¿Está el dinero físico condenado a su desaparición?

¿Está el dinero físico condenado a su desaparición?

In this 8 November 2021 photo, a vegetable stall in a market in New Delhi, India, displays the QR code of Paytm, a digital payment application for mobile phones.

(AFP/Sajjad Hussain)

Para muchos jóvenes suecos, un billete es poco menos que una reliquia. Muchos pueden pasarse meses sin ver uno. ¿Para qué, si existe Swish, una aplicación del móvil que permite pagar en cualquier tienda al instante y enviar dinero inmediatamente a cualquier persona? En la otra punta del mundo, en China, cuna del dinero en papel, Alipay y WeChat Pay han absorbido por completo el mercado de los pagos: es tan fácil como enseñar un código QR en la pantalla del móvil, en la misma aplicación en la que hablas con tu familia o haces compras online. ¿Cómo puede un billete competir contra estas aplicaciones?

Han pasado 72 años desde que apareciera la primera tarjeta de crédito independiente, la Diners Club, y en este tiempo, el sistema de pagos ha evolucionado tan deprisa que el Banco Central de China ya lleva tiempo probando en varias ciudades el yuan digital, con la intención no tan lejana de reducir los pagos en efectivo al mínimo, si no hacer desaparecer el dinero en papel por completo. El Banco Central Europeo también está estudiando la creación del euro digital, aunque “complementaría” al efectivo: “Un euro digital sería una opción más para realizar tus pagos y los facilitaría, contribuyendo a la accesibilidad y a la inclusión financiera”, asegura la institución.

Ciertamente, para todo tipo de Gobiernos, la idea de tener un registro de todas las transacciones de sus ciudadanos es un sueño.

Para los más autoritarios e intrusivos, poder saber qué hacen sus ciudadanos con su dinero en tiempo real supondría una marea de datos, y la posibilidad de cazar pagos o movimientos ‘indeseables’. Incluso para los Estados liberales, que confíen en la empresa privada y protejan la privacidad de cada movimiento, el registro serviría, como mínimo, para evitar los pagos en negro y la evasión fiscal. Y eso es sin contar con la posibilidad de dar estímulos puntuales a los ciudadanos, enviando dinero a los monederos de cada uno, sin los problemas que EEUU o Brasil, por poner dos ejemplos, tuvieron para localizar a los destinatarios de sus programas de estímulo durante la pandemia de covid-19.

Pero, ¿de verdad facilitaría la inclusión financiera de las capas más desfavorecidas este cambio? Hay motivos para pensar que sí, aunque también hay claros riesgos de un cambio de tal magnitud.

¿Qué pasa con las personas mayores y las capas desfavorecidas?

La idea de usar dinero digital es bastante plausible. Desde luego, si hay un instrumento financiero que se ha generalizado en el mundo, son las tarjetas: según el estudio de la OCDE de 2020, un 70% de las personas en una serie de países desarrollados y en vías de desarrollo tenían alguna forma de tarjeta de pago, una cifra que llegaba al 81% en los países miembros de la organización. Pero ese dato apunta a una clara realidad: hay un gran número de personas que no quieren, o no pueden, acceder a estos sistemas. Incluso en los países desarrollados, en los que la inmensa mayoría de la población tiene acceso estable a internet y una cuenta bancaria: como se ha visto recientemente en España con el movimiento “Soy viejo, no idiota”, las personas mayores tienen grandes problemas para adaptarse a los nuevos mecanismos. Según el estudio de Fanny Norrestad, en 2019 apenas un 8,3% de los mayores de 65 años en Estados Unidos –una de las mayores potencias tecnológicas del mundo– usaba la banca móvil de forma principal para manejar sus ahorros. Había que ir hasta los menores de 35 años para encontrar una mayoría (62%) de usuarios digitales.

Pero hay otros dos grupos que también tienen numerosos problemas para acceder a estos servicios: residentes en zonas sin conexión estable a internet y los más desfavorecidos, justo los que no pueden permitirse pagar para mantener una conexión móvil o dar datos para abrir una cuenta bancaria. Precisamente dos grupos que destacan ampliamente en los países en desarrollo.

India ha desarrollado un sistema para mantener un registro de sus más de 1.380 millones de habitantes, llamado Aadhaar, que usa información biométrica –por ejemplo, los datos de la pupila– y demográfica para identificar a cada persona. Con este sistema se puede enlazar una persona a una cuenta bancaria, y transferir subsidios directamente a los que estén en riesgo de pobreza o cumplan ciertos requisitos demográficos. La diferencia en este caso es que Aadhaar no es un sistema de pago directo, sino meramente identificativo. Pero esa conjunción puede ayudar a personas en riesgo de pobreza: el programa Bolsa Familia de Brasil manda tarjetas con el dinero del programa por correo postal a la mujer cabeza del hogar, para que vaya a retirar el dinero a oficinas de banca. Un sistema que permitiera unir a cada persona a una cuenta facilitaría el proceso, al no tener que enviar nuevas tarjetas cada mes.

Pero el mismo Gobierno de India muestra los riesgos de un programa indiscriminado de eliminación del dinero en efectivo: en 2016, el primer ministro, Narendra Modi, anunció la desmonetización de las dos denominaciones de billetes más usadas, para forzar a los ciudadanos a cambiarlas por nuevos billetes o pagar con tarjetas.

El objetivo era aflorar el supuesto dinero negro oculto por grupos criminales, incentivar el uso de tarjetas y otros medios de pago y reducir el número de billetes falsos. El resultado, según Gabriel Chodorow-Reich et al. (2019), fue una caída del PIB de 2 puntos, una contracción similar en el crédito y poca o ninguna evidencia de que tuviera éxito en los demás puntos, salvo en incentivar el uso de pagos digitales. ¿Valía la pena el coste?

Un resultado de estos problemas es la creación de un sistema financiero ‘analógico’ que intenta copiar algunas de las características del digital, pero sin necesidad de un acceso generalizado a internet. Por ejemplo, en África destacan los sistemas de pago y envío de dinero mediante teléfonos móviles no inteligentes, como M-Pesa, Airtel o mKesh, que permiten hacer envíos y pagos mediante SMS, con una red de locales en los que retirar efectivo y gestionar balances. Según un informe de la Fundación Bill y Melinda Gates de 2021, estos sistemas aumentan el consumo y la capacidad de resistir impactos financieros, mejoran la empleabilidad de sus usuarios y reemplazan a los ahorros informales.

En otro grupo de países tenemos aquellos en los que la moneda sufre inflaciones galopantes, como es el caso de dos hitos de la hiperinflación, Zimbabue y Venezuela, y un país en el que lo extraño es que la inflación esté por debajo del 10% anual, como es Argentina. En esos países es común la desaparición o escasez del dinero en efectivo por dos motivos: los bancos centrales no son capaces de mantener el ritmo de impresión de dinero y la creación de billetes más grandes según suben los precios, y los ciudadanos quieren usar la moneda local lo menos posible, lo que suele llevar a una dolarización de facto. Estos sistemas financieros viven en una enorme tensión: los Gobiernos no aceptan formalmente la moneda que los ciudadanos quieren usar, y la que sí acepta el Gobierno es una patata caliente que las personas quieren pasar a otro cuanto antes.

En estos casos, la existencia del dinero digital es fundamental, en un sentido bastante perverso: llevar encima fajos de billetes sin apenas valor es enormemente inconveniente, y la alta velocidad de circulación del dinero hace que los billetes se dañen y deban ser remplazados a un ritmo inasumible. Es mucho más cómodo para todos tener terminales de punto de venta para realizar pagos. El problema es que el verdadero deseo de los ciudadanos es ingresar dólares: esos billetes están bien vistos en todas partes. Eliminar por completo los pagos en efectivo, en estos casos, dañaría la economía al impedir a la gente usar su moneda preferida. No hay que ir muy lejos para ver el fracaso del Gobierno venezolano a la hora de introducir una criptomoneda, el Petro, para intentar reemplazar (o respaldar) al hiperinflado bolívar y hacer innecesario el odiado dólar.

¿Son las criptomonedas el futuro?

Pero si hay un instrumento que parece destinado a reemplazar el dinero en efectivo –o eso aseguran sus proponentes– son las criptomonedas. Un producto que, en teoría, debería permitir pagos inmediatos y gratuitos, sin el riesgo de inflación ni control de terceros. Estas características, sin embargo, son bastante dudosas: el bitcoin apenas puede gestionar 7 operaciones por segundo, frente a las 65.000 que puede soportar Visa. La enorme volatilidad de su valor, sin ninguna institución que lo gestione ni respalde, causa grandes movimientos en los precios. Y el sistema está basado en una estructura de incentivos que fuerza a pagar comisiones por cada transacción, normalmente superiores a las que cobran los bancos.

Pero, incluso con todo ello, el problema es que su uso es extraordinariamente complejo y requiere de una combinación de todos los retos que hemos mencionado antes. Si todavía hay un enorme porcentaje de la población que no usa la banca móvil como su principal vía de acceso, en las criptomonedas es la única vía. Este sistema requiere conexión permanente a internet y tecnología moderna. Y, al contrario que todas las demás, no hay nadie que respalde su valor, controle el comportamiento honesto de sus participantes ni repare robos o pérdidas de un ciudadano.

Una contraseña perdida es el fin de todos los ahorros de una persona, un riesgo inasumible para la gran mayoría de los ciudadanos.

A eso hay que sumarle la extraordinaria complejidad de sus mecanismos de ahorro e inversión, las llamadas Finanzas Descentralizadas o DeFi. Si la media de conocimiento financiero de los países de la OCDE, según su estudio de 2020, es de 62 sobre 100, y la mayoría de los ciudadanos apenas compra productos más complejos que un crédito ordinario o un depósito a plazo fijo, es difícil imaginar una ola de inversiones en contratos inteligentes gestionados con stablecoins.

En un mundo ideal, Gobiernos, sistemas educativos y otras partes interesadas harían todo lo posible por educar financieramente a la población y facilitar su acceso a todo tipo de mecanismos de pago y ahorro. Por desgracia, las diferencias en desarrollo humano y económico hacen que este objetivo sea imposible. Como se ha visto en el caso de África, las innovaciones financieras, por analógicas que sean, animan el crecimiento económico de las familias y su nivel de bienestar. Lo ideal, en este caso, es ir a donde están las personas y ofrecerles mejoras y soluciones que se adapten a su situación. Intentar implantar desde arriba mecanismos, como el pago digital único, que dejan fuera a un porcentaje significativo solo resultará en pobreza y exclusión. El dinero virtual ya convive sin problemas con el físico. Pero los billetes de papel aún tienen mucho uso por delante.

This article has been translated from Spanish.