Con unos índices de pobreza en aumento, eliminar el trabajo infantil en el Líbano se vuelve aún más complicado

Con unos índices de pobreza en aumento, eliminar el trabajo infantil en el Líbano se vuelve aún más complicado

Fourteen-year-old Lebanese boy, Khodor Masri, has been working in a coal bunker since he was 12 years old.

(Ethel Bonet)

Al deambular por las ensortijadas callejuelas de la Ciudad Vieja de Trípoli y su laberíntico zoco es habitual encontrarse a niños empujando carretillas con cajas de frutas o verduras, corriendo de un sitio a otro con bolsas de plástico en las que transportan la compra de un vecino del barrio, limpiando las estanterías de una tienda de ultramarinos o preparando la masa para los manuches, el desayuno nacional libanés. Esta imagen no debería ser corriente, pero en Líbano el trabajo infantil es una incómoda realidad, y es el resultado de las fallidas políticas de protección de menores, a pesar de las millonarias ayudas internacionales y del trabajo de las agencias de la ONU (WFP, Acnur y Unicef, entre otras).

La ciudad portuaria de Trípoli es la segunda urbe más densamente poblada del Líbano, con 250.000 habitantes, y, pese a ser la cuna de dos de las familias más ricas del país —los Mikati y los Karami, canteras de primeros ministros y de gobernadores— también es la más pobre, no sólo del país sino de todo Mediterráneo, según datos del Banco Mundial. Libaneses, refugiados palestinos y sirios viven, o más bien sobreviven, de la economía informal, de los ingresos de la venta de productos de puestos ambulantes, sin horarios ni salarios.

El problema de la pobreza, y consecuentemente del trabajo infantil —aseguran los expertos entrevistados para esta crónica—, se ha agravado en los dos últimos años debido a la galopante crisis económica, acrecentada por la pandemia de covid-19 y la inestabilidad política. Así, la mitad de la población libanesa vive bajo el umbral de la pobreza. Pero en Trípoli, el porcentaje es aún mayor: ahí toca a “más del 60% de la población […] y la tasa de paro es del 80%”, señala a Equal Times Khaldoun Sharif, economista libanés. En barrios tan marginales como Bab El Tabaneh, “el 78% de sus residentes” es “tremendamente pobre”, añade.

En un marco de miseria y falta de oportunidades, muchos niños y sus familiares concluyen que estudiar no les va a dar de comer, que no les traerá un futuro mejor. Así que muchos chicos a la edad de 12 años empiezan a trabajar y abandonan la escuela. Es la pescadilla que se muerde la cola. Khodor Masri está ensimismado, partiendo trozos de carbón con un utensilio metálico, y sentado de cuclillas en un pequeño almacén cubierto de lonas de plástico. Ahora tiene 14 años pero empezó a trabajar a los doce después de que se mudara con su familia a Bab el Tabaneh desde la fronteriza ciudad de Akkar. Su padre perdió el trabajo porque tenía problemas de corazón y no le venía bien hacer demasiado esfuerzo físico. Así que, como los alquileres allí eran más caros, decidieron mudarse a Bab el Tabaneh, en donde vive un tío suyo.

En el negocio del carbón trabaja Masri y un hermano mayor y, a veces, cuando tiene tiempo, su tío. Al día, haga las horas que haga, gana 10.000 libras libanesas, que con la depreciación de la moneda local al cambio, ronda 1 euro.

Al principio de la pandemia, Masri intentó compaginar su trabajo con las clases en línea, pero debido a que la conexión de internet era muy débil y cara, y que tenía la impresión de no aprender nada, decidió abandonar los estudios. Unos metros más allá del almacén hay un taller mecánico. Allí trabajan Marwan, de 13 años, y otros dos chicos que pueden tener su misma edad pero que rehúsan hablar con la periodista. A Marwan se le ve con mucho desparpajo. Gana 35.000 libras libanesas a la semana y su trabajo consiste en atornillar tapacubos, mirar la presión de las ruedas, y cambiar las almohadillas de la máquina de pulir el encerado. Marwan es el mediano de sus nueve hermanos; los cuatro mayores, dos chicos y dos chicas, también trabajan. Sus dos hermanos mayores son chatarreros y se dedican al reciclaje. Cobran por kilo de chatarra 5.500 libras libanesas. Entre Marwan y sus dos hermanos mayores ganan para cubrir el alquiler y los servicios de gas, agua y electricidad. Su padre trabaja de pintor de obra, pero con la crisis económica y la pandemia cada vez encuentra menos paredes que encalar.

Además de la crisis económica y sanitaria —y, más reciente la explosión del puerto de Beirut—, que limitan la capacidad de acción de las autoridades, en las conservadoras calles suníes de Trípoli se desconfía por lo general del Gobierno central, manejado por los intereses y ambiciones del partido-milicia chií Hezbolá. Tampoco ayuda el hecho de que, en el índice de percepción de corrupción de Transparencia Internacional, Líbano se sitúe en el último tramo de la tabla, en el puesto 149 de 179 (en 2020).

La política de marginalidad del centro hacia Trípoli está detrás de la elevada incidencia de niños que abandonan la escuela para ponerse a trabajar. Así, Trípoli, que cuenta con 90 escuelas públicas y 24 escuelas privadas de primaria con un total de 69.000 estudiantes, tiene la tasa de abandono escolar más altas del país: del 16%; y de analfabetismo, un 13%, entre mayores de 11 años, según ONG locales.

Para los niños refugiados, más precariedad y más incertidumbre

El Líbano y Siria están separados físicamente por una frontera, sin embargo están hermanados históricamente. Al principio, cuando miles de sirios entraron al Líbano huyendo de la guerra, estos no fueron recibidos como refugiados sino como huéspedes, si bien, después de una década, y tras acoger a más de 914.000 refugiados (más de la mitad de ellos niños), la opinión ha cambiado y sus condiciones socioeconómicas han mermado. Husein Dahar y su primo Abdu Daud tienen la misma edad, 10 años, los mismos que tiene la guerra siria. Los dos niños sirios han nacido en el Líbano, pero no están registrados ni por las autoridades locales ni por el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los refugiados (Acnur), de modo que se las arreglan para vivir sin papeles. Dahar se ha convertido en el cabeza de familia desde que su padre se volvió a Siria cuando comenzaron los retornos voluntarios en 2018. Los dos niños sirios trabajan recogiendo plástico de la basura para llevarlo a reciclar. Dahar no sabe ni leer ni escribir pero sí contar. Contar las horas que trabajan que a veces superan la decena y los kilos de basura que recogen para que no les engañen al pagarles.

Organizaciones internacionales y ONG locales, si bien no han podido actualizar sus cifras en los últimos años, coinciden en señalar que el trabajo infantil se ha disparado desde la segunda mitad de 2019 con la crisis económica, ya que aún más familias se han empobrecido. En el caso de los refugiados sirios la proporción es alarmante: el 88% vive bajo el umbral de la pobreza, es decir con menos de 3 dólares al día, en comparación con el 55% un año atrás (2018), según estadísticas de Acnur.

Durante décadas, el Líbano se ha abastecido de jornaleros sirios en la época de la vendimia o para la recogida de cereales y frutas de temporada. Pero desde hace 10 años los temporeros sirios se han convertido en refugiados, que han traído consigo a sus familias. Ahora “el 75% de los niños refugiados sirios que trabajan en el valle de Bekaa son temporeros”, según un informe de la Oficina de Asuntos Laborales Internacionales (ILAB). Esto se debe, entre otras razones, a que los refugiados sirios (adultos) enfrentan restricciones legales a la hora de trabajar, y muchos de ellos están en situación irregular en el Líbano. Para trabajar legalmente necesitan estar registrados en Acnur o tener patrocinadores locales, y pagar un permiso de trabajo. “Debido a esta situación de irregularidad entre muchos refugiados adultos, los niños son más vulnerables al trabajo infantil”, puesto que a éstos no se les pide papales, explica a Equal Times Jackeline Atwi, coordinadora del Programa de Protección Infantil del Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (Unicef).

En coordinación con ONG locales, Unicef ha introducido el sistema de educación informal en los asentamientos temporales de refugiados sirios, distribuidos en el valle de la Bekaa y otras zonas del país para luchar contra el absentismo escolar y el analfabetismo entre los menores refugiados que trabajan.

La coordinadora de Unicef considera que las autoridades libanesas están dando pasos para intentar erradicar el trabajo infantil en los últimos años, pero “no es suficiente”. En 2019, el gobierno adoptó una política abierta para admitir a todos los niños refugiados en la escuela, independientemente de si contaban o no con la documentación requerida para la matrícula escolar. Para ello, el Ministerio de Educación abrió 240 escuelas públicas de primaria con turno de tarde para que los refugiados sirios pudieran atender las clases. Sin embargo, la responsable de Unicef recuerda que los niños libaneses en general, y los niños refugiados sirios en particular, enfrentan barreras para acceder a la educación, que van desde el coste del transporte y del material escolar hasta, en el caso de los segundos, sentir discriminación y acoso escolar.

Atwi cree que para que las estrategias funcionen se tiene que analizar el problema del trabajo infantil de una forma “realista”. Si bien el objetivo es erradicarlo, Atwi asegura que “no funciona simplemente con abrir escuelas públicas para que haya más niños matriculados, sino [que hay que] ofrecer una alternativa a estas familias. Es decir, si los menores no tienen más remedio que trabajar, que también puedan dedicarle unas horas a aprender a leer, a escribir, a las matemáticas”, lo que les dará más oportunidades de cara al futuro.

Otra iniciativa puesta en marcha por el Ministerio de Trabajo ha sido revisar el código laboral con el objetivo de elevar la edad mínima para trabajar a los 15 años. La edad mínima es una de las trabas legales a las que se enfrentan las organizaciones humanitarias que promueven la erradicación del trabajo infantil, ya que “en base a las leyes libanesas, la edad mínima para trabajar son los 14 años y esto lleva a que muchos menores no acaben su educación general básica”, que culmina, por ley, a los 15, lamenta Atwi.

“Estamos haciendo lo posible para concienciar de esta problemática a los refugiados y le brindamos todo el apoyo al gobierno libanés”, asegura la responsable de Unicef, reconociendo que no consiguen llegar a todos los niños refugiados que desean. Pero sí a Rana, una refugiada siria, que aunque trabaja como temporera no ha renunciado a aprender.

La niña sueña con tener un futuro, con ser maestra o pediatra, y por eso ha intentado hacer lo posible para no perderse las clases informales, que se imparten en un recinto al aire libre en el asentamiento temporal donde vive con su familia en Zahle (Valle de la Bekaa). “Los niños tenemos que jugar y aprender, no trabajar”, reclama Rana.

This article has been translated from Spanish.