Putin es fruto de un sistema económico corrupto que debemos reformar sin demora

Putin es fruto de un sistema económico corrupto que debemos reformar sin demora

Civilians gather outside a residential building struck by a Russian missile in Kyiv, Ukraine on 25 February 2022.

(Wolfgang Schwan/Anadolu Agency via AFP)

En muy pocos de los comentarios sobre la guerra en Ucrania y los debates sobre si Occidente tiene alguna responsabilidad al respecto se ha hecho referencia a los factores sociales y económicos. Sin embargo, el “fenómeno Putin” debe entenderse como un nuevo tipo de sistema socioeconómico generado por una mezcla de dependencia del petróleo y fundamentalismo de mercado en un contexto configurado por el legado zarista y comunista.

Después de la Guerra Fría, los entusiastas economistas occidentales se apresuraron a desmantelar las economías de planificación centralizada de Europa del Este mediante la reducción de los presupuestos estatales, la privatización de las empresas estatales y la liberalización del comercio y las inversiones. Estas reformas dieron lugar a un capitalismo burgués solo en unos pocos casos, principalmente en los países de Europa del Este que se adhirieron a la Unión Europea. En el resto de los países, en mayor o menor grado, llevaron a una nueva forma de cleptocracia autoritaria.

Durante la época comunista, el mercado era ilegal, por lo que las actividades mercantiles se consideraban un delito. Esto dificultaba mucho distinguir entre el intercambio legítimo y el robo. La consecuencia de la reforma económica fue la normalización del robo por parte del Estado. A través de la privatización, los burócratas comunistas se convirtieron en oligarcas que competían por las limosnas del Estado. Esta situación se vio agravada por el carácter cada vez más rentista del Estado ruso como consecuencia de la dependencia del petróleo y el gas: no había necesidad de un contrato social con los ciudadanos porque los ingresos públicos no dependían de los impuestos. Se podía observar una situación muy similar en el Irak de Sadam Huseín o la Siria de Bashar al-Asad.

Los regímenes que presiden este tipo de cleptocracia suelen enmarcar sus discursos en torno al nacionalismo étnico o el racismo, combinado con “valores familiares” (misoginia y homofobia).

Se pueden observar algunos elementos de este tipo de sistema en Hungría, gobernada por Viktor Orbán, que depende de ingresos procedentes de la Unión Europea, o incluso en el auge de Donald Trump y el Brexit, a medida que los Estados Unidos y el Reino Unido se volvieron más dependientes de los préstamos y los ingresos de activos financieros. Rusia, con sus vastos ingresos del petróleo y el gas y su historia de burocracia brutal, representa una versión extrema.

Alex de Waal, experto en desarrollo internacional de la London School of Economics, habla del “mercado político” –donde los empresarios políticos compiten por robar del Estado– para explicar la violencia persistente en partes de África. El mercado político es una forma extrema de neoliberalismo en la que la política literalmente se mercantiliza.

La cleptocracia con componente étnico o el capitalismo clientelista caracteriza a muchas de las “guerras eternas” de larga data y conflictos congelados en distintas partes del mundo. Se trata de guerras en las que las diferentes partes que se enfrentan se benefician de la propia violencia, en lugar de ganar o perder.

La violencia genera ingresos a través de la negociación dentro del Estado, así como una serie de actividades depredadoras, mientras que las posturas étnicas o racistas extremistas justifican la violencia. Esto explicaría el poder continuado de caudillos favorables a una etnia en Bosnia o Azerbaiyán, por ejemplo.

La eliminación el año pasado de la red de activistas del líder de la oposición en Rusia, Alexei Navalny, destruyó la herramienta principal de organización de la oposición. Sin embargo, la resistencia a la guerra puede crecer.

Muy a menudo, estos conflictos comienzan como consecuencia de protestas pacíficas a favor de la democracia, pero, dado que algunos grupos recurren a la violencia, los empresarios favorables a una etnia suelen apropiarse de ellas. Por ejemplo, los que decidieron tomar las armas para resistir a los embates del régimen en Siria contaron con la financiación de donantes suníes del Golfo, mientras que el régimen alauí atacó deliberadamente zonas suníes, por lo que la violencia cada vez se vio más enmarcada en un conflicto entre chiíes y suníes.

‘Civismo’, el antídoto a la cleptocracia

Las acciones de Vladímir Putin se explican aludiendo a preocupaciones por la expansión de la OTAN, nostalgia por el imperio soviético y acusaciones de nacionalismo étnico ucraniano. Sin embargo, la mayor amenaza para el régimen cleptocrático represivo que preside es el experimento democrático de Ucrania. Cuando estalló la guerra en 2014, el objetivo era evitar la firma de un acuerdo de asociación entre Ucrania y la Unión Europea que habría dado lugar a la transparencia y el debilitamiento de la influencia de los oligarcas. Tal vez el objetivo actual de Putin sea convertir a Ucrania en un país con una “guerra eterna”, donde las milicias de componente étnico perpetran actos de violencia contra los civiles por motivos económicos (saqueos, botines, contrabando, etc.) y por motivos políticos (generar una polarización étnica), como ocurre en las denominadas “Repúblicas Populares” separatistas de Donetsk y Lugansk.

Incluso en el caso de que Rusia logre hacerse con el control de Kiev e imponer un régimen títere, no conseguirá controlar el país. Sin embargo, esto podría llevar a una especie de anarquía violenta a largo plazo que representa una alternativa a la democracia. Después de todo, esto es lo que pasó después de las invasiones estadounidenses de Irak y Afganistán.

¿Podría la invasión dar lugar a una guerra tradicional que se extienda por toda Europa? La invasión en sí parece indicar que Putin ya no actúa de forma racional. A medida que aumenta la resistencia y se intensifica la reacción de Occidente, es más probable que Putin utilice una fuerza cada vez más letal y reduzca a escombros ciudades de Ucrania como hizo en Chechenia. Tal vez incluso amenazará con desplegar armas nucleares. No se puede descartar esta perspectiva aterradora: los mecanismos de control y equilibrio con el Gobierno ruso se han desmantelado. La esperanza principal es que Putin será frenado por la creciente oposición en el país, no solo en las calles sino también dentro del Gobierno.

La única lógica compensatoria frente a este tipo de cleptocracia con componente étnico es lo que se podría denominar civismo.

En todas las zonas de conflicto es posible encontrar a personal médico y de enfermería que está dispuesto a tratar a cualquier persona que lo necesite, independientemente de su etnia, a docentes que se toman en serio la educación inclusiva, a jueces o funcionarios honestos, a vecinos que se ayudan mutuamente, e incluso administraciones locales que tratan de prestar servicios públicos sin discriminación.

Cuando los conflictos comienzan con protestas a favor de la democracia, la mayoría de los manifestantes normalmente se oponen al giro hacia la violencia, ya que son conscientes de que la oposición nunca puede competir con el Estado desde el punto de vista militar. Cuando la guerra estalla, algunos se marchan, mientras que otros asumen una función humanitaria como personal de primeros auxilios o mediadores locales, o documentando crímenes de guerra, entre otras cosas. La paradoja es que los cleptócratas no sobrevivirían si no existiera el comportamiento cívico, ya que no quedaría nadie a quien robar.

La valiente resistencia ucraniana y el movimiento contra la guerra en Rusia son una reacción cívica, en lugar de étnica, a la invasión. Y su actitud cívica cuenta con el apoyo mundial. Un panorama alternativo es que la guerra en Ucrania marque un punto de inflexión. Podría ser el momento en el que el sistema financiero mundial empiece a controlar el “dinero negro”, es decir, el dinero que emana de los cleptócratas, o en el que reconozcamos que poner fin a la dependencia del petróleo y el gas no es solo un imperativo climático, sino una necesidad para acabar con los regímenes al margen de la ley. O podría ser el momento en que nos demos cuenta de que las personas que huyen de la guerra necesitan que se les ofrezca asilo, sean quienes sean. Sobre todo, podría ser un momento en el que empecemos a comprender que ya no existen las “soluciones militares” y que debemos empezar a pensar en un sistema de seguridad alternativo basado en los derechos humanos para el mundo.