¿Y los niños qué? La pandemia también pone en riesgo los derechos de la infancia

¿Y los niños qué? La pandemia también pone en riesgo los derechos de la infancia

Perhaps, in the future, we will see generations that are more distant or better equipped to adapt to unforeseen circumstances. It is not something we can predict, as yet. But what the UN is already forecasting is that this health crisis, which will be followed by a socioeconomic crisis, will lead to an inevitable increase in child poverty around the world.

(Roberto Martín)

Cuando en 1968 los redactores de la revista Nature utilizaron por primera vez el término “coronavirus” seguramente nunca, ni en el mayor de sus delirios, llegaron a imaginar que aquel concepto llegaría a formar parte del vocabulario cotidiano de una niña de cinco años.

“El coronavirus es malo, está fuera”, afirma Nerea con seguridad. Por eso ella sabe que no puede ir a la escuela, ni jugar en el parque, sabe que hay que quedarse en casa. “Así no nos puede atrapar”, dice. La misma historia se repite en millones de hogares de todo el mundo. Nuevas fábulas para tiempos de pandemia, el virus convertido en un villano de antenillas verdes con tal de prevenirles –de convencerles– para que no salgan, para que acepten un sacrificio mucho mayor al que estos días se les exige a los adultos.

“Los niños han visto cómo su vida ha cambiado de forma radical de la noche a la mañana. Han dejado de ir al colegio, de relacionarse con sus amigos, han perdido el contacto con sus familiares. Su confinamiento es mucho más severo”, asegura Almudena Escorial, responsable de Incidencia Política en la Plataforma de Infancia, una alianza que reúne a más de sesenta entidades dedicadas a la protección de los menores en España, el país europeo –junto a Italia– donde niños y adolescentes han padecido las limitaciones más estrictas.

Mientras los adultos salían a hacer la compra, a pasear al perro o bajar la basura, ellos han permanecido encerrados sin excepción durante más de 40 días –desde el 26 de abril, en el caso de España, se les permitió pasear una hora en un radio no superior a 1 kilómetro–. Una rigidez que ha sido duramente criticada por las familias, pero también por especialistas en la infancia.

“Esta situación de emergencia permite limitar los derechos de todos, de adultos y de niños, pero antes de tomar cualquier medida tendríamos que medir cómo les va a afectar a ellos, porque merecen una protección especial”, indica Clara Martínez, directora de la Cátedra Santander de los Derechos del Niño.

Lamentablemente, como ha reconocido el propio Comité Internacional el interés superior de los menores ha sido el gran olvidado en esta crisis. Niños y adolescentes, en principio menos afectados por la virulencia de la COVID-19, han quedado más que nunca en un segundo plano, a rebufo de una serie de restricciones pensadas por y para los adultos que, sin embargo, también están afectando a sus derechos: a su educación, su salud, su alimentación, su seguridad.

Confinamiento desigual

“Los niños no son el rostro de la pandemia”, recordaba Naciones Unidas en un informe del pasado abril donde se señalaba que, efectivamente, su tasa de hospitalización por COVID-19 es entre 10 y 20 veces más baja. “Pero ellos corren el riesgo de estar entre sus mayores víctimas”, añadía ese mismo documento inmediatamente después.

El 60% de los niños y niñas de todo el mundo viven en países donde ha tenido lugar un confinamiento total o parcial. No todos los Estados son igual de estrictos –por ejemplo en Japón los menores han podido seguir jugando en la calle guardando la distancia–, pero en general esta ruptura de la normalidad acaba afectando a los más pequeños tanto como a los adultos. Ellos también padecen las mismas secuelas emocionales: el agotamiento, la irritabilidad, la inquietud, el miedo. “Es la sintomatología normal que genera la incertidumbre” explica el psicólogo infantil José Antonio Luengo.

Según este especialista, “la mayor parte de la población infantil –aquella que vive situaciones cotidianas normalizadas, en un domicilio razonable, con espacio para moverse y luz, que está bien alimentada y tiene contacto con sus profesores a través de herramientas tecnológicas– está viviendo esta situación razonablemente bien y todas las secuelas desaparecerán cuando esto se vaya resolviendo”.

Pero, ¿qué pasa si alguno de estos elementos falla: si no hay luz, ni espacio, ni buena comida? ¿Qué pasa si el dinero no alcanza ni siquiera para cubrir lo más elemental?

Ocurre, por ejemplo, en México donde casi la mitad de sus 40 millones de niños vive en situación de pobreza, más de nueve millones carece de servicios básicos en casa y al menos diez millones no tiene acceso a una alimentación suficiente. “Muchos comían una vez al día en la escuela. Ahora las familias deben asumir ese coste y para muchas resulta imposible”, explica el director de la Red por los Derechos de la Infancia en México (Redim), Juan Martín Pérez.

En menor medida, en España, donde uno de cada cinco niños sufre pobreza infantil moderada, también preocupa el impacto desigual del encierro en las infancias más vulnerables. Una investigación de la Universidad del País Vasco ha constatado recientemente que aquellos menores que viven en hogares con menos ingresos se sienten más ansiosos y estresados, consumen menos fruta y verdura, hacen menos ejercicio y están más expuestos al humo del tabaco.

“En condiciones de normalidad ya ocurre”, señala Maite Morteruel, una de las investigadoras. “Los niños de familias empobrecidas suelen tener peor salud. El problema es que se han diseñado medidas de confinamiento homogéneas, dando por hecho que para todo el mundo iba a ser fácil y no es así”.
Aun con todo, existe un grupo de niños todavía más vulnerable, más invisible. Son los niños de la calle, los niños migrantes, los que no tienen dónde confinarse.

“En regiones de América Latina y África subsahariana hay muchos niños y niñas que no tienen casa”, señala Nadia Criado, responsable de Programas Internacionales de Save the Children. “Ellos sufren un mayor riesgo respecto a la población que está confinada porque están solos y los recursos que antes tenían a su disposición, los comedores o centros de día, también se han visto forzados a cerrar. Se prevé que el impacto en ellos pueda ser mucho mayor”.

Encerrados con el enemigo

El confinamiento tiene aristas aún más oscuras. En un mundo donde cerca de 300 millones de niños (de 2 a 4 años) sufren violencia de manera habitual por parte de sus cuidadores, donde uno de cada cuatro (por debajo de 5 años) vive con una madre que es víctima de violencia de género, el confinamiento no solo les impide salir de casa, también les obliga a convivir las 24 horas con su potencial agresor.

“Está aumentando la violencia”, afirma Clara Martínez, de la Cátedra Santander de los Derechos del Niño. “En condiciones normales, entre el 70 y el 80% de la violencia que se ejerce contra los menores, sea sexual o no, suele ocurrir dentro del hogar. Ahora que el estrés de toda la familia es mayor, el riesgo de violencia también lo es. Es una olla a presión con la dificultad añadida de que ahora los niños tienen menos acceso a los canales donde pueden denunciar”.

El riesgo crece más en aquellos países donde la violencia ya era una epidemia mucho antes de la COVID-19.

“México afronta esta crisis con un sistema de protección a la niñez muy debilitado y con muchas dificultades para identificar esas agresiones”, advierte la coordinadora de Incidencia Política de Save the Children, Mariana Pria. Este país alcanzó en marzo su máximo histórico de 20.232 denuncias por delitos de violencia intrafamiliar, un 12% más que el mes anterior. También aumentaron un 11% los casos de abuso sexual en los que la inmensa mayoría de las víctimas son niñas.

La experiencia de emergencias sanitarias anteriores, como la crisis del ébola que afectó a África Occidental entre 2014 y 2016, debería prevenirnos. En países como Sierra Leona, la violencia sexual y la probabilidad de embarazo entre las niñas de 12 a 17 años aumentó más del doble en las aldeas más afectadas por el virus.

El riesgo de quedarse atrás

Desde que se inició la crisis sanitaria, 186 países han impuesto el cierre temporal de escuelas y casi un 74% de los niños y jóvenes del mundo ha interrumpido las clases presenciales, según la UNESCO. Unos 1.200 millones de escolares tratan hoy de seguir estudiando a través de Internet, de la radio, de la televisión o de sistemas de mensajería telefónica.

Según Naciones Unidas, más de dos tercios de los países que han cerrado sus aulas han habilitado plataformas de educación a distancia pero en aquellos con más bajos ingresos la participación solo llega al 30%.

Si la educación es una herramienta fundamental para corregir las desigualdades, ahora con la COVID-19 ese asidero se rompe. Es aquí donde el virus pone en evidencia problemas que ya existían antes de la pandemia. Por un lado, la brecha digital, que afecta a unos 346 millones de niños y adolescentes. Por otro, la dificultad de muchos padres y madres para acompañar y ayudar a sus hijos, bien por falta de conocimientos o de tiempo.

Desde Unicef ya han pedido a los Estados que refuercen sus programas de apoyo escolar y, sobre todo, que rebajen las exigencias educativas mientras dure la crisis para que nadie se quede atrás. Un reto para países como Corea del Sur o Japón, con sociedades altamente competitivas, donde los niños pueden pasar hasta 10 horas entre clases ordinarias y clases privadas de refuerzo con tal de destacar, de alcanzar la ansiada excelencia.

En Corea del Sur han aprovechado la crisis para iniciar su transición a la enseñanza virtual, repartiendo dispositivos electrónicos a las familias más necesitadas. Sin embargo, en Japón –un país que paradójicamente presume de tecnología– la educación en línea sigue sin aparecer en el debate nacional. Solo los centros privados se han pasado a esta nueva manera de dar clase. “Al contrario que las privadas, la escuela pública no ha invertido en tecnología. No estamos preparados, no hay planes de enseñanza en línea”, se queja una profesora de Tokio que prefiere no decir su nombre. “La brecha se agrandará en familias de bajos recursos o de madres solteras. Será difícil equilibrar a los estudiantes cuando vuelvan”.

Es el siguiente escenario que más preocupa a maestros y organizaciones de infancia. Cuando vuelvan. Cuando todo pase y al fin toque reabrir las escuelas. “En muchos países donde las familias ya viven en situación de fragilidad muchos de estos niños no volverán al colegio”, reconoce Nadia Criado de Save the Children. “Sobre todo muchas niñas”.

Una huella generacional

Parece evidente que niños y adolescentes están soportando muchos de los impactos indirectos de la COVID-19, pero ¿cómo lo están viviendo ellos? Dos sociólogos españoles se lo preguntaron a más de 400 menores. El resultado es el primer retrato de la infancia confinada visto a través de sus propios ojos.

Gracias a esto, sabemos por ejemplo que más del 94% de los niños considera que el confinamiento es una medida necesaria, que la mayoría piensa a menudo en sus abuelos, que –aunque a estas alturas casi todos se sienten ya un poco aburridos– muchos están felices de pasar tiempo con sus padres o de poder gestionar por fin su tiempo libre.

“Los niños son resilientes natos, usan sus propios recursos para entender el confinamiento y aceptarlo”, cuenta Iván Rodríguez, coautor del estudio. “También están demostrando que son más solidarios, muchos describen el confinamiento como algo necesario como bien colectivo”. Hay quien habla ya del rastro que pueda dejar esta situación inédita en la actual generación de niños y jóvenes, ya bautizada por algunos como “corona infancias” o “pandemials”.

“Puede que esta generación de niños de entre cinco y 18 años recuerden para siempre esta situación, pero no tanto por lo vivido hasta ahora, sino por lo que vamos a vivir. Un mes de confinamiento puede generar impacto, pero la nueva situación de distanciamiento social va a durar mucho más”, apunta el psicólogo José Antonio Luengo.

Quizá veamos en un futuro generaciones más distantes o con mayor facilidad para adaptarse a lo inesperado. Es algo que aún no se puede predecir. Lo que sí prevé ya la ONU es que esta crisis sanitaria, a la que seguirá una crisis socioeconómica, provocará un inevitable aumento de la pobreza infantil en el mundo.

En concreto estima que entre 42 y 66 millones de niños podrían caer en la pobreza extrema a causa de la COVID-19. Esa cantidad se sumaría a los casi 385 millones de niños que hay actualmente. Un contexto que pone en peligro, no solo el cumplimiento de los Objetivos de Desarrollo Sostenible previstos para 2030, sino los logros conseguidos hasta ahora, como la reducción de la mortalidad infantil. Ya se está viendo en regiones con sistemas sanitarios más precarios cómo al volcarse todos los recursos en la lucha contra la pandemia, se están abandonando las vacunaciones contra la poliomielitis o el sarampión.

“En la anterior crisis económica de 2008 los niños llegaron a ser el grupo poblacional más pobre porque no se adoptaron medidas específicas para la infancia. Por eso hay que empezar a trabajar ya para que esto no vuelva ocurrir”, insisten desde la Plataforma de Infancia. Eso implica volver a situarles en el centro del debate del que han sido desplazados, pero también escuchar lo que tengan que decir.

“Los niños deberían comprender lo que sucede y sentir que participan en las decisiones que se están tomando en respuesta a la pandemia”, ha recomendado el Comité Internacional de Derechos del Niño después de comprobar cómo los dirigentes políticos raramente se han dirigido a ellos en sus discursos. Salvo algunas excepciones como en Noruega o España, donde se organizaron ruedas de preguntas específicas para niños, apenas se ha contado con ellos. Su derecho a participar, a ser informados y escuchados, ha sido uno más de los que han perdido con la crisis.

“El pensamiento hacia los niños siempre es bien pensante, pero pensamos en ellos desde el punto de vista adulto. Solemos creer que son seres incompletos y por eso decidimos por ellos”, lamenta Lourdes Gaitán, fundadora del Grupo de Sociología de la Infancia y la Adolescencia. La socióloga recuerda cómo esta generación a la que ahora hemos ignorado es la misma que dio una lección al mundo al salir cada viernes a protestar contra la crisis climática, la misma que tomó hace solo unos meses las calles de Chile para rebelarse contra la injusticia social. Una generación que, a pesar de todo, lleva tiempo demostrando que tiene mucho que aportar.

“Sabe dios cómo estos niños serán en el futuro. Lo único que podemos saber es cómo están ahora y solo lo sabremos si les escuchamos, si estamos atentos a lo que tienen que decirnos”.

Aitor Sáez (México) y Carmen Grau (Japón) han participado en la realización de esta crónica.

This article has been translated from Spanish.