Egipto: la levadura belicosa de un cambio de verdad

 

Más allá de las inevitables inquietudes que suscita el hecho de que un ejército destituya a un presidente electo y lo detenga junto con su guardia política más cercana, ataque a los medios de comunicación acusados de apoyarlo y abra fuego de forma masiva contra los manifestantes.

Más allá también de las conjeturas sobre el giro que podría dar esta nueva fase del largo proceso de transformación de toda la región instigado por un pequeño vendedor tunecino desesperado de Sidi Bouzid, volvamos al 30 de junio, a este tsunami contestatario de una magnitud inédita en la Historia.

¿Quiénes eran los millones de egipcios que tomaron las calles?

No sólo los jóvenes intelectuales urbanos hiperconectados que atrajeron la atención mediática internacional en enero de 2011.

No sólo los trabajadores que bajo el reinado de Moubarak convirtieron las zonas industriales en hervideros, y que desde entonces se han mantenido en el núcleo de la lucha revolucionaria.

Sino también familias enteras que ni siquiera salieron a las calles para manifestarse contra Moubarak.

Quidams cuya simpatía llegaba hasta los Hermanos Musulmanes.

Hasta los campesinos de zonas remotas del Alto Egipto que por vez primera expresaban también claramente su descontento.

Una heterogeneidad muy distante de la visión binaria simplificada de un país supuestamente dividido entre laicos liberales, por un lado, e islamistas conservadores, por otro.

¿Qué vínculo fundamental existía entre esas masas social y políticamente heterogéneas? El rechazo común a un régimen capaz de demostrar magistralmente en un sólo año su incapacidad para dirigir el país y una voluntad centrada en imponer su visión ideológica partidista.

La protesta social ya había contribuido en gran medida al derrocamiento de Moubarak.

Dos años y medio después, la supervivencia cotidiana se ha vuelto aún más dura. Casi uno de cada cinco egipcios no dispone de alimentos suficientes.

Con un crecimiento económico completamente estancado, una inflación de dos cifras y un déficit exterior hipertrofiado, la alarmante ecuación económica egipcia no ha suscitado más que el autismo maximalista del Presidente Morsi.

Demasiado ocupado en consolidar su secuestro constitucional y en acaparar los engranajes del Estado en beneficio de los Hermanos Musulmanes, no se dio cuenta de la duda, seguida de la cólera, que iba creciendo entre los que le vieron pervertir con fines autoritarios, sectarios y especuladores los valores del Islam.

“La justicia social es el principal reto a afrontar”, declara Ahmed El-Borai, uno de los pilares de la oposición, que cuando dirigía el Ministerio de Trabajo en 2011 había dado los primeros pasos hacia una reforma profunda de las relaciones sociales, antes de ser depuesto con la llegada al poder de los Hermanos Musulmanes.

Mientras los conflictos sociales se han duplicado bajo el gobierno de Morsi, mientras los sindicalistas independientes denunciaban una represión a su parecer aún más violenta que cuando Moubarak estaba en el poder, la pacificación de la sociedad y la esperanza de desarrollo del país no podrán reducirse a un único ejercicio electoral. La democracia auténtica es un ejercicio cotidiano, que no puede escatimar en un verdadero diálogo social.

Ni sencilla, ni rápida – esta es una revolución de mentalidades muy profunda.

El ejército, los islamistas, las nostalgias del antiguo régimen y los intereses geoestratégicos y políticos de las potencias internacionales y regionales van, sin lugar a dudas, a seguir tratando de sacar máxima tajada de la movilización popular.

Y demasiados egipcios se van a quedar sin pan. Pero el sabor de la dignidad reencontrada es una levadura belicosa de un cambio de verdad.