En un contexto de crisis, los servicios públicos de Afganistán y el Líbano pasan de deficientes a prácticamente inexistentes

En un contexto de crisis, los servicios públicos de Afganistán y el Líbano pasan de deficientes a prácticamente inexistentes

Both countries have one thing in common: the absence of social protection policies. This exacerbates social exclusion and poverty of the populations in both Lebanon and Afghanistan. In this image, women carry out their daily tasks in the Afghan capital, Kabul.

(Diego Ibarra Sánchez)

Helen Badr, libanesa de 70 años, es un ejemplo, de tantos, de cómo las condiciones de vida se han ido deteriorando para muchos de sus conciudadanos. Como buena parte de sus vecinos, no puede pagar las costosas cuotas de un generador privado de electricidad, lo que implica que no tiene luz en casa, pero tampoco agua potable, ya que sin electricidad no funciona el motor para bombear el agua desde el depósito. La nevera de Helen está vacía y para poder comer va a un comedor popular que lleva una asociación benéfica. Las cocinas de la caridad están llenando los estómagos vacíos de los más vulnerables, ante la falta de ayudas sociales que no puede asumir el endeudado gobierno libanés.

Baz Mohamed, residente de Kabul, se queja de que desde hace meses los grifos de su casa están secos. El sistema de canalización de agua en la capital afgana emplea pozos subterráneos instalados en los barrios que recogen el agua del río Kabul y después ésta se bombea a las viviendas. “Solíamos tener agua en nuestro pozo de siete metros [de profundidad] cuando el río Kabul tenía agua, pero ahora el nivel del agua ha bajado mucho, está casi seco [de modo que no nos llega agua]”. Baz Mohamed tiene que salir cada día a la calle y esperar a que pasen los camiones cisterna para “comprar un barril de agua por diez afganos [unos 13 céntimos de euro]”. En un país hundido por la crisis económica no todas las familias pueden comprar agua potable para sus hogares.

Aunque pueda resultar insólito poner bajo el mismo foco la vida en la vibrante ciudad de Beirut, de arquitectura moderna y locales vanguardistas, con la conservadora Kabul, de estética decadente y construcciones vetustas y abigarradas; o una sociedad profundamente patriarcal como la afgana frente a una relativamente liberal como la libanesa, ambos países coinciden en un punto, que es el de la ausencia de políticas de protección social, una ausencia que hace aumentar la exclusión social y la pobreza de las poblaciones de ambos.

El colapso de la economía del Líbano ha hecho contraer su PIB per cápita un 36,5% entre 2019 y 2021, una contracción tan fuerte que, según el Banco Mundial, suele asociarse con conflictos o guerras. Mientras que Afganistán, con un PIB per cápita anual de 426 dólares en 2021, se ha convertido en uno de los países más pobres del mundo. Como resultado, el 67% de la población libanesa –o un total de 3,9 millones de habitantes– depende de la asistencia humanitaria, como también la precisan casi dos tercios de la población afgana –o 28,8 millones de habitantes–.

No sorprende que, evaluados en un ranking global, el Líbano y Afganistán sean los países donde sus ciudadanos se sienten menos felices, de acuerdo con el Informe Global de la Felicidad de 2023 elaborado por Gallup World Poll.

Oferta y acceso a servicios básicos, y aumento de la desigualdad

En el caso del Líbano, si bien la profunda crisis que atraviesa desde finales de 2019 ha venido a exacerbar los problemas sociales, antes del colapso económico, servicios públicos básicos como la educación, la atención sanitaria, el agua potable, el saneamiento y la electricidad ya eran deficientes.

Cuando el Líbano salió de su guerra civil en 1990, el Estado apostó por fortalecer el sistema bancario para desarrollar el país, al mismo tiempo, dejó de lado las inversiones en infraestructuras públicas. Debido a años de negligencia, mala gestión e inversión insuficiente, los servicios públicos no pueden satisfacer las necesidades de toda la población, por lo que los libaneses tienen que recurrir al sector privado para disponer de estos servicios. Los problemas que arrastra el país desde la guerra civil, con recortes del suministro eléctrico y agua potable, implosionaron en el verano de 2021 por la incapacidad del Estado de mantener la ruinosa Compañía Nacional de Electricidad, que acumula una deuda pública de 40.000 millones de dólares. Con la escasez de combustible, las centrales eléctricas estatales dejaron de generar electricidad paulatinamente hasta reducir su producción energética a un mero 20%.

Con un promedio de tres horas diarias generadas por compañías del Estado los libaneses tienen que recurrir a los generadores privados para tener electricidad en sus hogares. Pero las consecuencias de la desastrosa crisis económica han conducido a gran parte de la población a no poderse permitir las opciones de los servicios privados, que son prohibitivos para la mayoría.

En cuanto a Afganistán, desde la toma de poder por los talibanes en agosto de 2021, tanto la disponibilidad como la accesibilidad a los servicios básicos se han visto seriamente afectadas. Años de guerras e invasiones, corrupción y malas gestiones han debilitado las infraestructuras públicas. Afganistán ha sufrido durante mucho tiempo una dependencia excesiva de la ayuda humanitaria extranjera, que iba destinada a pagar a una administración encargada de brindar a sus ciudadanos servicios públicos como atención médica, educación, energía, saneamiento, alojamiento y asistencia alimentaria. Sin embargo, la corrupción endémica de las instituciones afganas ha privado a la mayoría de sus ciudadanos de unos servicios básicos.

Afganistán posee suficientes recursos energéticos para proporcionar la electricidad que necesita su población e industria. Según estimaciones del Ministerio de Energía y Agua, tiene alrededor de 318 gigavatios de capacidad de producción de energía renovable. Sin olvidar que, junto con las energías renovables, tiene importantes bolsas de hidrocarburos y carbón.

Pero a pesar de contar con estos recursos, sólo el 30% de la electricidad que necesita el país se produce a nivel nacional, mientras que el resto se importa de los países vecinos, dejando a una población dependiente y a merced de los intereses políticos y estratégicos regionales. El nuevo Gobierno talibán, que no ha sido reconocido internacionalmente, se ha enfrentado en sus dos años en el poder a sanciones financieras que le ha llevado al incumplimiento de pagos a sus proveedores de energía regionales. Como consecuencia, millones de afganos, fábricas y hospitales se han visto afectados por los apagones diarios.

La crisis económica del Líbano no ha hecho sino intensificar los problemas de un ya sobrecargado sector sanitario, reduciendo aún más el gasto público en protección social y cobertura sanitaria. Los fondos públicos destinados a la cobertura de salud se han vuelto insignificantes debido a que la moneda local se ha devaluado un 90%. A día de hoy, el Fondo Nacional de Seguridad Social (NSSF) puede cubrir sólo el 10% del coste de los servicios sanitarios y el beneficiario paga el 90% restante. En consecuencia, los libaneses han tenido que recurrir a seguros privados de salud o tener que pedir dinero a familiares que viven en el extranjero para poder costear los tratamientos médicos. Al mismo tiempo, los recursos humanos cualificados han disminuido considerablemente a medida que el personal de salud ha emigrado en busca de mejores oportunidades. Según la Organización Mundial de la Salud, cerca del 30% de los médicos y el 40% de las enfermeras –o alrededor de 3.000 médicos y 5.000 enfermeras– han abandonado el país desde 2019.

Como consecuencia, los hospitales han reducido su capacidad de camas en un 50%. “Antes de la crisis, los hospitales privados representaban el 80% de los servicios de salud, pero ahora, muy pocos libaneses pueden pagar las facturas médicas, lo que ha obligado a cerrar o reducir servicios en los hospitales”, advierte a Equal Times Naji Abi Rached, director del Hospital Universitario de Geitawi.

En Afganistán, desde que los talibanes regresaron al poder, y como respuesta a las restricciones a los derechos de las mujeres –como el acceso a la educación y al trabajo– las naciones occidentales han retirado su ayuda al desarrollo, limitándola a la asistencia humanitaria. En medio de la grave crisis económica actual, la retirada de la ayuda internacional ha dejado al sobrecargado sector de la salud luchando por mantenerse a flote.

En realidad, el sistema de salud afgano ya estaba diezmado antes de que los talibanes retomaran el control del país. Su frágil economía hizo que el Gobierno dependiera de la ayuda internacional para el funcionamiento y desarrollo de los servicios de salud. De hecho, la mayoría de los más de 3.100 centros de salud que hay repartidos por Afganistán están administrados por ONG nacionales e internacionales. Si bien los donantes internacionales siguen financiando los servicios sanitarios básicos, hay muchos hospitales y clínicas que carecen de personal cualificado, equipos médicos y medicamentos. Si se traduce en cifras, hay sólo 30 médicos, 20 enfermeras, y 40 camas de hospital por cada 100.000 habitantes. Entretanto, el número de personas que necesitan cuidados hospitalarios se ha incrementado a medida que aumenta la desnutrición en medio de una pobreza cada vez más extrema.

Si bien la administración talibán ha prohibido a las niñas acceder a la escuela secundaria y universidades, y ha excluido a las mujeres de la mayoría de los empleos, esta prohibición no se aplica a las profesionales de la salud, una decisión que intenta paliar el colapso de la atención sanitaria, una de las principales razones por la que los afganos huyen del país.

Antes de que los talibanes entraran en Kabul, Marwa trabajaba de periodista. Para poder mantener a su familia hizo un curso intensivo de enfermera que ofrecía el Ministerio de Salud y ahora trabaja en un centro de maternidad. Su sueldo como periodista ascendía a 400 dólares mensuales, ahora trabaja por 150 dólares al mes. Sin embargo, lleva meses sin cobrar. “Es la única opción que tenemos las mujeres para poder trabajar y ayudar a nuestras familias. Pero no se puede esperar que sigamos trabajando sin salario por mucho tiempo”, confiesa a Equal Times en una conversación telefónica.

En Estados debilitados por las divisiones étnico-sectarias, como es el caso de Afganistán y el Líbano, un sistema paralelo de protección social informal de base sectaria ha desempeñado el papel del Estado, abriendo aún más la brecha de las divisiones sociales. Sin embargo, como enfatiza Camille Mourani, político independiente libanés, “la actual crisis económica es una oportunidad para renovar el frágil sistema de protección social hacia un sistema de bienestar universal para todos los ciudadanos en sus distintas edades, lo que ayudaría a restaurar la confianza pública en el gobierno libanés”. Una receta similar que –con sus peculiaridades y de cara a mejorar el futuro de su población– podría explorarse en Afganistán.

This article has been translated from Spanish.