La disputa por la sostenibilidad: falsas soluciones frente a alternativas reales

La disputa por la sostenibilidad: falsas soluciones frente a alternativas reales

Customers buy televisions at a shopping centre during Black Friday (now a global shopping event), in São Paulo, Brazil, on 25 November 2021.

(AFP/Nelson Almeida)

[Este artículo se publicó por primera vez el 28 de abril de 2022].

Hubo un tiempo en el que el activismo ecologista concentró sus esfuerzos en hacerle entender a gobernantes, empresarios y a la opinión pública que había que caminar hacia la sostenibilidad de la actividad económica. Hoy los adjetivos sinónimos “sostenible” y “sustentable” –alternándose con calificativos como “verde” o “ecológico”– inundan los discursos políticos y la narrativa del marketing publicitario. Las apelaciones de los movimientos ecologistas tuvieron éxito, pero se trató, tal vez, de una victoria pírrica.

En la actualidad, la batalla discursiva tiene que ver con el contenido del término “sostenibilidad” y con la discusión acerca de si los problemas ecológicos que provocó el sistema capitalista de mercado pueden resolverse con más mecanismos de mercado. Y aquí es importante aclarar que, cuando hablamos de “problemas ecológicos”, nos referimos no sólo al cambio climático, sino también a la pérdida de biodiversidad, la contaminación de océanos y territorios, la infertilidad y desertificación de la tierra, la generación creciente de residuos, la emergencia de pandemias y otras dimensiones del colapso de los ecosistemas a los que daremos el nombre genérico de la cuestión ecológica.

Pero, ¿qué significa sostenibilidad? El término ganó notoriedad con el Informe Brundtland, publicado en 1987 para las Naciones Unidas. El texto enfrentaba la posición del desarrollo económico con el de la sostenibilidad ambiental, y definía el desarrollo sostenible como “aquel que satisface las necesidades del presente sin comprometer las necesidades de las futuras generaciones”.

Sin embargo, en estos 35 años el contenido del término se ha ido vaciando, hasta llegar a un punto en el que pareciera que cualquier cosa pudiera llamarse sostenible si va de la mano de una buena campaña publicitaria, mientras el porvenir de las futuras generaciones es cada vez más incierto.

El marketing empresarial ha abusado tanto de calificativos como “verde”, “sostenible” o “bio” que se ha popularizado el término greenwashing o lavado verde para referirse a aquellas empresas que fingen preocuparse por la cuestión ecológica mientras su modelo de negocio sigue siendo altamente contaminante. Los ejemplos se cuentan por decenas: multinacionales eléctricas que se jactan de producir “energía verde” mientras dejan un enorme impacto socioambiental, especialmente en los países del ‘Sur Global’; frutas “ecológicas” que fueron transportadas a lo largo de miles de kilómetros y envasadas profusamente en plásticos; colecciones de moda “sostenibles” que se basan en el mismo modelo de moda rápida (fast fashion) que vulnera los derechos de los trabajadores, utiliza sustancias químicas que perjudican su salud, contamina los territorios y genera enormes cantidades de residuos.

Es difícil exagerar la relevancia de esta disputa por la sostenibilidad, pues no se trata únicamente de una operación de marketing: con el beneplácito de las entidades multilaterales y de la mayor parte de los gobiernos, avanza una “economía verde” que propone que el mercado puede y debe resolver la cuestión ecológica; el mecanismo paradigmático es el mercado de carbono, que mercantiliza las emisiones que aceleran el cambio climático: al fin, el capitalismo ha logrado hacer del aire una mercancía.

El “capitalismo verde” es un oxímoron

La sostenibilidad entendida desde los criterios del “capitalismo verde” abre el camino a que algunas de las empresas más contaminantes del planeta sean receptoras de, por ejemplo, los jugosos fondos del llamado Green New Deal (europeo), así como de los programas Next Generation de la Unión Europa. Esto es particularmente notorio para el caso de las empresas del sector energético: compañías como Iberdrola, Enel Endesa o Naturgy basan su marketing en la apuesta por las energías verdes, mientras encabezan megaproyectos de enorme impacto socioambiental en países latinoamericanos.

Lo que está en juego es convertir la cuestión ecológica en una gigantesca oportunidad de negocio. Pero la propia idea de un capitalismo verde es un oxímoron, es decir, una contradicción de términos: el capitalismo requiere de una acumulación del capital sin fin; el planeta, por el contrario, dispone de recursos finitos.

Es muy fácil sucumbir a la tentación de creer que, como nos dicen estas empresas en sus mensajes publicitarios, podemos cambiar el planeta simplemente con comprar los productos de su nueva línea ‘eco’, sin modificar nada más, ni nuestro estilo de vida ni del entramado de poder que sostiene el orden socioeconómico actual. Problemas tan complejos como los que aquí se plantean no tienen soluciones fáciles; si parece fácil, seguramente no es la solución. Es decir, no adelantamos nada si cambiamos el monocultivo de palma aceitera por el de soja, independientemente de que la Unión Europea califique a uno como más “sostenible” que el otro. Tampoco resolveremos la crisis energética si nos limitamos a sustituir los automóviles convencionales por coches eléctricos con baterías de litio.

La desafiante época que nos tocó vivir requiere una profunda reflexión acerca de cómo hemos llegado hasta aquí. Es fundamental acertar el diagnóstico para diseñar las políticas que podrán sacarnos del agujero. La cuestión ecológica está directamente vinculada con lógicas de dominación que dan forma al mundo desde hace siglos, y que tienen que ver con las opresiones interconectadas de clase, género y discriminación racial. Si olvidamos que la herida colonial permea las sociedades contemporáneas, y pervive en diferentes mecanismos neocoloniales que actualizan las jerarquías que comenzaron a constituirse hace siglos, erramos el diagnóstico y confundimos las políticas que pueden corregir la situación. Por tanto, una visión histórica que no eluda las responsabilidades del Viejo Continente debe asumir la existencia de una deuda ecológica y climática con los países del ‘Sur Global’.

Las soluciones de la economía verde que eluden cualquier alusión a la justicia o los derechos, profundizan las desigualdades y la devastación ambiental, y alimentan el “tecno-optimismo”, es decir, la creencia de que las innovaciones tecnológicas nos salvarán del desastre. Pero no habrá geoingeniería climática capaz de librarnos del colapso ecológico si no modificamos el depredador modelo actual de producción, distribución y consumo.

Alternativas reales e imaginación política

En tiempos en los que, como dijo el autor crítico estadounidense Fredric Jameson, es más fácil imaginar el fin del mundo que el fin del capitalismo, huir de las soluciones fáciles requiere un importante ejercicio de imaginación política, pero también de valorización de experiencias que ya existen. Quienes militan en la economía social suelen ser muy conscientes de hasta qué punto sus iniciativas, por pequeñas que sean, caminan en la dirección de ensayar mundos nuevos, de pensar desde la praxis alternativas económicas a un sistema decadente. Mundos nuevos donde las cadenas de producción, distribución y consumo se acercan; donde se recupera la conciencia de las relaciones humanas que componen los intercambios comerciales; donde la ética y la justicia vuelven a recuperar un lugar, en detrimento de un mundo en el que nos habíamos acostumbrado a pensar que el más fuerte está legitimado a imponer su voluntad.

Frente a quienes se esfuerzan por cambiar algo para que nada cambie, los procesos colectivos transformadores y emancipadores se caracterizan por promover diversas formas de autogestión comunitaria: frente al individualismo que fomenta la publicidad, las iniciativas de la economía social y de los movimientos por la soberanía alimentaria y la soberanía energética enfatizan la dimensión colectiva y comunitaria. Así, las alternativas que promueven van mucho más allá de proponer alternativas individuales a las necesidades de consumo: tejen comunidad, recuperan vínculos, inventan nuevas formas de hacer y pensar juntas.

Si desechamos las soluciones fáciles, porque son falsas, entonces nos queda por delante un enorme desafío que implicará cambios tecnológicos pero, sobre todo, una profunda transformación en los imaginarios colectivos, desde donde apelar a un cambio ético y político que coloque la reproducción de la vida, y no del capital, en el centro de la actividad económica y de la vida social.

This article has been translated from Spanish.

PS.- Nazaret Castro es coautora, junto a Laura Villadiego y Brenda Chávez, del ensayo ‘Consumo Crítico. El activismo rebelde y la capacidad transformadora de la solidaridad’ (Catarata, 2021).