La conquista del espacio: un asunto de nivel geoestratégico entre grandes potencias

La conquista del espacio: un asunto de nivel geoestratégico entre grandes potencias

The most novel aspect of the new space race is the central role occupied by private business actors, with companies such as SpaceX (Elon Musk), Blue Origin (Jeff Bezos) and Virgin Galactic (Richard Branson) leading the way. SpaceX’s interplanetary spacecraft prototype construction site for missions to the Moon and Mars, April 2021, Boca Chica, Texas.

(AFP/Reginald Mathalone/NurPhoto)

Desde el lanzamiento del satélite artificial Sputnik 1, en 1957, no cabe duda alguna de que la conquista del espacio es un asunto prioritario en la agenda de las grandes potencias. Desde entonces, a los tradicionales ámbitos de competencia estratégica −tierra, mar y aire− se ha sumado el espacial, de tal manera que, más allá de la dinámica alimentada por el ansia humana de saber y de traspasar las fronteras de lo ya conocido, hay que entender que la carrera espacial es, por encima de cualquier otra consideración, un elemento central de la lucha por la hegemonía planetaria entre las muy contadas potencias globales existentes.

Durante la Guerra Fría, y aunque en sus últimos años otros actores trataran de ir ocupando posiciones en esa exigente contienda, el desafío era básicamente cosa de dos: Estados Unidos (EEUU) y la Unión Soviética (URSS), o viceversa. Para unos EEUU, que se veían a sí mismos como el más avanzado polo tecnológico del planeta llamado a liderar a la humanidad, el adelantamiento de Moscú, con el lanzamiento del ya citado Sputnik (4-10-1957), supuso un impacto de gran magnitud, no solo porque era un golpe directo a su prestigio por parte de un rival al que no se le suponía ese nivel de desarrollo en el ámbito espacial y en tecnología de misiles. En el contexto de la confrontación bipolar en la que ambos estaban sumidos y cuando ya la URSS había realizado su primera prueba nuclear en 1949, la lectura inmediata en Washington era que si Moscú podía colocar un satélite en órbita también podría lanzar los misiles balísticos intercontinentales dotados de cabezas nucleares que acababa de probar ese mismo año con el potentísimo cohete R-7 Semyorka.

La respuesta, con el Departamento de Defensa como impulsor principal −lo que vuelve a dejar claro que la carrera espacial ha sido y es, antes que nada, un asunto de carácter estratégico y, en esencia, militar− fue inmediata. Por un lado, se incrementó notablemente el apoyo al proyecto de la Armada (Proyecto Vanguard), lo que permitió que el 31 de enero de 1958 Washington lograra situar un satélite en órbita (Explorer) y lanzar asimismo su primer misil balístico intercontinental. Por otro, ese mismo año se creó el ARPA (Advanced Research Projects Agency, que muy pronto pasaría a denominarse DARPA, Defense Advanced Research Projects Agency) y la NASA (National Aeronautics and Space Agency, el 29 de julio). Igualmente se creó el programa UGM-27 Polaris (misiles balísticos lanzados desde submarino) y el presidente John F. Kennedy aprobó el desarrollo de 1.000 misiles LGM-30 Minuteman.

De ese modo, para cuando los primeros seres humanos lograron posar sus pies en la Luna (20 de julio de 1969), la carrera armamentística estaba ya en pleno desarrollo, con la creación por parte de ambos contendientes de arsenales nucleares tácticos y estratégicos que sumían a la humanidad en el tétrico escenario de la Destrucción Mutua Asegurada, en la que seguimos inmersos hoy en día.

Así, dejando en un segundo plano los esfuerzos de Gran Bretaña, Francia, China, India, Pakistán e Israel, ambas superpotencias terminaron por dotarse de la llamada “triada nuclear” −misiles estratégicos con base en tierra, en submarinos y en bombarderos− y por acumular más 60.000 cabezas nucleares.

En paralelo, también ambos mejoraban tecnológicamente sus vectores de lanzamiento con motores cada vez más potentes en una carrera “civil” no menos intensa. Fruto de ello, y en contra de la opinión mayoritaria que suele dar como vencedor de esa carrera a Washington (concentrado a partir del Apolo XI en el desarrollo de transbordadores espaciales de baja órbita), es a Moscú a quien cabe conceder mayor crédito no solo por ser el primero que colocó un satélite en órbita, sino porque hizo lo propio con el despegue de un viaje tripulado (12 de abril de 1961), con la primera caminata espacial (18 de marzo de 1965), con el lanzamiento de la primera estación orbital (Salyut 1, 19 de abril de 1971) y con la primera estación orbital permanente (MIR, 20 de febrero de 1986).

Nuevos competidores estatales y privados ¿y militarización del espacio?

Paradójicamente el fin de la confrontación bipolar, con la implosión de URSS en diciembre de 1991, derivó en una novedosa colaboración ruso-estadounidense, alimentada por razones económicas y, sobre todo, por el temor de Washington a que la profunda crisis de su principal contrincante supusiera la huida de científicos espaciales rusos hacia Corea del Norte o Irán. Así llegó una era de trabajo conjunto que culminó con el despliegue de la Estación Espacial Internacional (EEI) cuando la MIR, en 2001, llegó al final de su vida útil.

Aunque en ese empeño participaron quince agencias nacionales sumando sus capacidades y aunque la EEI sigue hoy activa, sería un error suponer que llegados a ese punto la conquista del espacio dejaba de ser un ámbito de competición militar entre grandes. Por el contrario, y ya metidos en el presente siglo, la carrera ha vuelto a cobrar un dinamismo inusitado con nuevos actores y características.

En primer lugar, a los dos tradicionales competidores se les han sumado otros países que plantean objetivos muy ambiciosos, hasta el punto de que hoy hay más de cuarenta países con programas espaciales activos, en diferentes fases de desarrollo.

Una competición de la que, a pesar de sus considerables capacidades técnicas y económicas, la Unión Europea parece haberse autoexcluido, en lo que atañe a su perfil geoestratégico, por su falta de voluntad para dotarse de una sola voz en el concierto internacional, y en la que, como contrapunto sobresaliente, China ha entrado con inusitada fuerza.

Aun así, lo más novedoso de la actual carrera espacial, cuando ya se cuentan por miles los satélites que orbitan el planeta y sistemas de navegación como GPS, Galileo, Beidou y Glonass son ya realidades operativas, es el protagonismo que han adquirido los actores empresariales privados, con empresas como SpaceX (Elon Musk), Blue Origin (Jeff Bezos) y Virgin Galactic (Richard Branson) en cabeza. Eso no quiere decir, desde luego, que los Estados se hayan retirado, sino más bien que la asociación público-privada se ha ido asentado como el nuevo marco de colaboración. Si ya en 2016 se estimaba que la economía espacial movía anualmente en torno a unos 326.000 millones de dólares (3/4 partes en manos del sector privado), Morgan Stanley pronostica que serán 1,2 billones en 2040.

De hecho, es esa competencia empresarial la que, al hilo de desarrollos tecnológicos cada vez más asombrosos, está provocando en buena medida que, gracias a la reducción de costes que se está produciendo, sean factibles proyectos que hasta hace poco resultaban absolutamente imposibles. Así, a modo de ejemplo, tanto China (posando en enero de 2019 una nave en su cara oculta) como EE UU (aunque la fuerza de los hechos ha llevado a la administración Biden a reconocer la imposibilidad de hacerlo en 2024 con el programa Artemis), vuelven a plantearse misiones lunares. Y el horizonte se amplía aún más con planes para llegar a Marte y más allá, con objetivos que combinan tanto la búsqueda de prestigio como beneficios más tangibles, sean los derivados de las telecomunicaciones, la adquisición de datos o la minería y el turismo espacial.

Por mucho que eso sea lo que actualmente atrae más la atención mediática, es obvio que en un plano no menos relevante continúa sin freno el desarrollo tecnológico aplicado a la militarización del espacio.

No solo se trata de que Estados como Rusia estén actualmente empeñados en los más ambiciosos programas de su historia para modernizar sus arsenales estratégicos, con China procurando colocarse a su altura, sino de que ese mismo impulso tecnológico hace pensar en una imparable militarización del espacio, sin que parezca posible que el único acuerdo internacional en la materia −el Tratado del Espacio Ultraterrestre, firmado en 1967 con el claro propósito de evitarlo− parezca un instrumento suficientemente adecuado para evitarlo.

This article has been translated from Spanish.