Colombia es el país más letal para los líderes sociales: desde el acuerdo de paz de 2016 matan a uno cada tres días

Colombia es el país más letal para los líderes sociales: desde el acuerdo de paz de 2016 matan a uno cada tres días

Social leader Lucila Páez suffered violence and threats at the hands of the paramilitaries at the end of the 1990s. Here she is pictured in front of a mural on the building where her association is based in Norte de Santander, one of the areas facing renewed insecurity.

(José Fajardo)

El asesinato de líderes sociales es una plaga que en los últimos años se ha propagado. Latinoamérica es el punto más caliente de esta sangría, ya que el 85% de las muertes registradas en 2017 (de un total de 312 en 27 naciones) se concentran en seis países, cinco de ellos en el continente americano: Colombia, Brasil, Guatemala, Honduras y México; a los que se suma Filipinas, que con 60 asesinatos el año pasado es el más peligroso fuera de América. Entre ellos, el primero de la lista es hoy el país más letal del mundo para los líderes comunitarios.

Las cifras arrojan una tasa de al menos un líder social asesinado cada tres días en Colombia desde el histórico acuerdo de paz alcanzado a finales de 2016. “Si una persona como yo se expresara en público en Colombia sería asesinada”, decía en septiembre el cineasta estadounidense Oliver Stone al respecto.

Parece una paradoja que una nación que logra poner fin a más de medio siglo de guerra se vuelva más peligrosa para sus ciudadanos. La clave es que el problema de fondo, las redes que controlan el narcotráfico y otros negocios como la minería ilegal, siguen estando al cargo de poderosas bandas armadas que ahora tienen otros nombres y banderas.

“La incapacidad del Estado colombiano para ocupar el vacío de poder tras la salida de la guerrilla de las FARC y la incertidumbre que genera el nuevo gobierno de Iván Duque, que durante la campaña se opuso al acuerdo de paz, han dibujado un escenario más violento y difícil de controlar”, coinciden varios representantes de ONG reunidos en Bogotá en agosto por la Comisión Europea.

Desde 2016 y hasta el 15 de marzo de 2018, Naciones Unidas ha reportado 259 homicidios de líderes sociales en el país. El informe Todos los nombres, todos los rostros publicado en mayo por organizaciones comunitarias colombianas eleva el número a 385 activistas y 63 exguerrilleros de las FARC muertos en menos de tres años.

Víctimas sin nombre

Este drama tiene nombre y apellidos, los de sus víctimas. Muchas de ellas permanecen en el anonimato por temor a que las amenazas se cumplan. Es el caso de Laura (un pseudónimo, a petición de la fuente), de 34 años y con tres hijos, toda la vida bregando por salir adelante en el Catatumbo, unas de las zonas rojas de Colombia, un lugar selvático limítrofe con Venezuela.

Hace tres años emprendió un proyecto de reparación colectiva con 50 mujeres víctimas del conflicto. Consiguieron un terreno de 23 hectáreas para cultivar plátano, maíz, yuca y hortalizas, además de criar cerdos y aves. Todas ellas son madres solteras, algunas tienen a su cargo hasta siete menores de edad.

Laura se cansó de ver cómo los niños de su vereda eran reclutados a la fuerza por los grupos armados ilegales, que les usan para raspar la hoja de coca, como informantes e incluso como escudo en los enfrentamientos con el Ejército y otras bandas. Se cansó también de quedarse en casa.

Al cabo de unos meses, unos hombres armados se la llevaron. “Tiene usted que hablar con nuestro comandante”. Él la acusó de ser una informante de la policía y de estar revolucionando a la comunidad. “Me habían avisado que es una líder problemática. Le estamos vigilando, sabemos que tiene tres hijos de tal y tal y tal edad. Si hace algo que no nos gusta, ya sabe lo que toca”.

Desde entonces Laura ha sufrido más amenazas que ha denunciado a organismos del Gobierno como la Unidad de Víctimas y la Unidad Nacional de Protección. La única salida que le ofrecen es huir de su tierra con sus hijos. “Si abandono ahora, todo lo que he hecho habrá sido un fracaso. Si me matan, al menos mi ejemplo inspirará a otras mujeres”, dice.

La historia se repite en otras zonas del campo colombiano, donde el conflicto armado se cobró tantos muertos y donde ahora se han disparado las amenazas. La preocupación crece en regiones fronterizas del país, tanto en departamentos que limitan con Venezuela (Norte de Santander, Arauca) como con Panamá (Chocó y Antioquia) y Ecuador (Nariño, Putumayo).

Causas: medio ambiente y defensa de las minorías

El número de activistas muertos por su labor de denuncia asciende a 3.500 desde 1998, fecha en la que Naciones Unidas aprobó la Declaración sobre defensores de los derechos humanos. Su portavoz en la ONU, Michelle Bachelet, ha advertido del incremento de las cifras en los últimos años.

Las causas son diversas, pero hay unas pautas que se repiten. La ONG Global Witness ya alertaba en 2016 que Latinoamérica es el lugar más peligroso del mundo para los defensores del medio ambiente.

Entre los activistas asesinados el año pasado, el 67% estaba implicado en causas medioambientales o defendía el acceso a la tierra y los derechos de los pueblos indígenas, casi siempre en el contexto de megaproyectos relacionados con la industria extractiva y las grandes empresas, según un informe de la organización independiente Front Line Defenders.

La impunidad y la inoperancia estatal son el combustible con el cual se alimentan los asesinos. Pese a que en el 84% de los crímenes hubo una amenaza previa, la justicia se demora y pocas veces alcanza a los responsables. “En la gran mayoría de los casos ningún autor de estos delitos ha sido condenado ni acusado”, denuncia Andrew Anderson, el director de esta fundación.

En países como Colombia el goteo incesante de asesinatos de líderes sociales viene atizando un clamor ciudadano que en septiembre llegó al Congreso nacional. Distintas voces de la oposición piden al Gobierno y a instituciones como la Fiscalía que tomen más medidas.

Exigen al Estado colombiano que reconozca que lo que está sucediendo tiene similitudes con la masacre entre finales de los 80 y la década de los 90 de miembros de la Unión Patriótica (UP), un partido de izquierdas que surgió tras la desmovilización de varias guerrillas.

“Hoy siento lo mismo que hace 25 años, cuando nos asesinaban todos los días en las esquinas. He vuelto a revivir noche terribles, cuando nos llamaban de cualquier departamento a decirnos que acababan de matar a alguien”, lamenta Aída Avella, presidenta nacional de la UP, quien en una entrevista con el diario colombiano El Espectador apunta a una conexión entre los responsables de los crímenes y agentes del Estado.

“Las autoridades deben definir con urgencia quién está detrás de esta barbarie”, responde el nuevo presidente conservador Iván Duque. Sin embargo, la ministra del Interior Nancy Patricia Gutiérrez niega que sea algo sistemático.

De fondo, hay un debate crucial en Colombia: si de verdad los grupos paramilitares de ultraderecha quedaron extinguidos tras la desmovilización culminada por el exmandatario Álvaro Uribe en 2006.

Mirar adelante

Lucila Páez sufrió en sus carnes la violencia paramilitar en Colombia a finales de los 90. Esta señora de 60 años que nos recibe con una sonrisa en su casa en El Zulia (un municipio del Norte de Santander) ha vivido gran parte de su vida con miedo. Necesita contar su historia para olvidar y superarla. Le han acusado de ser guerrillera, le han acosado y, pese a todo, ha seguido liderando acciones para empoderar a la comunidad. Nunca se ha callado.

“Las mujeres campesinas exigimos que nos dejen trabajar tranquilas”, dice con voz decidida frente a un mural reivindicativo en el edificio donde está su asociación. “Nuestro objetivo es construir paz, llevar proyectos productivos a las regiones para que tengamos con qué sobrevivir”.

Ella vivió lo que hoy sufre Laura en la población cercana del Catatumbo. Hace tiempo que no recibe amenazas, pero siente la zozobra y el incremento de la inseguridad. “Ojalá no volvamos jamás a aquella época de las matanzas y los descuartizamientos con motosierra”, implora.

Como ella, otros líderes tratan de aportar su granito de arena. También desde la cultura. “No se puede permitir que nos prohíban nuestro dolor y rabia. No se puede permitir que no salgamos a las calles a marchar las veces que sean necesarias por las muertes de nuestros compañeros”, dice Alí Majul, que forma parte del colectivo Contextos y realiza una labor social en los barrios populares de Cartagena de Indias.

Por cada líder social asesinado, Majul se tatúa un punto negro en su espalda. El activista usa su cuerpo para denunciar el dolor de la sociedad colombiana: en otra performance se sumergió en un cubo con hielos durante más de una hora. Era una metáfora de la insensibilidad que ha calado en su país. “Tras años entumecida por el ruido de la guerra, a Colombia ya no le duele nada”, explica.

Sus luchas tienen un espejo en los manifestantes que son reprimidos en Venezuela y en países de Centroamérica como Nicaragua, en los periodistas mexicanos que siguen denunciando a los capos del narco pese a las amenazas o en los defensores del medio ambiente en Brasil. En Colombia estos colectivos hicieron suyo un lema: “Ni uno más”.

This article has been translated from Spanish.