La desigualdad laboral nos enferma a todos

Cuando Babul Khan perdió a dos de sus cuatro hijos en un terrible incendio en el astillero de desguace de Gadani el 1 de noviembre de 2016, fue una tragedia. Pero en ningún caso una sorpresa.

Al igual que los otros 26 trabajadores que perdieron la vida tras la explosión de un buque petrolero en el mayor astillero de desguace de Pakistán, Ghulam Hyder (18 años), y Alam Khan (32 años), eran trabajadores precarios. Mano de obra de usar y tirar.

El astillero se cerró inmediatamente después de producirse esas muertes. Pero poco después volvió a funcionar como si no hubiera pasado nada –lo que inevitablemente provocó más muertes–. Al menos cinco trabajadores perdieron la vida el 9 de enero de 2017 al producirse un incendio en un portacontenedores de gas licuado del petróleo (GLP) en ese mismo astillero.

En un negocio que genera réditos, los continuos incidentes mortales no representan sino daños colaterales.

Quién vive y quién muere en el trabajo no es obra del azar. El surgimiento de formas de empleo cada vez más precarias –en intrincadas cadenas de suministro– ha sido tan premeditado como mortífero.

Y esas formas de empleo generan un entorno de trabajo donde los peores empleadores son quienes marcan la referencia en cuanto a salarios, condiciones y derechos laborales, haciendo que las condiciones bajen en toda la economía mundial.

Mantener un sistema de trabajo indecente ha requerido siempre un ingrediente extra: una mano de obra dividida. Donde los trabajadores no disponen de una voz colectiva y donde los empleos están en principio segregados en función del género, la etnia o la clase social. Dichas divisiones pueden perpetuar desventajas y dejar indefensos a los trabajadores más explotados a la vez que se rebajan las condiciones para los demás.

Todo ello tiene un precio. A la cabeza del orden jerárquico en el lugar de trabajo, aquellos que toman las decisiones no solo reciben salarios y beneficios multiplicados sin proporción, sino que además viven muchos más años para poder disfrutarlos.

Impacto sobre las mujeres

Hojeando los libros de referencia clásicos sobre medicina laboral, podrá hacerse una idea de las enfermedades relacionadas con el trabajo, dominadas por la exposición en minas, talleres y fábricas. Exposición que padecen los hombres. Enfermedades causadas por el polvo, como la neumoconiosis, y por el esfuerzo físico ocasionado por tener que levantar pesadas cargas durante largas jornadas de trabajo, tenían un impacto devastador sobre las vidas de los hombres estudiados, reduciendo considerablemente su esperanza de vida.

No es que las mujeres no trabajasen, pero en los estudios eran consideradas “factores de desviación”. Igual que los trabajadores de color y pertenecientes a grupos minoritarios. Este fue un sesgo que persistiría durante gran parte del siglo XX, perpetuando una visión de los problemas de salud industriales aplicada esencialmente a los hombres y blancos.

Supone un enorme engaño. Las mujeres que trabajan en la aportación de cuidados, por ejemplo, pueden tener que levantar más peso en un turno laboral que cualquier trabajador de la construcción o minero, y muchas veces tienen que combinarlo con un segundo turno de trabajo no remunerado en el hogar. De las plantaciones de té a los hornos de ladrillo pasando por los campos de flores, en el mundo entero las mujeres realizan arduas tareas, a menudo cargando con sus pequeños.

Un estudio publicado en el número de septiembre de 2016 de la revista de investigación médica Journal of Occupational and Environmental Medicine concluía que la enorme carga que debían soportar las mujeres que dedicaban largas jornadas de trabajo durante toda su carrera laboral conducía a “incrementos alarmantes” en enfermedades potencialmente mortales, incluyendo problemas cardiacos y cáncer.

Incluso hoy en día, la exposición laboral en sectores con mano de obra mayoritariamente femenina, como los cuidados y la limpieza, está poco documentada y subvalorada.

Es posible que las mujeres, generalmente poco representadas en sectores peligrosos como la construcción o la minería, tengan menos probabilidades de figurar en las estadísticas de mortalidad laboral.

Pero las muertes por enfermedades relacionadas con el trabajo superan con mucho los accidentes laborales mortales, y hay buenos motivos para suponer que las mujeres sean igual de vulnerables que los hombres a estas enfermedades. Los productos químicos, los trastornos musculoesqueléticos, el estrés, están presentes.

Lo único que falta son los estudios y el interés al respecto.

Sabemos que los salarios de las mujeres son inferiores a los de los hombres, no porque su trabajo valga menos, sino debido al “techo de cristal” y unos prejuicios de género que mantienen a la mujer “en su lugar”. Si la sociedad valora menos el trabajo de las mujeres, hará menos esfuerzos por evaluar sus efectos y se preocupará menos por mitigar sus consecuencias, lo que inevitablemente se verá reflejado en una mala salud relacionada con el trabajo no reconocida, pero considerable.

La etnia y el riesgo laboral van de la mano

Al igual que el género, la etnia se ha tratado históricamente como un factor de “confusión” en las estadísticas sobre salud laboral, de manera que la documentación disponible respecto a las desigualdades étnicas en cuanto a la salud laboral resulta extremadamente escasa. Pero del mismo modo que los riesgos laborales aumentan conforme descendemos en la escala social, el componente étnico sin duda agrava esta tendencia.

A principios de los años 1970, la agencia estatal de investigación sobre salud laboral de los EEUU (NIOSH), elaboró un estudio sobre los riesgos a los que estaban expuestos los trabajadores en los hornos de coque de la siderurgia y la industria. Resultó evidente que estos trabajadores corrían un riesgo mayor de padecer cáncer de pulmón. Pero analizando más detenidamente los datos se descubrió que los trabajadores negros tenían más probabilidades de que les encomendasen los peores puestos con una exposición más elevada, en la zona superior de los hornos.

Y no se trata de un dato exclusivamente histórico. En 2011, NIOSH señaló que: “los trabajadores afroamericanos, hispanos e inmigrantes están empleados de forma desproporcionada para realizar los trabajos más peligrosos. Los hombres afroamericanos tienen dos veces más probabilidades que los blancos no hispanos de ocupar puestos en el sector de servicios y como jornaleros, obreros y operadores, y dos veces menos de ocupar puestos directivos o como profesionales especializados.

“El resultado es que la tasa de lesiones entre los afroamericanos supera en un tercio a la de los trabajadores blancos no hispanos, tanto respecto a los hombres como a las mujeres”.

En ocasiones el proceso es aún más flagrante. En diciembre de 2009, Studsvik Memphis Processing Facility, empresa estadounidense con sede en Tennessee que procesa desechos nucleares, accedió al pago de indemnizaciones a empleados negros a quienes se les había asignado puestos con una mayor exposición a la radiación, aunque luego se manipulaban los medidores para mostrar niveles de exposición inferiores.

En India, los trabajadores empleados informalmente en la limpieza de letrinas –recogiendo manualmente las materias fecales de los hogares– proceden exclusivamente de la comunidad Dalit, considerada como una ‘casta inferior’.

Las graves consecuencias para la salud –náuseas y dolores de cabeza constantes, afecciones respiratorias y dermatológicas, anemia, diarrea, vómitos, ictericia, tracoma y asfixia mortal– se limitan exclusivamente a esta comunidad.

Enfermedades “ocasionadas por el estrés”

La idea de que el conocimiento y el progreso contribuyan a un mundo del trabajo cada vez más seguro y sano es errónea. Muy al contrario, empleos “ordinarios”, comúnmente no asociados con riesgos excesivos, están conduciendo a muchos trabajadores a un estado de desesperación constante y en ocasiones mortal.

Revisando evidencia de un brusco incremento en las tasas de mortalidad entre los trabajadores (hombres) norteamericanos de clase obrera, especialistas en salud laboral de la Universidad de Massachusetts Lowell identificaron la inseguridad laboral, la discriminación y la falta de control en el trabajo como elementos causantes de un aumento de las “enfermedades debidas al estrés” –vinculadas al consumo de alcohol y drogas, y a suicidios–.

Estudios en Francia han estimado la tasa anual de suicidios relacionados con el trabajo –que se ha incrementado considerablemente en los últimos años– en varios cientos y posiblemente miles de casos al año. Otros informes publicados en EEUU, Australia, Francia, Japón, China, India, Taiwán y el Reino Unido apuntan todos a un brusco aumento en la cifra de suicidios relacionados con el trabajo. Existe una evidente asociación a una determinada clase social y una serie de abusos en el lugar de trabajo comunes a todos los casos.

Estas muertes no pueden interpretarse como un último grito de auxilio. Son un último grito de protesta. En el fondo del problema está un sistema donde los trabajadores son tratados cada vez más como un simple componente más, una variable en una hoja de cálculo de la empresa, que puede recortarse, exprimirse o explotarse más allá de la capacidad operativa.

Lo más trágico es que la inseguridad laboral no es una fuerza irresistible de la naturaleza. Es una opción. El trabajo puede ser decente y productivo, y al mismo tiempo lucrativo. Pero los consejos directivos de las empresas se juzgan en función del balance al final del año.

La responsabilidad social corporativa muchas veces se reduce a un cínico ejercicio de relaciones públicas, no un imperativo operativo.

Resulta una perversidad que se haga referencia a “riesgos y beneficios” para justificar unos elevadísimos paquetes de remuneraciones para los directivos y la creciente desigualdad de ingresos en el trabajo. Pero los trabajadores que se ven obligados más a menudo a asumir auténticos riesgos –para sus vidas, su integridad física, su salud– son aquellos que reciben una compensación económica menor.

“Los sindicatos consiguen lugares de trabajo más sanos y seguros”

Unos bajos salarios son probablemente el más claro indicador del grado de riesgos de salud y seguridad a los que se enfrentará un trabajador. Tener un salario bajo afecta sus opciones. Influye en si se hacen más horas extraordinarias, turnos extra, si se informa sobre una lesión, si se toma una baja por enfermedad. Y lo deja a uno relegado a empleos inseguros, sucios y peligrosos, con el sello distintivo de trabajo arriesgado.

Categorías enteras de trabajadores tienen más probabilidades de integrar la clasificación con menor salario, y como consecuencia de ello, su empleo y su salud resultan más vulnerables. Los trabajadores migrantes, como por ejemplo la mano de obra procedente del Sur de Asia que termina atrapada en trabajo forzoso para la construcción de los deslumbrantes estadios en Qatar, se enfrentan a unos riesgos no controlados, pero chocantes, de sufrir lesiones y problemas de salud. Si sumamos otros factores –mala salud, discapacidad, edad– y la falta de otras opciones de empleo, todo ello se traduce en menos opciones y menos oportunidades de decir no.

Los trabajadores y trabajadoras necesitan contar con una voz colectiva para hacerse oír. Y es ahí donde entran en juego los sindicatos.

Si lo que se busca son mejores salarios, más seguridad en el empleo, una tasa menor de lesiones y problemas de salud y mejores condiciones de trabajo, los sindicatos tienen un historial probado. En un círculo virtuoso, los sindicatos consiguen lugares de trabajo más justos, lo que hace que la voz del sindicato sea más fuerte, desembocando a su vez en lugares de trabajo más seguros y más sanos.

Una activa presencia sindical deriva también en beneficios económicos. Un estudio que cubría a 31 países industrializados, publicado en septiembre de 2013 en el diario Social Science & Medicine, llegó a la conclusión de que: “La densidad sindical es el determinante externo más importante en el clima de seguridad psicosocial de un lugar de trabajo, la salud y el PIB”. El documento añade: “La salud del trabajador redunda en beneficio de la economía, y debería considerarse al evaluar la salud y la productividad a escala nacional. Erosionar los sindicatos no redundará en beneficio de la salud ni de los trabajadores ni de la economía”.

Los sindicatos reducen las desigualdades en el lugar de trabajo, con el consiguiente beneficio sobre la salud. En un difícil clima económico, los sindicatos continúan haciendo que el mundo sea más justo.

La misma fuerza colectiva que deriva en mejores salarios hace también que el trabajo sea más seguro y más sano.

Es culpa del proceso económico y político el que la globalización haya supuesto una fragmentación del trabajo y haya decimado los derechos de los trabajadores, ocasionando inevitablemente daños a la salud pública.

Pero también pone claramente de manifiesto los beneficios innegables de los sindicatos. No sólo es cuestión de salario, o igualdad, o seguridad. Es una cuestión de dignidad y respeto en el trabajo.

Lo malo es que, sin sindicatos, esta decencia fundamental resulta cada vez más escasa.

Una versión más extensa de este artículo fue publicada en Hazards Magazine.