La privatización del espacio complica el problema de la basura espacial, que podría impedirnos usar satélites en unas décadas

La privatización del espacio complica el problema de la basura espacial, que podría impedirnos usar satélites en unas décadas

The Izaña-1 (IZN-1) laser-ranging station, located on the Canary Island of Tenerife, Spain, is one of several technological innovations developed by the European Space Agency (ESA) to improve monitoring of the hundreds of millions of pieces of space debris in orbit. This debris poses a constant threat to the satellites and spacecraft of all nations.

(European Space Agency)
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Entre el lanzamiento del primer satélite artificial, el soviético Sputnik-1, en 1957, y finales de 2019, la Humanidad había lanzado, en toda su historia, unos 8.500 objetos al espacio, de los que hace tres años y medio aún quedaban en órbita unos 5.100.

Menos de un lustro después, con la irrupción de nuevos actores espaciales, sobre todo empresas privadas, los objetos enviados fuera de nuestro planeta, catalogados por la Oficina de las Naciones Unidas para el Espacio Exterior (UNOOSA, en inglés), suman hoy 16.466, de los cuales quedan al menos 11.742 en la órbita terrestre. Entre ellos hay fases desechadas de cohetes y objetos similares, pero en su mayoría se trata de satélites artificiales, vitales para hacer posibles tecnologías que hace tiempo que damos por sentadas, como la predicción meteorológica, la alerta ante desastres naturales, la observación científica de la Tierra y del universo y, sobre todo, los sistemas de navegación, como el GPS, y los servicios de telecomunicaciones (radiotelevisión, telefonía e internet) para incontables zonas del mundo sin otro tipo de cobertura.

Entre 1964 y 2012 se había estado enviando cerca de un centenar de objetos al espacio cada año, en su mayoría satélites. En 2022 fueron ya 2.476 nuevos objetos anuales, aunque esa cifra récord parece encaminada a superarse este año, con 1.869 sólo hasta principios de septiembre.

Buena parte de ese crecimiento exponencial, que apenas parece estar comenzando esta década, se debe a la irrupción del sector privado, de la mano de firmas como SpaceX, Blue Origin, OneWeb o Virgin Galactic, con tecnologías satelitales mucho más sencillas y cortoplacistas que las comunes hasta hace poco, basadas en el lanzamiento masivo de “constelaciones” de minisatélites (grupos de aparatos que trabajan juntos formando un sistema) a órbitas muy bajas.

Esto abarata mucho los costes de lanzamiento y ofrece una señal de telecomunicaciones más amplia y estable, por la propia redundancia de tener tantos satélites en red, que orbitan mucho más cerca unos de otros de lo que era habitual hasta ahora. Sólo las constelaciones Starlink, de la estadounidense SpaceX, de Elon Musk, que provee internet desde el espacio, tienen hoy más de 5.000 pequeños satélites –que rodean casi todo el planeta a unos 500 kilómetros de altura–, aunque se planea ampliarlos hasta 42.000 unidades. La contrapartida de este sistema, que opera en órbitas de baja altitud (LEO , en inglés), ligeramente superiores a la de la Estación Espacial Internacional (ISS, a 400 kilómetros), es que son necesarios muchísimos más aparatos para cubrir una misma zona de la Tierra que antes se habría abarcado con unos pocos satélites repartidos a mucha mayor altura (de hecho, la órbita geoestacionaria, o GEO , en que se fijan los objetos que se necesita que sobrevuelen el mismo punto de la superficie todo el tiempo, está a 35.786 kilómetros del nivel del mar).

El panorama se complica aún más: hasta aquí sólo estábamos contando los objetos enteros dejados en el espacio, de los que ahora mismo unos 10.000 son satélites en órbita, aunque en 2030 habrá ya unos 75.000. Sin embargo, los restos de basura espacial se cuentan en cientos de millones. Según el último Informe Medioambiental del Espacio de la Agencia Espacial Europea (ESA), se estima que en noviembre de 2016, es decir, antes de la explosiva aparición del sector privado, ya orbitaban la Tierra cientos de millones de fragmentos artificiales de entre 1 milímetro y más de 10 centímetros.

A decenas de miles de kilómetros por hora, cualquier impacto con uno de ellos podría incapacitar el satélite o la aeronave espacial que golpeen, si no directamente destrozarlos, en un accidente espacial que generaría miles y miles de nuevos fragmentos, lo que, con el paso del tiempo, podría provocar una reacción en cadena que acabara inutilizando las órbitas más necesarias para nuestra civilización, un escenario de pesadilla que se conoce como el síndrome de Kessler.

Un futuro sin satélites

Si seguimos enviando satélites al espacio al ritmo actual y como hasta ahora, dejando que, al término de su vida útil, caigan fuera de control hasta que los destruya su fricción con la atmósfera, la Humanidad podría llegar a perder el acceso al espacio durante “décadas, o incluso siglos, en algunas órbitas” , explica a Equal Times Holger Krag, director de la Oficina de Desechos Espaciales de la ESA.

“Para hacernos una idea: un objeto espacial típico, a 400 kilómetros de altura, desaparece en un año. A 600 kilómetros de altitud la atmósfera ya es más fina, así que un objeto que esté allí permanecería unos 25 años. A 800 kilómetros la atmósfera es muy sutil, allí duraría unos 200 años. Y a 1.000 kilómetros o más, la atmósfera ya está ausente, por lo que a partir de ahí podemos contar con que el objeto se quedaría en el espacio para siempre” . De esta manera, señala, a pesar de su congestión actual, “las órbitas LEO más bajas nunca permanecerán contaminadas durante mucho tiempo, pero (si una cadena de colisiones las inutilizara), a 800 kilómetros o más, podríamos tardar siglos en volver a poder usar esas órbitas de nuevo” .

Del otro lado del Atlántico la preocupación no es menor. Como confirma a Equal Times John L. Crassidis, profesor de Ingeniería Mecánica y Aeroespacial en la Universidad de Búfalo (EEUU) y experto en basura espacial, tema sobre el que colabora con la NASA y la fuerza aérea estadounidense, “la órbita GEO está empezando a estar saturada, pero el problema ahí no es ni de lejos el que tenemos en LEO”.

“No es fácil decir cuándo se volverá catastrófico en GEO, pero sí creo que si no hacemos nada para mitigar la situación en LEO, entonces el síndrome de Kessler se hará realidad allí en menos de 50 años. Y si no empezamos a pensar en arreglar las cosas en GEO, también se producirá allí, con profundas consecuencias” , añade.

En efecto –señala Krag desde la ESA–, de media, el kilómetro cúbico de espacio está cerca de mil veces más congestionado en LEO que en GEO, donde “la situación no es buena en absoluto”. “Pero al menos no tenemos el riesgo de una reacción en cadena o una avalancha de colisiones, como sí tenemos en LEO” , elabora. De hecho, recuerda Krag, “en LEO ya hemos tenido cuatro choques de un objeto contra otro, y cada uno dejó detrás una serie de fragmentos que pueden provocar nuevas colisiones en cascada” . A eso se suman los cientos de veces en que otros objetos ya se han roto solos en el espacio, por puro desgaste. “El riesgo está ahí de verdad, y si me preguntas cuánto podría tardar la situación en caer en un aumento descontrolado de los fragmentos... bueno, lo que creemos es que ya estamos ahí”, asegura.

“Esto ya ha comenzado. No nos lo imaginemos como un efecto en cadena que ocurre en horas o días: es algo que pasa muy lentamente, sin que nos demos cuenta, y sólo nos daremos cuenta cuando sea demasiado tarde”, puntualiza Krag.

Ahora mismo ya es esperable que ocurra una colisión cada cinco años, indicó, pero en 2100 podría ser una colisión cada año, y en 2200 unas cinco colisiones al año. “No parece un proceso muy rápido, porque no lo es, pero el problema es que esto es algo imparable, y los objetos que hace falta que estén en el espacio para que esto ocurra ya están ahora mismo en el espacio”, advierte. “Que choquen ya sólo es cuestión de tiempo”.

Intentando evitar accidentes

De hecho, la congestión es tal que, para poder navegar ahora mismo en LEO (como la ISS) es necesario hacer unas dos maniobras de evasión al año, con su coste añadido de combustible, tiempo de operación, trabajo y datos que se dejan de recabar. “Suele haber como una maniobra al mes, por motivos previstos, pero ahora hay dos extra al año para evitar colisiones”, detalla. Y a ese desgaste se suma en tierra el esfuerzo adicional de los observatorios, que tienen programas específicos de seguimiento y catalogación de la basura espacial en que dejan de estar estudiando el cosmos para detectar dónde hay fragmentos, como es el caso del telescopio OGS del Teide, en la isla Tenerife (Islas Canarias, España), que dedica al menos un tercio de su tiempo a estas tareas.

“Los telescopios funcionan todas las noches que la meteorología lo permita, así que estamos hablando de tal vez 120 o 150 noches al año, como poco un 30% del tiempo total”, estima, consultado por Equal Times, el físico Julio Castro Almazán, miembro del Equipo de Calidad del Cielo del Instituto de Astrofísica de Canarias (IAC). Castro comparte la inquietud de la comunidad astronómica ante este problema y el rápido crecimiento de las constelaciones satelitales en LEO. “Es muy preocupante. Incluso China llegó a destruir un satélite en LEO (el Fengyun-1C, en 2007, aumentando los fragmentos totales en órbita un 25% en un solo día) sólo para demostrar que podía hacerlo”.

Con todo, aunque existen unas directivas –internacionalmente no vinculantes– de la UNOOSA, ningún país puede impedir lo que hace otro en el espacio.

Mientras agencias como la ESA están tratando de contener el problema obligando a que sus nuevos objetos en órbita tengan programada una destrucción limpia y total contra la atmósfera, y otras, como la estadounidense NASA y la japonesa JAXA, están también limitando su generación adicional de fragmentos todo lo posible (cuando no trabajando en destruir objetos más antiguos, que ya estaban en órbita, de manera controlada contra la atmósfera, como logró por primera vez en la historia la ESA este verano), sus contrapartes de países como Rusia, China o India aún están lejos de esos compromisos. Eso sí, Pekín ya sentó las bases para un futuro “Starlink chino”, con la creación en 2021 de la firma estatal GW (“Guowang”, o “Red Estatal” de Satélites).

“Las megaconstelaciones han abierto toda una serie de temas”, valora Crassidis. “Creo que están haciendo cosas estupendas por la Humanidad, pero poner miles de satélites en órbita desde luego no va a ayudar con el problema de los desechos. Me temo que lo malo pesa más que lo bueno de esta tecnología” .

El daño está hecho, pero es vital que no empeore

“EEUU y otros aliados están haciendo todo lo posible para mitigar el número de desechos”, asegura Crassidis. “Ahora cada satélite que lleve propulsores tiene que acabar en una incineración controlada contra la atmósfera. Antes se hacía con 25 años (desde el fin de su misión), lo que cambió a cinco años el año pasado. Otros países, como Rusia y China, no siguen ninguna directiva, aunque son Rusia y EEUU los responsables de más desechos”.

La ESA va aún más allá, con una política de “cero desechos” en todos sus lanzamientos a partir de 2030, y está desarrollando una tecnología propia, con brazos robóticos, para eliminar fragmentos ya en órbita.

La “ESA no puede dictar las normas a los demás”, dice Krag, “pero al menos puede tomar la iniciativa y poner sobre la mesa todo lo necesario”, incluida la tecnología, que pretende ofrecer libremente a disposición de todos, para luego dar un paso atrás y dejar que “el mundo siga el ejemplo o, al menos, si no, que le sea difícil de explicar por qué no lo está siguiendo”.

De hecho, ante el problema de las colisiones en cadena “lo único que podemos hacer es limitar este efecto”, tratar de mantener la situación actual para las generaciones futuras, matiza, “pero ya no podemos impedirlo: como mucho podemos frenarlo hasta un nivel en el que aumente suavemente, pero si seguimos haciéndolo como hasta ahora, tendrá un crecimiento exponencial muy difícil de manejar, y dentro de 50 o 100 años no será posible utilizar esa región del espacio como lo hacemos ahora... o nada en absoluto. Y entonces habrá un drama, porque apenas estamos empezando a usar el espacio, y queremos GPS, y observación del espacio, y banda ancha vía satélite”.

Sería bueno que todos nos concienciáramos, reflexiona Krag: “a veces se da el malentendido de que el espacio parece algo para los científicos, que no lo usa el público, pero cualquiera que use un móvil inteligente depende de los servicios que vienen del espacio. Mucha gente no lo sabe, y es la gente la que elige los gobiernos, y son los gobiernos los que hacen las leyes espaciales”. Tal vez, como claman algunas voces, a la Humanidad le esté haciendo falta una Greta Thunberg de la basura espacial.

This article has been translated from Spanish.