Un punto y seguido para los pueblos del carbón

Un punto y seguido para los pueblos del carbón

José González, exminero de Fabero, posa delante del castillete del Pozo Julia.

(Roberto Martín)

Hubo un tiempo en que lo llamaban “la calefacción de España” y es que, a pesar de ser pequeño –apenas un recodo al noroeste de la península, una hondonada rodeada de montañas en la comarca del Bierzo, en León–, lo mismo calentaba una estufa en Barcelona que encendía las fábricas y trenes de Madrid. Los habitantes de Fabero presumen desde siempre de haber sido el motor de la industria y las grandes urbes del país porque todo ese progreso jamás habría sido posible sin la antracita, un tipo de carbón mineral muy primitivo y de un color negro brillante que durante millones de años se fue acumulando en sus entrañas.

Bajo la apariencia de pueblo tranquilo, Fabero es un soufflé, un hormiguero. Desde que en 1843 se descubrieran las primeras vetas de carbón, sus cimientos se han ido llenando de pozos y galerías donde la vida bullía casi tanto como en el exterior. Si arriba llegaron a vivir 8.000 personas, abajo se movían cerca de 4.000. Sobre todo en los buenos tiempos, en los años 60, cuando el carbón vivía su mejor momento y las empresas mineras necesitaban tanta mano de obra que ni siquiera les bastaba con los vecinos de alrededor. Tenían que reclutar a gente de otras comarcas, de otras regiones, de otros países como Portugal o Cabo Verde.

Eran los tiempos de los bares abiertos las 24 horas, de los colegios llenos de niños que pasaban directamente del pupitre a la boca de la mina seducidos por un trabajo que entonces –cuando el mundo todavía estaba lejos de conocer los dramáticos efectos de las emisiones de CO2– parecía imperecedero.

Ahora, que corren otros tiempos y sí nos atenaza el miedo por el futuro del clima, Fabero se ha convertido en uno de los laboratorios donde España intenta probar que la transición de la energía fósil a la limpia es posible.

Desde que tomara posesión del cargo en junio de 2018, el Gobierno del socialista Pedro Sánchez se ha comprometido –como indica el nuevo proyecto de Ley de Cambio Climático– a alcanzar en 2050 la neutralidad de emisiones. Esto significa que para esa fecha España solo podrá emitir la misma cantidad de CO2 que sus sumideros sean capaces de absorber.

En diciembre de 2018 casi la totalidad de las minas de carbón españolas –concentradas en cuatro provincias: Asturias, Palencia, Teruel y León– cerraron. En julio de 2020 se hizo lo mismo con las centrales térmicas que hasta entonces quemaban el carbón. Ambos cierres –fruto de un acuerdo histórico entre el Gobierno, la patronal y los sindicatos– supondrán la desaparición de unos 6.700 empleos directos entre mineros y empleados de las térmicas. Un verdadero descalabro para pueblos como Fabero donde hace 175 años se abandonó todo por el carbón y desde entonces no conocen otra forma de subsistir. Por eso, España ha sido el primer país del mundo en diseñar una Estrategia de Transición Justa, un plan nacional donde lo “justo” consistirá precisamente en evitar que estos territorios se vacíen, envejezcan, mueran como muere el carbón.

“Para que una transición sea justa debe incluir medidas de protección a los trabajadores, debe tener una planificación y unas leyes estables, proponer alternativas y formación, aportar esperanza y certidumbre”, explica Mariano Sanz, secretario de Medio Ambiente de CCOO, uno de los sindicatos que ha suscrito el acuerdo junto con UGT-FICA y USO.

La estrategia, que en principio se extiende desde 2019 a 2027, contempla prejubilaciones y bajas incentivadas para los empleados del carbón con más dificultad para reinsertarse en el mercado laboral y se compromete a recolocar a los trabajadores excedentes –incluidos los subcontratados– en tareas como la restauración ambiental de las minas o el desmantelamiento de las térmicas.

Además, se propone hacer una transformación integral de las comarcas mineras, es decir buscar nuevos nichos de empleo como las energías renovables, la agroindustria o el turismo, que garanticen el presente, pero sobre todo el futuro de estas zonas.

“La cantidad de excedente no es grande, el problema son los nuevos empleos, las nuevas generaciones, los jóvenes”, señala Víctor Fernández, secretario del sector minero en UGT-FICA. “Los trabajadores se acabarán recolocando pero ellos tienen hijos. ¿Dónde irán si no se hace una buena reconversión?”.

Romper con la dependencia del carbón será un proceso complejo, llevará tiempo, pero en pueblos como Fabero, donde las minas hace mucho que están cerradas y la vida ya no es la misma –ni arriba ni mucho menos abajo–, el tiempo se mide de forma distinta. Si antes la elección era el carbón o la nada, ahora ni siquiera les queda el carbón.

El fin y la resistencia

Cada vez que el aullido de la sirena se oía por las calles de Fabero significaba dos cosas: era la hora de entrada o de salida de la mina. Si el aullido se oía a deshora, en mitad de la mañana o de la tarde, solo podía significar una: había ocurrido una tragedia, un accidente, probablemente mortal. “Ahora cuando los vecinos la oyen se alegran, porque saben que han venido turistas”, comenta Chencho Martínez. Es uno de los guías turísticos del ‘Pozo Julia’, la primera instalación minera de Fabero que se ha reconvertido en museo.

Desde una amplia explanada de tierra se alza como una larga extremidad el viejo castillete, un ascensor de hierro que, mediante un sistema de poleas, conecta la superficie con el pozo vertical. A través de su garganta, de 275 metros de profundidad, entraban y salían los mineros y la antracita, unas 100.000 toneladas de antracita cada año, como mínimo.

Alrededor del castillete están los vestuarios, las oficinas, las salas de máquinas. Edificios que han permanecido tal cual estaban desde que el pozo abrió en 1947. Aquí todo es original. Hasta los uniformes y las botas, dejados tras de sí por los últimos mineros cuando el pozo cerró en 1991, y que hoy fotografían los visitantes. Esa autenticidad le ha valido a Fabero su incorporación a la Ruta Europea del Patrimonio Industrial. Además, desde 2020 el Pozo Julia, junto con otros espacios del pueblo vinculados a la minería –el Pozo Viejo, la Mina Alicia, el barrio de Diego Pérez– están protegidos bajo la declaración de Bien de Interés Cultural (BIC). Cinco mil turistas visitaron Fabero en 2019 atraídos por el viejo encanto de sus minas.

“La antracita es el combustible que mejor quema y tiene menos impurezas”, va contando Chencho durante la visita. “Las capas están tan prensadas que miden de 30 centímetros a un metro”, añade. Un dato importante porque eso significa que los mineros no cabían de pie, tenían que picar tumbados, durante seis o siete horas a 35 grados de temperatura y con el uniforme empapado de humedad. Hoy esas estrechísimas oquedades no pueden visitarse, no es posible introducirse bajo tierra, pero la Asociación de Mineros Cuenca de Fabero ha reconstruido en la superficie una copia exacta. La sensación es tan creíble que a menudo los visitantes creen haber bajado al pozo de verdad.

“Fue una labor desinteresada de todos los trabajadores, lo hicimos para que no se olvide la cultura de los mineros y nuestra forma de vida”, explica Paúl Martínez, uno de los últimos mineros que se prejubilaron a finales de 2018.

Él y sus compañeros hicieron toda la obra solos, con el único apoyo económico del Ayuntamiento y la esperanza de recibir más adelante el respaldo del resto de administraciones. De hecho, por aquella época, en 2010, el Gobierno les había prometido una subvención de 8 millones de euros para convertir el Pozo Julia en un flamante Parque Temático de la Minería, pero el dinero nunca llegó. Desde entonces, todo el pueblo desconfía, de la transición y de la justicia.

La reconversión minera no es ninguna novedad para estos territorios. España lleva hablando de este tema desde los años 90. Al principio más por razones económicas que ambientales.

La bajada del precio del carbón y el aumento de las importaciones de mineral extranjero provocó entonces los primeros cierres y despidos. El país pasó de emplear a 100.000 mineros en 1960 a unos 45.000.

En esos mismos años, comenzaron a impulsarse los sucesivos Planes del Carbón, subvenciones dirigidas a crear empleo alternativo y retener la fuga de jóvenes que ya habían empezado a marcharse. Parte del dinero, como ocurrió con el Parque Temático de Fabero, no llegó a invertirse –según las cuencas mineras se les adeudan más de 500 millones de euros– o se gastó en proyectos que nada tenían que ver con la creación de empleo, como depuradoras o polideportivos. Como advirtió el Tribunal de Cuentas de Aragón en un informe referido al periodo entre 2006 y 2017, muchos de esos fondos se gestionaron de forma ineficiente. No hubo un plan estratégico, ni se hizo un seguimiento posterior. Hubo proyectos ya financiados que nunca llegaron a ponerse en marcha y que por tanto no lograron evitar que los hijos de los mineros se fueran. Pueblos como Villablino, también en León, llegaron a perder la mitad de sus habitantes.

“Teníamos empadronados a casi 17.000 habitantes y ahora estamos por debajo de 9.000. Los prejubilados se han ido, muchos han decidido buscar una alternativa fuera porque no ven en este sitio un futuro para sus hijos”, lamenta Mario Rivas, su alcalde y también presidente de la Asociación de Comarcas Mineras (ACOM). Con esta negra perspectiva, llegó 2010 y la Unión Europea puso fecha al final del carbón –aquellas minas que siguieran recibiendo subvenciones debían cerrar en diciembre de 2018–, pero ellos no lo aceptaron dócilmente. Ellos se resistieron hasta el final.

“La minería más que una profesión, es una forma de vida. Siempre hemos peleado para que siguiera formando parte de nuestro futuro, hasta que nos despertamos con la obligación del cierre. No estábamos preparados para ese final”, admite Rivas. Durante los años siguientes las cuencas organizaron protestas, cortaron carreteras, protagonizaron largas Marchas Negras en 2010 y 2012, la última hasta Madrid. 2018 parecía lejos.

“Ese ha sido uno de los problemas más graves: la falta de aceptación. Yo creo que no hubo claridad y honestidad por parte de las administraciones y sindicatos en decir que esto se acababa. Eso ha bloqueado el entendimiento y la búsqueda de alternativas”, comenta Tatiana Nuño, responsable de Energía y Cambio Climático en Greenpeace.

“Solo a partir de 2018, con el cambio de Gobierno, sí hubo un paso al frente y se dijo claro que la minería iba a cerrar, que no íbamos a alargar la agonía. Eso ha sido un antes y un después en la aceptación social de todo esto”.

Una transición lenta

En la mesa del despacho de Mari Paz Martínez se acumula una larga pila de papeles. Todos ellos son propuestas, proyectos, esperanzas para el futuro de Fabero. “Estamos intentando abrir puertas que antes no necesitábamos”, cuenta la alcaldesa.

Una de ellas es el turismo. Su intención es continuar con la apuesta por el Pozo Julia, pero también restaurar el resto de instalaciones mineras como el Pozo Viejo. Luego está el proyecto de la Gran Corta. Una enorme mina a cielo abierto que ocupa la cuarta parte de Fabero y cuyas 750 hectáreas permanecen hoy cubiertas por escombros. La idea del Ayuntamiento es convertirla en un parque geológico y de aventura, con una gran tirolina y una ruta de fósiles. Dicen que podría emplear a una veintena de personas, nada que ver con las 500 que trabajaron aquí, pero algo es algo. “Ahora nos conformamos con puestos de trabajo de cinco o de diez”, explica.

La Estrategia de Transición Justa dispone de varias vías para reactivar los territorios mineros. Existe un fondo de 250 millones de euros repartidos en cinco años para apoyar iniciativas empresariales, también hay ayudas para la restauración ambiental y para impulsar proyectos renovables. No obstante, la vía más ambiciosa son los denominados “convenios de transición”.

Se trata de planes a medio y largo plazo –ahora mismo hay trece en marcha– con los que se pretende elegir proyectos que realmente transformen la economía de estos pueblos. A través de un proceso de participación abierta, ayuntamientos, comunidades autónomas, asociaciones y sindicatos proponen distintas ideas. De ellas, se escogerán las que creen más empleo, las que parezcan más viables, las que den también oportunidad a las mujeres –tradicionalmente desplazadas por la minería–. Por último, se buscará la financiación –una de las opciones es el Fondo Europeo de Transición Justa que destinará a España un 4% de su presupuesto–.

“Estamos sorprendidos por la alta participación y cantidad de proyectos que nos están haciendo llegar”, señala Laura Martín, directora del Instituto de Transición Justa, el organismo público que se encarga de recibir y valorar las propuestas. “En muchas zonas es delicado porque están en peligro de despoblación. Para que la gente se quede en el territorio es necesario saber muy bien qué necesitan”.

Durante la primera fase de los convenios se han presentado 1.400 propuestas y unas 500 organizaciones han opinado durante el proceso. “El procedimiento es muy diferente a los planes anteriores. Hay más control y corresponsabilidad. Primero se habla de proyectos, no de dinero. Los sindicatos estamos muy implicados”, valora Mariano Sanz de CCOO.

Lo que piden las organizaciones sindicales es que las grandes empresas energéticas se impliquen de igual modo. “Empresas que han tenido beneficios durante muchos años con el carbón no pueden marcharse de estos territorios sin más, tienen una responsabilidad. Por lo menos deberían encargarse de implantar en estas zonas energías renovables”, reclama Santiago González, responsable del área Internacional de USO. Y precedentes hay.

Es cierto que las renovables están llamadas a ser una pieza angular en esta reconversión pero si alguien piensa que otra gran empresa, por sí sola, será capaz de salvar todo el empleo perdido en los pueblos del carbón, también se equivoca. Como explica la politóloga y asesora ejecutiva en la Fundación Ecología y Desarrollo (Ecodes), Cristina Monge, “si cerramos el carbón y lo que hacemos es que venga una gran empresa renovable habremos ganado en empleo y sostenibilidad pero no habremos ganado en resiliencia. La dependencia es la misma”. Las grandes empresas son importantes, añade, “pero más importante es generar un tejido económico de pequeñas y medianas”.

En esa línea se orientan los “convenios de transición”, en crear un mapa amplio y diverso de proyectos, ya sean de turismo, ganadería, economía digital o atención a personas mayores. El mayor inconveniente hasta ahora está siendo el tiempo, todo va más lento de lo que se pensaba –ni siquiera se ha puesto en marcha lo más urgente: la restauración ambiental de las minas y escombreras–.

“Estamos preocupados”, reconoce Mario Rivas, alcalde de Villablino. “Tendríamos que ir más rápido. Nuestros vecinos necesitan ver que esto funciona y eso solo es palpable si se toca”. Es la opinión compartida por el conjunto de las cuencas mineras donde, más que una transición, esta espera se vive con la angustia de una parada en seco. “Esta vez el proceso está yendo mejor, en años anteriores ni nos escuchaban, pero nosotros los alcaldes tenemos una ansiedad que el Gobierno no tiene. Nuestros ciudadanos nos exigen, tenemos mucha presión”, insiste Mari Paz Martínez.

Desde el Instituto de Transición Justa lo admiten: “Tenemos un problema de tiempos, pero también es verdad que cuando llegamos en junio de 2018 no se había hecho nada para anticipar el trabajo. Nos ha costado mucho hablar de futuro, durante los seis primeros meses solo hablábamos de si había que cerrar las minas o no”, explica Laura Martín. Eso retrasó el arranque de la estrategia, sin contar con la parálisis que estaba por llegar a causa de la covid-19.

“La administración no puede hacer las cosas de un día para otro. Necesitamos unos controles que garanticen que todo se hacen bien, estamos intentando ser responsables para no cometer los errores del pasado”, se excusa. “Tenemos claro que no vamos a recuperar todo el empleo que había en 1980, esa población ya se ha perdido. El objetivo es que no se pierda el que había en 2018 y en la mayor parte de los sitios podremos cumplir. Yo creo que a partir de ahora vamos a tener más agilidad. Ahora ya estamos todos hablando de futuro”.

Recuperar la esperanza

Se llaman Juan, José Luis, José y Paúl. El más mayor tiene 61 años, el más joven 47. Todos ellos han pasado casi tanto tiempo bajo tierra como en sus propias casas. Saben a qué huele la antracita, a qué suena la montaña cuando cruje, saben qué se siente al encajar el cuerpo durante horas en no más de cuarenta centímetros. “Si el sol entrara en la mina nadie trabajaría ahí, porque al ver todas esas piedras colgando encima, nadie se atrevería”, cuenta Juan Alegría, minero veterano. Como él dice, “una especie a extinguir”.

El Pozo Julia es la manera que estos hombres tienen de mantener viva su historia. Por eso, además de construir la galería para los turistas, ellos mismos colaboran como guías voluntarios. Contar sus anécdotas y sus luchas es su forma de reivindicar lo que fueron.

“Históricamente el país está en deuda con nosotros, las grandes ciudades de hoy son lo que son por el carbón que salía de aquí”, cuenta Paúl Martínez, “por eso pedimos que, por lo menos, no nos dejen morir”.

La frustración se filtra a través de sus palabras. La desesperanza les carcome el ánimo. No pueden evitarlo, la transición les coge cansados y sin fe. ¿Quién va a venir ahora?, se preguntan, ¿qué empresas estarán dispuestas a trasladar sus oficinas a este lugar en medio de las montañas? Antes venían porque había carbón a toneladas, pero sin el carbón, ¿qué más podemos ofrecer?

“Nuestras cuencas no son las del Ruhr”, señala Mari Paz Martínez. En las cuencas mineras alemanas, donde se han instalado universidades e incubadoras de empresas, no tienen los problemas que arrastran lugares como Fabero: pueblos pequeños, mal conectados, algunos donde ni siquiera hay una buena conexión a internet.

“Estamos donde estamos, con lo cual entendemos que cualquier empresa no puede venir. Nosotros hemos solicitado que se nos instale fibra óptica y estamos ofreciendo espacios a empresas tecnológicas que quieran desarrollarse aquí”, explica la alcaldesa. “El problema es que nosotros no conocemos a ninguna empresa, necesitamos que el Gobierno nos acompañe y nos ayude a atraer industrias”.

Existe otra posibilidad y es que sean los propios habitantes de estas comarcas quienes impulsen esos proyectos de futuro pero esto, que parece una obviedad, no es fácil en unos territorios que durante más de cien años se han dedicado a trabajar para otros. Cambiar esa mentalidad, inculcarles el espíritu emprendedor no es sencillo. “El emprendimiento es algo cultural y en estos pueblos no está inculcado porque teníamos la mina”, cuenta Juan José Villanueva, un joven emprendedor del valle minero de Laciana, a 47 kilómetros de Fabero, una necesaria excepción. Hace unos años decidió comprar una vieja mina y habilitarla para fabricar cerveza artesanal. Su marca, Docesetenta, fue premiada en enero de 2020 como la mejor cerveza de España y hoy da trabajo a seis personas, combinando la cervecería con la explotación turística de la mina.

“Es un espaldarazo para nosotros poder demostrarle a la gente de aquí que se puede, que nuestra principal fortaleza es nuestro patrimonio, la mina. Sin toda nuestra historia, nosotros solo seríamos una cerveza más”, defiende Villanueva. El futuro de las cuencas mineras españolas es todavía una incógnita, unos puntos suspensivos, pero si una sola persona en un solo pueblo pequeño ha sido capaz de sacar cerveza donde antes solo había carbón, significa que aún quedan motivos para no perder la fe.

La realización de esta crónica ha sido posible gracias a los fondos de la Friedrich-Ebert-Stiftung y forma parte de una serie de artículos sobre los sindicatos y la transición justa.