de siervos. “Esas personas dependen de un tercero, en este caso la empresa, para subsistir. No tienen la capacidad de cambiar de condición”, señala la abogada.

En las plantaciones de Furukawa, los trabajadores se levantan todos los días a las tres de la mañana y trabajan hasta las ocho de la noche para ganar un promedio de entre 80 y 100 dólares estadounidenses al mes.

Todos los miembros de la familia, adultos y niños por igual, participan en actividades de producción. Todas las familias, que sobreviven con menos de un dólar al día, están endeudadas, porque se ven obligadas a comprar alimentos a crédito y luego piden a la empresa que pague en su nombre, lo que significa que siempre hay que producir más para pagar lo que se debe. La empresa también les prohíbe formalmente plantar cualquier cosa que no sea abacá, lo que les priva de un mínimo de autonomía alimentaria.

“Ellos [los que dirigen la empresa] nos dicen, ‘esas tierras no son de ustedes. Ustedes están aquí para trabajar, no para sembrar. Si quieren frutas, cómprenlas’”, relata Leones Ramón, un trabajador.

Sin embargo, en una entrevista de 2019 con el medio local Revista Plan, Marcelo Almeida, gerente de la empresa, niega tener la más mínima obligación hacia los trabajadores, y cree que el intermediario “es el responsable”. Aunque Almeida reconoce que la empresa puede haber cometido “algunos errores”, rechaza las acusaciones de violación de los derechos humanos y considera que “Las condiciones de los empleados [de Furukawa] son mucho mejores que las de muchos otros en Santo Domingo”. En cuanto al violento desalojo de 2003 avanzó un: “no lo recuerdo muy bien”, antes de declarar que se produjo porque “había gente peligrosa en el campamento”, sin poder explicar por qué estas personas eran peligrosas.

Poder económico y dominación racista

Mientras preparaba sus expedientes, en vísperas de la tercera y última audiencia judicial celebrada el 14 de enero, Patricia Carrión no parecía del todo serena. En su opinión, también se trata de un juicio político complejo, ya que hay varios altos funcionarios con intereses en la agroindustria. “Enfrentamos un problema de puertas giratorias: funcionarios públicos con intereses en empresas privadas y viceversa. El trasfondo es el del poder económico que, en connivencia con el poder político, está por sobre los derechos humanos”, denuncia la abogada de los trabajadores.

Asimismo, añade que si el caso hubiera involucrado a personas blancas o mestizas, la prensa le hubiera concedido mucha más visibilidad y los tribunales lo hubieran tratado con mayor rapidez.

El problema de la explotación de los trabajadores por parte de los terratenientes en América Latina está íntimamente relacionado con la racialización de los cuerpos. Rossana Torres, investigadora en ciencias sociales del medio ambiente de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (FLACSO), recuerda que: “la invención colonial del concepto de raza mantiene efectos concretos sobre la vida de las personas que habitamos esta región”.

En una comparecencia ante el tribunal, denunció al Estado “que es culpable de discursos que continúan con la estigmatización de las personas afro”. La investigadora menciona, por ejemplo, la ocasión en que un grupo de diputados quiso visitar una de las plantaciones y los funcionarios del Ministerio del Interior les advirtieron contra “su gente peligrosa”. Estos discursos, según Rossana Torres, legitiman el dominio racista que ejerce la empresa sobre los trabajadores.

A pesar de una primera victoria histórica, la desconfianza subsiste

Minutos antes de que el tribunal de primera instancia de Santo Domingo pronunciara su veredicto, el 15 de enero de 2021, la espera era febril, pero cuando el juez dictó su decisión a favor de los demandantes, los aplausos estallaron ensordecedores. La sentencia es realmente histórica: es el primer caso de esclavitud moderna en el sector de la agricultura que se reconoce en el país y por primera vez los trabajadores ganan un proceso contra una poderosa empresa agroindustrial por discriminación y violación de los derechos humanos. La sentencia incluye el reconocimiento de un derecho de acceso a la tierra para los campesinos, la obligación de la empresa a indemnizarlos y a presentarles disculpas públicamente. El juez reconoció que el ministerio había incumplido su responsabilidad y había permitido que tales violaciones se produjeran durante 60 años. Se le condenó a indemnizar a todos los trabajadores proporcionándoles acceso a servicios como vivienda, salud y educación.

El juez también mencionó el acceso a una ayuda psicológica. Todavía no se conocen del todo los detalles de la sentencia, ya que hasta la fecha no ha sido publicada por escrito.

Aun cuando Susana y su hija dicen estar contentas con este primer resultado, no tienen intención de celebrar esta victoria hasta que no se haga efectiva. Al tiempo que la empresa y el Ministerio del Trabajo interponían un recurso de apelación, los trabajadores recuerdan que su principal interés es tener la posibilidad de acceder a la tierra y que su sueño es crear su propia cooperativa para, según confió uno de los demandantes a este medio: “exportar directamente nuestro abacá a los mercados internacionales”.

Sin embargo, resulta difícil creer que la influyente empresa abacalera esté dispuesta a ceder sus tierras sin chistar. Para los trabajadores del abacá en Ecuador, la lucha no ha terminado todavía. “Ya no queremos ser explotados, queremos un futuro diferente”, asegura Susana.

This article has been translated from French by Patricia de la Cruz