La extraña neurosis de Australia

 

Si las encuestas de opinión no mienten, el 7 de septiembre los australianos votarán para poner fin a los seis años de Gobierno laborista, con lo que el partido conservador Liberal Nacional recuperará el poder.

Que esto le ocurra a un gobierno que ha guiado con éxito a Australia a través de la crisis financiera mundial en el 22º año consecutivo de crecimiento económico atenta contra toda lógica.

Empezando con el gobierno de Paul Keating a finales de 1991, el partido laborista ha dirigido una economía que ha superado a la de casi todos los países de la OCDE.

Sin embargo, a medida que se acerca el día de las elecciones, los australianos empiezan a ser presa de una extraña neurosis.

En lugar de disfrutar de su buena suerte, pretenden castigar al gobierno artífice de su prosperidad.

Con una tasa de desempleo de solo el 5,7%, el paro en Australia es moderado, los tipos de interés son más bajos que nunca, el Gobierno es uno de los pocos elegidos que siguen ostentando una calificación crediticia de triple A, los salarios están aumentando y el coste de la vida ha bajado.

Aun así, el electorado está ansioso y profundamente dividido y es pesimista.

En las elecciones se enfrentan el partido laborista de centro-izquierda del primer ministro Kevin Rudd y la coalición del partido Liberal Nacional (también conocida como “la coalición”), liderada por Tony Abbott.

El 27 de junio, el señor Rudd recuperó el cargo de primer ministro tras derrotar a Julia Gillard (la primera mujer en ostentar el cargo en Australia), poniendo fin a una larga campaña insurgente que sus partidarios iniciaron después de que Gillard le destituyera en un repentino golpe interno casi exactamente tres años antes.

En 2007, Rudd, un tecnócrata que habla mandarín, condujo al partido laborista a una victoria histórica que acabó con un período ininterrumpido de 11 años gobernado por el segundo primer ministro australiano que más ha permanecido en el cargo, John Howard. En esas elecciones, Howard fue expulsado del parlamento por sus propios electores.

 

Recesión feliz, recuperación malhumorada

Poco más de un año después de tomar posesión del cargo, Rudd se tuvo que enfrentar a la emergencia que supuso la crisis financiera mundial.

Su Gobierno tomó la valiente decisión de invertir en un paquete de estímulo keynesiano que contrarrestó la recesión y preparó el terreno para que Australia se recuperara rápidamente de la crisis mientras el resto del mundo desarrollado seguía renqueando.

Esta rapidez de decisión es una de las principales razones por las que la economía australiana ha sido tan fuerte. Sin embargo, desde entonces el partido laborista ha pagado cara su incapacidad de vender al público la importancia de dicho logro.

En palabras del destacado escritor y periodista político George Megalogenis, los australianos han disfrutado de “una recesión feliz y una recuperación malhumorada”.

“Superamos nuestras expectativas más optimistas y pudimos seguir creciendo mientras el resto del mundo estaba inmerso en plena catástrofe”, afirma.

Pero los australianos comienzan a inquietarse debido a los claros indicios de que el ritmo de crecimiento está disminuyendo y el desempleo está aumentando.

Durante la mayor parte de la década pasada, la rápida expansión económica de China aumentó los precios del mineral de hierro y del carbón, provocando una oleada de enormes inversiones en el desarrollo de nuevas minas y puestos de trabajo, en especial en Australia Occidental.

Sin embargo, a medida que el crecimiento de China se ha ido ralentizando, ha quedado claro que la economía australiana ha acabado dependiendo demasiado de la minería y no tiene un plan B. Y a diferencia de muchos otros países ricos en recursos, Australia no cuenta con un fondo de riqueza soberana en el que podría invertir los ingresos de las exportaciones para el beneficio nacional.

Un intento de introducir una nueva regalía en los beneficios procedentes de los recursos, que se hubiera reinvertido en proyectos para la consolidación nacional, fracasó debido a la fuerte oposición de las empresas mineras multinacionales.

Mientras tanto, los puestos de trabajo en la industria manufacturera están disminuyendo a un ritmo alarmante. Durante la década pasada se perdieron 112.500 puestos de trabajo en dicha industria y el porcentaje de empleo total en el sector ha caído del 11 al 8%.

En los últimos años el dólar australiano ha sufrido una variante del fenómeno conocido como el síndrome holandés; el alto valor de la moneda no solo ha dañado a la industria manufacturera local, sino también al turismo.

Entretanto, y a pesar del éxito mundial del sector financiero australiano, los puestos de trabajo en el sector de servicios se están trasladando al extranjero a un ritmo vertiginoso.

 

Política inteligente, votantes exigentes y luchas internas

Parte de la explicación para el sombrío panorama del partido laborista reside en las inteligentes políticas de Abbott, quien, con la ayuda de unos medios de comunicación sumisos dominados por los periódicos de Rupert Murdoch, ha conseguido convertir el liderazgo económico del partido laborista durante la crisis en un aspecto negativo, haciendo hincapié en el aumento de la deuda pública y el déficit fiscal a partir de 2008.

Sin embargo, algunos analistas políticos también creen que existen causas más profundas: un reajuste a largo plazo del modo de pensar australiano.

Tras más de dos décadas de crecimiento económico continuado, parece que los votantes esperan más de su gobierno y están menos satisfechos con lo que reciben.

“Estamos en el 22º año de una fase ininterrumpida de crecimiento y los votantes se han vuelto un poco más exigentes”, destaca el señor Megalogenis, cuyo famoso libro The Australian Moment, publicado en 2012, analiza cómo se ha desarrollado la economía nacional desde la década de 1970.

“Se han vuelto un poco más avariciosos y difíciles de contentar. El partido laborista no ha sido capaz de aumentar un solo voto en estos seis años. De cada dólar que ha gastado no ha podido extraer ni un solo punto porcentual en beneficios electorales”.

No obstante, la explicación también reside en la guerra civil que, desde 2010, el partido laborista ha combatido consigo mismo.

El golpe de 2010 que sustituyó a Rudd por Gillard dividió profundamente tanto al partido como al electorado.

Poco después, Gillard se presentó a las elecciones y consiguió negociar un gobierno minoritario, pero las circunstancias de su ascenso al poder dejaron un mal sabor de boca a los votantes.

Sus tres años en el cargo serán más recordados por la aprobación de un impuesto sobre el carbón que había prometido no aplicar.

Mientras tanto, Gillard fue la víctima de una campaña estridente y sexista tanto dentro como fuera del Parlamento.

Su Gobierno llevó a cabo reformas duraderas, como un plan nacional de seguros para discapacitados, pero como las encuestas de opinión mostraban sistemáticamente que Rudd era más popular entre el público que Gillard o Abbott (y como el partido laborista se enfrentaba a una estrepitosa derrota electoral si Gillard seguía en el cargo), el 27 de junio un desesperado comité del partido decidió dar una segunda oportunidad a Rudd.

Esta decisión tuvo como consecuencia un inmediato viraje en las encuestas a favor del partido laborista.

Sin embargo, cuando empezaron a surgir indicios de que la luna de miel estaba empezando a decaer, Rudd convocó unas nuevas elecciones para el 7 de septiembre.

La reputación de Rudd como fuerte contendiente en las campañas electorales no ha conseguido traducirse en un viraje a favor del partido laborista, aunque su regreso puede ser suficiente para evitar que la coalición se haga con el control del Senado.

Su adversario, Tony Abbott, es un conservador a ultranza que hace la corte abiertamente a los racistas, fanáticos y misóginos de la extrema derecha.

A pesar de llevar casi cuatro años como líder de la oposición, a Abbott le sigue aborreciendo un gran sector del electorado, en especial las mujeres.

En general, Abbott ha evitado hablar explícitamente de un plan económico alternativo y ha preferido centrarse en las deficiencias del gobierno.

Sin embargo, existen algunas diferencias claras entre ambos partidos en lo relativo a algunos asuntos fundamentales, como los impuestos, las relaciones laborales, el apoyo a la industria y el gasto en servicios públicos.

 

Los sindicatos y los inmigrantes

Como todavía está escaldado por los resultados de las elecciones de 2007 y por la campaña del movimiento sindical que aprovechó el descontento de la población por los ataques sin precedentes a las condiciones y derechos laborales, Abbott ha tratado de restar importancia a las relaciones industriales y ha prometido únicamente cambios mínimos y una revisión del sistema por parte de la Comisión de Productividad neoliberal.

Aun así, como corteja públicamente a los influyentes grupos de empresas y empleadores, parece inevitable que si gana las elecciones, aplicará políticas que debilitarán la negociación colectiva, socavarán los derechos y condiciones básicos y reducirán la capacidad de los trabajadores/as para que les represente un sindicato.

El movimiento sindical también teme que le arrastren a una Comisión Real sobre la gobernanza de los sindicatos, después de que acusaran a un puñado de sindicalistas de corrupción de bajo nivel en un sindicato de tamaño medio.

Otro fallo político que ha explotado Abbott ha sido el aumento de la cifra de solicitantes de asilo que llegan en embarcaciones desde Afganistán, Sri Lanka e Irán por Indonesia.

Aunque se trata de un goteo y no de una ‘oleada’ (en 2012 se presentaron 15.800 solicitudes de asilo, una parte mínima de las 479.400 solicitudes que se realizaron en todo el mundo), Abbott ha aprovechado con éxito los temores acerca de la seguridad fronteriza para implicar al partido laborista en una carrera política sobre quién puede ser el más cruel con los refugiados.

Debido a esta carrera, ambos partidos han adoptado una versión de la política de inmigración de John Howard llamada Solución Pacífico, desprestigiada desde hace tiempo: el partido laborista enviaría a los solicitantes de asilo a Papúa Nueva Guinea y los detendría indefinidamente, mientras que la coalición les enviaría a la diminuta isla de Nauru.

El hecho de que estas políticas no solo sean irresponsables desde un punto de vista moral, sino también posiblemente ilegales en virtud del derecho internacional, no parece importarle a ninguno de los dos grandes partidos, ya que tienen la vista puesta en los votos que ganarían si atrajeran a las personas con actitudes xenófobas y racistas latentes que viven en los suburbios de las mayores ciudades y en las zonas rurales de Australia.

 

Temas cotidianos

Sin embargo, a pesar de toda su negatividad e impopularidad generalizada, parece que Abbott ganará las elecciones si no mete la pata, afirma Nick Economou, profesor de política en la Universidad de Monash en Melbourne.

Este profesor asegura que aunque el debate de los refugiados acapara todos los titulares, la mayoría de los australianos votarán basándose en los temas cotidianos, como el coste de la vida y la seguridad laboral.

Una vez más, en esos temas el partido laborista tiene todas las de ganar, pero el caos y la inestabilidad del gobierno minoritario de Gillard y la lucha con Rudd han dejado huella.

“No creo que los australianos quieran una visión del futuro. Lo que quieren es un gobierno competente”, apunta el señor Economou.

“Quieren un gobierno que sea lo suficientemente coherente y unificado como para aportar un punto de referencia. En la política australiana hemos sufrido tres años duros, durante los cuales el partido gobernante ha estado totalmente desorganizado desde el principio”.

“Nada de esto refuerza la confianza de los ciudadanos en el partido gobernante.

Lo que estamos viendo es al pueblo australiano preparándose para dar un cambio y elegir a la coalición”.

Todavía quedan quince días hasta que se celebren las elecciones.

Gracias a que dispone de un mejor paquete de políticas, el partido laborista todavía podría ganar por poco.

Como Abbott depende de los eslóganes simplistas y hace caso omiso a las políticas reales, como tiende a meter la pata cuando habla y no responde a las preguntas sobre cómo financiará sus políticas mientras sigue prometiendo que volverá a colocar al presupuesto en superávit, su campaña podría descarrilarse.

Sin embargo, salvo que ocurra un desastre en los últimos quince días de la campaña, es probable que el 7 de septiembre Tony Abbott se convierta en el 27º primer ministro australiano con una cómoda mayoría en la Cámara Baja.

Irónicamente, heredará una economía que quizá tenga dificultades para mantener los mismos resultados que logró el gobierno laborista.

Quizá no pase mucho tiempo antes de que la mayoría de los que le votaron despierten y se pregunten: “¿qué demonios he hecho?”.