Colombia: niños indígenas en las calles de la capital, el rostro de un país atrapado en una violencia que no cesa

Colombia: niños indígenas en las calles de la capital, el rostro de un país atrapado en una violencia que no cesa

Deisy Milena, 18, with her 5-year-old daughter, sells her creations at a station in Bogotá. Forcibly displaced by the armed conflict, Indigenous children are forced to grow up early living on the streets of Bogotá.

(Roxana Baspineiro)

Cerca de sus madres, su refugio más seguro, se puede ver a los niños indígenas sentados a la salida de las estaciones de autobuses o repartidos por algunas zonas de la fría ciudad de Bogotá. Vestidos con sus desgastados trajes tradicionales y con una mirada que revela la dureza de sus cortas vidas, se los puede ver pidiendo algunas monedas o jugando entre ellos, ajenos a la apatía que los rodea.

Ese es el retrato de muchos infantes de comunidades indígenas desplazadas de sus territorios, que llegan a la capital colombiana huyendo de situaciones de violencia tan diversas como las que aún permean de un conflicto armado no extinto.

En Colombia, según un informe del Grupo Internacional de Trabajo sobre Asuntos Indígenas (IWGIA), hay una población indígena de un millón y medio de personas, el 3,4% de la población total, y 115 pueblos indígenas (y comunidades afrodescendientes) reconocidos como sujetos de derechos (fundamentales) colectivos por la Constitución del país.

Sin embargo, junto con las comunidades afrodescendientes y campesinas, muchos pueblos indígenas deben enfrentarse al desplazamiento forzado y al despojo de sus tierras consecuencia de una serie de factores que van desde las redes de narcotráfico, las luchas por el control de la tierra, el impacto de la minería, la persecución, los asesinatos o la pobreza que los obligan a migrar a las ciudades.

Ya en la capital, en torno a 19.000 indígenas se encuentran en situación de subsistencia, así lo indica el último Censo Nacional de Población y Vivienda de 2018, unas cifras que no habrían sino incrementado desde esta fecha.

El pueblo Emberá de la región del Chocó ha sido uno de los pueblos que más se ha visto obligado a desplazarse en los últimos años. Solo en 2022, unos mil indígenas llegaron a Bogotá y se asentaron en el conocido Parque Nacional Enrique Olaya Herrera, en medio de tensiones y enfrentamientos con las autoridades distritales que duraron meses.

Como si huir de sus contextos violentos no fuese suficiente, llegar a la ciudad para las poblaciones indígenas significa vivir en condiciones degradantes, en albergues precarios o inquilinatos de pago diario, ambos en condiciones de hacinamiento y con graves problemas de salubridad. Además, la mayor parte de este tipo de alojamientos se encuentran en sectores marginales de la ciudad, lo que también los expone a otros peligros.

Partiendo de esa situación, los indígenas en la ciudad se las arreglan para vender sus coloridas artesanías en el comercio informal; también realizan trabajos domésticos –en el caso de las mujeres–, o de construcción –en el caso de los hombres–; el peor escenario es siempre la mendicidad. Los niños, por su parte, se ven empujados a adaptarse a la realidad de los adultos.

Niños indígenas en la calle: fallas del sistema de protección

Moverse en una metrópolis de casi ocho millones de habitantes en la que la vida trascurre a cierta velocidad no es tarea fácil para un niño. Sin embargo, como si de la ley del más fuerte se tratara, se los ve desde muy pequeños aprendiendo con destreza a desenvolverse por las agitadas calles de la capital.

Así, es habitual verlos en entornos poco apropiados para menores, como son los bares y restaurantes de lujo de la ciudad, donde suelen apostarse en las esquinas o bailar al ritmo de músicas urbanas ajenas a su cultura a fin de ganarse unas monedas.

“Hay mucha tolerancia frente a que los niños estén en la calle sin saber que el estar en la calle implica no solo riesgos físicos porque pueden tener accidentes, enfermarse, etc., sino que hay un sistema de protección que no se está ocupando de estos niños en general”, dice María Kathia Romero Cano, especialista en trabajo infantil de la Organización Internacional del Trabajo (OIT) para América Latina y el Caribe.

Para la especialista, un punto importante en la espiral del problema, pero poco planteado, es el papel que juegan los ciudadanos de a pie, señalando que la indiferencia y el silencio social son aspectos clave que contribuyen a la invisibilidad de la realidad de estas poblaciones, lo que se refleja también en la actuación de las autoridades.

Se trata de una especie de complicidad en la que toda la sociedad es, de alguna manera, responsable.

“Si veo a un niño vendiendo en la esquina tengo que preguntarme por qué está ahí. No debo conformarme con que esté ahí. Tiene que haber algún tipo de reacción. Creo que eso marca mucho el tipo de respuesta que puede haber. Entonces si no hay demanda ciudadana de atender esa situación que se normaliza no pasa nada”, afirma.

Aunque la tragedia se refleja en las vivencias de las poblaciones indígenas como pueblos expulsados de sus territorios, en términos de impacto son los menores quienes se llevan la peor parte, porque en sus pequeños cuerpos se materializan todas las vulnerabilidades y violaciones de derechos fundamentales como el de la vida, la alimentación, el cuidado, la vivienda o el acceso a la educación.

Un reciente comunicado de organizaciones como Unicef y Save the Children, advierte de que al menos 16,5 millones de infantes y adolescentes necesitarán ayuda humanitaria en América Latina y el Caribe solo en 2023, situando a los niños indígenas y afrodescendientes como los grupos más amenazados, siendo la desnutrición uno de los problemas que enfrentan.

“En mi familia, no comemos todos los días, de vez en cuando aguantamos hambre. Cuando no hay, no se puede hacer nada, toca venir a trabajar así [...] o toca comer solamente arroz o beber agua de panela. En esos momentos se nos hace complicado porque digamos no sabemos qué hacer”, cuenta Deisy Milena, una joven adolescente del pueblo Emberá Chamí, de 18 años, que subsiste vendiendo las artesanías que aprendió a hacer junto a su abuela y que, según ella, es el único legado que les dejó para sobrevivir.

La historia de Deisy Milena no difiere en lo fundamental de la de muchos otros niños indígenas que llegan con sus familias desplazadas a la ciudad y acaban creciendo en las calles. Sentada en el suelo, dentro del túnel que conduce a la estación de autobuses Transmilenio, en el centro de la capital, acepta ser entrevistada. “Me hago todos los días aquí, porque el túnel me cubre del agua [lluvia] y también del frío. La gente ya me conoce y me dan permiso para trabajar acá”, comenta mientras ordena los collares expuestos en el suelo.

“Mis papás son desplazados por la guerrilla. Son de Risaralda y nos trajeron desde muy pequeños [...] Hace mucho tiempo que no sabemos de nuestra tierra, qué pasó. Y ahora, estamos sobreviviendo en la ciudad con mi familia porque no tenemos el apoyo de nadie”, explica. Ella trabaja “desde los 12 años”, ha vivido en la calle y es madre de una niña de cinco años, que se ha convertido “en el motor” de su existencia. Aunque no ha perdido el aire de adolescente, se percibe una madurez forjada en las calles, casi como si su infancia nunca hubiera existido –apunta ella misma–.

“El niño que está en la calle, aunque esté con papá y mamá, está expuesto a una serie de riesgos que la sociedad no percibe. Por ejemplo, la explotación sexual, los trabajos forzados o las situaciones de esclavitud que también existen”, dice la especialista de la OIT. “Para los niños, supone cambiar aspectos culturales, muchas veces perder el ritmo de la escuela, perder el grado, y unas nuevas formas de socialización que pueden ser más o menos complicadas”, continúa.

“Lo que es evidente es que hay una fractura con las posibilidades que tendría un niño en su territorio en condiciones normales. Aquí [Bogotá] es un territorio totalmente diferente, de hecho, el clima es bastante hostil comparado con los lugares de donde ellos vienen, hay unas condiciones muy diferentes que definitivamente van a afectar a su desarrollo integral [...], y vamos a ver más adelante que les va a generar unas dificultades como adultos porque no desarrollarán las competencias que se requieren para adaptarse a un medio laboral –en este caso el de la ciudad–, ¿por qué? Porque no están dentro del sistema educativo, dentro del sistema de formación que corresponde al tema de vinculación laboral [...]. Entonces es una afectación que no está solamente en el presente de estos niños, sino que se va a evidenciar en su vida adulta”, afirma Paola Andrea Giraldo Gutiérrez, encargada de acompañar procesos de infancia y adolescencia en la Secretaría Distrital de Integración Social de Bogotá.

Frente a este nivel de afectación, las entrevistadas coinciden en que una de las falencias no solo en Colombia sino en los países de la región en materia de políticas públicas es el desconocimiento o la falta de información más precisa sobre la situación de estas poblaciones. Es decir, no saber exactamente quiénes son, dónde están y a qué se dedican dificulta tener respuestas más específicas para atender las necesidades urgentes. “Hay que identificarlas plenamente, no tanto en sus causas, porque conocemos las causas, sino en sus verdaderas consecuencias”, señala la especialista de la OIT.

El retorno a sus tierras, la eterna espera

Ni siquiera la firma del Acuerdo de Paz suscrito en 2016 entre el Gobierno colombiano y la extinta guerrilla de las Farc-EP supuso un respiro de esperanza para estas poblaciones, que siguen siendo unas de las más afectadas por el conflicto, pues la violencia persiste en sus territorios. En consecuencia, el retorno a sus tierras continúa siendo una promesa lejana.

“Lo que está haciendo el Estado es insuficiente para garantizar los derechos. Hay serias dificultades con el problema del retorno seguro a los territorios. Conocí la historia de vida de Luz Elena, una niña que regresó [a su tierra] y un mes después murió de un disparo en medio de las dos cejas [...]. Entonces, realmente hace falta una mayor articulación interinstitucional entre el gobierno de Bogotá, las entidades y competencias y el gobierno nacional”, afirma Ati Quigua, lideresa indígena y concejala de Bogotá.

De acuerdo con un informe de la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC) de los 115 pueblos indígenas en el país, al menos 50 han sufrido violaciones a sus derechos humanos durante 2022, siendo considerado uno de los peores años desde la firma del Acuerdo de Paz, alcanzando una cifra de 453.018 víctimas (de amenazas, desplazamientos, etc.), un número 23 veces mayor que en 2021.

Por su parte, según un informe del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), al menos 44 líderes indígenas fueron asesinados en 2022 y unos ocho en lo que va de 2023, cifras que siempre podrían ser mayores.

“Tal vez [el aspecto] más visible y preocupante de la guerra en Colombia sea la situación de los niños [indígenas] víctimas del conflicto” y, en directa relación, la cuestión de su “subsistencia en la capital”, dice la lideresa indígena, resaltando la urgencia de un enfoque interseccional de género y familia para la reparación de los niños indígenas y sus familias.

This article has been translated from Spanish.