Los franceses reclaman un cambio frente a la corrupción

La primera ley de Emmanuel Macron, el nuevo presidente de la República Francesa, tendrá por objeto la moralización de la vida pública. El proyecto de ley —en curso de elaboración para su adopción en las próximas semanas en el futuro Parlamento— denota hasta qué punto este tema ha calado en la opinión pública durante una campaña presidencial especialmente enconada y continúa siendo foco de atención ante las próximas elecciones legislativas del 11 y 18 de junio.

En estos últimos meses salieron a la luz varios casos que afectaron especialmente a François Fillon, el candidato de la derecha, y a Marine Le Pen, la candidata de la extrema derecha. Recordemos algunos hechos: François Fillon ofreció supuestamente empleos ficticios como asistentes parlamentarios a sus familiares y aceptó como regalo trajes valorados en decenas de miles de euros de un amigo abogado (que es un personaje central de la “Françafrique” (ndlr : leer más adelante)).

En cuanto Marine le Pen, está siendo investigada por otorgar contratos ficticios y por la financiación ilegal de su campaña electoral. Pero podríamos citar muchos otros casos que afectan, por ejemplo, al antiguo presidente Nicolás Sarkozy, al diputado Thomas Thevenoud, al senador y hombre de negocios Serge Dassault, al diputado Patrick Balkany, así como a UBS France, HSBC…

Estos escándalos han exacerbado la sensación del “todos podridos” y la crisis de confianza hacia la clase política, profundamente arraigada en Francia. Sólo el 11% de los franceses afirma confiar en los partidos políticos, según el barómetro Cevipof publicado en enero de 2017. El 75% de las personas interrogadas consideran que “los dirigentes políticos franceses son, por regla general, más bien corruptos”.

Este clima de desconfianza hacia la clase política sitúa a Francia en una posición pésima en el índice sobre la corrupción publicado por la ONG Transparencia Internacional. En 2016, Francia ocupaba el puesto 23 de 168, apenas por delante de Bahamas, Chile y Emiratos Árabes Unidos. Por contra, siete de sus vecinos europeos (entre ellos Dinamarca, Finlandia, Suecia, Suiza y Alemania) ocupan los diez primeros puestos de la clasificación.

¿Por qué Francia, conocida como “la patria de los derechos humanos” no está a la altura para dar ejemplo o al menos hacerlo tan bien como el resto de sus vecinos europeos?

Aunque hay países que salen mejor parados que otros, la corrupción aqueja a toda Europa y le cuesta cara. Un informe publicado en 2014 por la Comisión Europea, estima que la corrupción le cuesta a los 28 Estados miembros unos 120.000 millones de euros (133.000 millones de dólares) al año.

Està una cifra muy inferior a las estimaciones del Instituto RAND sobre los efectos de la corrupción, que oscilan entre los 179.000 y 990.000 millones de euros (de 200 a 1.105 miles de millones de dólares) al año (es decir, entre 1,2% y el 6,7% de la riqueza generada cada año en Europa).

Estas cifras se confunden o se añaden a las del fraude fiscal. En los Papeles de Panamá, publicados en la primavera de 2016, aparecían numerosas personalidades francesas (Jérôme Cahuzac, Patrick Balkany, Michel Platini...), además de empresas. Destaca sobre todo la banca Societé Générale, que figura como uno de los principales clientes del bufete panameño Mossack Fonseca, especializado en compañías extraterritoriales.

La necesidad de un giro cultural

Las estimaciones sobre la corrupción siguen suscitando controversia porque estamos tratando, por definición, de un fenómeno oculto. El ranking de Transparencia Internacional no refleja más que una percepción de la corrupción que, de hecho, podría estar muy alejada de la realidad.

Según el barómetro sobre la corrupción de la Comisión Europea del año 2014, del 68% de los franceses que considera la corrupción muy expandida, sólo el 2% declara haber sido explícita o implícitamente invitado a pagar un soborno a lo largo del año en curso.

¿Hay, entonces, motivo para preocuparse? Sí, porque independientemente del nivel real de corrupción, pesa más el sentimiento difuso de desconfianza que esta engendra.

“La corrupción es muy grave porque deconstruye los Estados de derecho; la desconfianza que genera en la ciudadanía socava las bases de la democracia”, afirma a Equal Times Chantal Cutajar, profesora y directora general del Ceifac, Facultad Europea de Investigaciones Financieras y Análisis Financiero Criminal de la Universidad de Estrasburgo.

“En Francia existe una fuerte percepción de corrupción debido a la sensación de impunidad que ha arraigado», añade Chantal Cutajar. Este sentimiento alcanzó el paroxismo con el caso Cahuzac, bajo la Presidencia de François Hollande, a pesar de su anhelo de una “República ejemplar”.

En 2012, la prensa publicó que Jérôme Cahuzac, ministro de Presupuestos a cargo de la lucha contra el fraude fiscal, tenía ocultas cuentas en bancos suizos (3,5 millones de euros no declarados —3,9 millones de dólares—). Después de haber mentido públicamente ante los diputados, el ministro se vio obligado a dimitir y acabó confesando. Fue condenado a tres años de prisión pero recurrió la sentencia.

“En otros países, los políticos no habrían podido mantener este comportamiento tras estallar un escándalo. En Suecia, la número dos del gobierno se vio obligada a dimitir en 1995 por haber comprado una tableta de chocolate con su tarjeta de crédito oficial”, recuerda Chantal Cutajar.

Esta cultura de la impunidad se pone también de manifiesto en la defensa de los intereses empresariales franceses en el extranjero.

“El Estado francés se ha resistido mucho tiempo a incriminar por tráfico de influencias a funcionarios públicos extranjeros, por considerar que suponía un freno para el desarrollo empresarial internacional. Hubo que esperar a la ley Sapin 2, de 9 de diciembre de 2016, para que Francia consintiera, por fin, sancionar este comportamiento”, denuncia la investigadora.

En 2014, la Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económicos (OCDE) expresaba su sorpresa por que ninguna empresa francesa hubiera sido condenada en Francia por el responsable de la corrupción trasnacional, cuando ese mismo responsable había pronunciado condenas en el extranjero contra empresas francesas.

De hecho, tres empresas francesas (Technip, Total, Alstom) figuran entre las diez principales compañías obligadas a pagar las sanciones más elevadas en los Estados Unidos por la corrupción de funcionarios públicos.

A Francia también le cuesta deshacerse de su inveterado pasado de negocios y corrupción en África, llamada comúnmente la “Françafrique”, término que designa las relaciones y redes de influencia de la metrópoli en sus antiguas colonias. A pesar de que los presidentes franceses Nicolás Sarkozy y François Hollande quisieron romper con este sistema, activo desde los años sesenta, hay un goteo de escándalos que no dejan de salir a la superficie, suscitando interrogantes.

Como la supuesta financiación de la campaña presidencial de Nicolás Sarkozy de 2007 por Muamar Kadhafi, el expresidente libio. En el asunto Fillon, la aparición del nombre de Robert Bourgi, un generoso donante de trajes de lujo, amigo, abogado y heredero de la “Françafrique”, supone un indicador desconcertante más de la persistencia de dichas redes.

Sin olvidar el asunto conocido como “bienes mal adquiridos”: las villas de lujo compradas en Francia por las familias Bongo (Gabón) y Sassou-Nguesso (República Democrática del Congo).

Reformas en marcha

Pero la dinámica está cambiando. “Nuestras encuestas revelan que los franceses se niegan a aceptar hoy lo que ayer consideraban normal, bien por fatalismo o por resignación. La ciudadanía tiene ideas concretas sobre qué medidas es preciso poner en marcha, como la limitación del número de mandatos, la transparencia en los gastos de los representantes políticos o la inhabilitación de las personas condenadas por corrupción. La transparencia se ha impuesto como tema central de la campaña presidencial”, constata Elsa Foucraut, responsable de Campañas en Transparencia Internacional Francia.

Prueba de ello es la derrota de François Fillon en la primera vuelta de las elecciones presidenciales, a pesar de que inició la carrera al Elíseo encabezando los sondeos.

En cuanto a las reformas, la transformación se aceleró tras la convulsión que supuso el asunto Cahuzac. Entre las medidas adoptadas, destaca la adopción de una ley de transparencia, la lucha contra la corrupción y la modernización de la vida económica, conocida como Sapin 2.

Sapin 2 “permite proteger mejor a los informantes, poner fin a la impunidad de las empresas francesas implicadas en la corrupción de funcionarios públicos extranjeros, obligar a las grandes compañías a dotarse de un plan de prevención contra la corrupción y crea, además, una agencia francesa de lucha contra corrupción”, explica Elsa Foucraut.

François Hollande también propició la creación de una Fiscalía Financiera Nacional (PNF), especializada en grandes delitos económicos y financieros y de una Alta Autoridad por la Transparencia en la Vida Pública (HATVP), encargada de evitar los conflictos de interés de los representantes elegidos.

No obstante, aún queda mucho camino por delante, “para enmarcar mejor a los grupos de presión, controlar la financiación de los partidos políticos y, sobre todo, garantizar la independencia de la justicia y dotarla de los medios necesarios para aplicar este arsenal de medidas”, subraya Chantal Cutajar.

Apenas creada, la Fiscalía Financiera Nacional está ya desbordada por el número de dosiers que debe abordar…

This article has been translated from French.