De Charlottesville a Bruselas, monumentos que ponen a prueba la memoria colectiva

De Charlottesville a Bruselas, monumentos que ponen a prueba la memoria colectiva

Leopold II was King of the Belgians from 1865 to1909. His reign was marked by the brutal colonisation of the Congo. Many statues celebrating his memory still exist, yet there is no real debate in Belgium about this controversial legacy.

(Bryan Carter)

El pasado 12 de agosto llegué a pasar unos días en mi ciudad natal, Kinshasa, antes Leopoldville.

Sentado en un taxi me dirigía a la avenida Kasa-Vubu, cuyo nombre es un homenaje al primer presidente del Congo libre. Para llegar hasta allí, el conductor tuvo que tomar la avenida 30 de junio, aniversario de la independencia de un país que aún hoy sigue luchando contra los demonios de su pasado colonial.

Al igual que el intenso tráfico, una enorme multitud abarrotaba las aceras a lo largo de la avenida. Los jóvenes vendedores callejeros deambulaban con sus mercancías sobre la cabeza y aprovechaban los interminables atascos de la circulación para liquidar sus productos.

Los niños de la calle (conocidos como shégés), solos o acompañados por un adulto ciego, mendigaban los pocos francos congoleños que incluso a los que tienen un empleo les resulta difícil encontrar. Hablaban, gritaban, se reían, se agitaban, de vez en cuando se producía un altercado, pero sin llegar a las manos.

Todos estos movimientos parecían seguir frenéticamente el ritmo de la canción del finado papá Wemba, La vida es bella. Prestando más atención a las palabras, pude caer en la cuenta de que se trata del estribillo “Arréglatelas como puedas, arréglatelas como puedas”, el cual recorre incesantemente por la sangre de cada congoleño.

La radio interrumpe mi reflexión. Los altavoces anuncian el avance informativo de las 20 horas en la radio Okapi. Me llamó la atención la rúbrica internacional. Hablaba de una ciudad estadounidense llamada Charlottesville. La presentadora explicó que murió una joven y cerca de treinta personas resultaron heridas tras los enfrentamientos entre supremacistas blancos y militantes antirracistas. El motivo de este rifirrafe fue una estatua, la del general Robert E. Lee, comandante de las tropas confederadas de los estados esclavistas durante la guerra civil estadounidense. En febrero había tenido lugar un voto municipal en favor de la retirada de esta estatua. Esta pequeña ciudad estaba lejos de imaginar que la aplicación de esta medida daría lugar a tales confrontaciones.

Al ver más tarde las imágenes del enorme monumento del general Lee, montado en su caballo, percibí inmediatamente un parecido visual e histórico con el de Leopoldo II, estatua que se yergue majestuosa en el corazón mismo de Bruselas, equidistante al palacio real, al parlamento europeo y al vibrante barrio congoleño de Matongé.

Tuve oportunidad de conocer mejor a este “rey constructor” –como lo conocen los belgas– gracias al libro El fantasma del rey Leopoldo del estadounidense Adam Hochschild, publicado en 1998. Tenía 23 años y descubrí mi país de origen y las relaciones extrañas, o más bien difíciles, que mantuvo con mi país de acogida. Este libro me reveló el horrible rostro del colonialismo belga, del cual no se habla nunca en nuestras clases de historia.

Corroborado por varios estudios históricos, se estima que aproximadamente la mitad de la población del Congo fue diezmada entre 1885 y 1908, año en que el territorio privado de Leopoldo II fue anexado por Bélgica.

La avidez por el comercio de marfil, y luego por el del caucho, llevaron a las milicias del rey a saquear, asesinar, violar, mutilar y esclavizar a millones de congoleños, mientras que Leopoldo II, instalado en su palacio de Bruselas, acumulaba una colosal fortuna personal.

Ya en aquella época se levantaron voces en todo el mundo para denunciar estas atrocidades, lo que dio lugar a uno de los primeros grandes movimientos internacionales de defensa de los derechos humanos.

De la escuela primaria a la universidad, el alumno belga crece sin oír una sola palabra de esta historia y perpetúa involuntariamente la imagen de una colonización “civilizadora” y “salvadora”. Sin embargo, nadie puede negar, con perspectiva histórica, que la colonización nunca ha sido motivada por intenciones humanistas, su única finalidad es en realidad conquistar territorios para saquear sus riquezas y disponer de una mano de obra maleable y barata.

La visita del Museo Real de África Central no arroja luz sobre esta estrecha visión del Congo, antes al contrario. Aunque abrirá de nuevo sus puertas en 2018 debido a su renovación, la parte antigua dedicada a la colonización ilustraba perfectamente esta pretensión tan propia de los belgas de formar parte de los “buenos”, y de que algunos de los “abusos” cometidos fueron obra de unas pocas almas perdidas...

Tras haber hecho todos mis estudios en Bélgica, de repente me di cuenta de la invisibilidad de estos 80 años de historia común en el ámbito educativo y cultural, así como en los medios urbanos y mediáticos.

La mayoría de los rastros existentes sobre este tema son homenajes a personajes aterradores y sangrientos. Estos pseudo héroes se convirtieron en mis verdugos. A pesar de los actos horribles que habían cometido siempre eran los buenos. Pocas voces se atreven a denunciar esta realidad. ¿Por qué existe esta censura en torno a estos temas? ¿Es acaso porque muchas de las familias más ricas de Bélgica todavía deben su fortuna a este período? ¿O porque el actual soberano es descendiente de Leopoldo II?

En 2017, más de 57 años después de la independencia del Congo, ¿no sería el momento de atreverse a entablar un diálogo sin tapujos? Nos indigna, con razón, lo que está sucediendo en Charlottesville, pero no debemos olvidar que aún queda mucho por hacer en Bélgica.

Desde hace varios años, el colectivo Memoria colonial y lucha contra las discriminaciones y otras estructuras han hecho lo posible para que exista en el centro de la capital belga una plaza Lumumba (ndlr: Patrice Lumumba, el primero en ocupar el cargo de primer ministro de la República Democrática del Congo, asesinado en 1961). Pese a diversas acciones y manifestaciones, es interesante observar el inmovilismo de las instituciones. Para una ciudad que se dice cosmopolita, es raro encontrar calles, monumentos, lugares, que tengan como nombre referencias africanas.

A menudo se dice de Bélgica que es un país de mente abierta, pero, ¿por qué es tan difícil dejar públicamente espacio a estas ‘minorías visibles’ que han sido y siguen siendo su fuerza?

¿Acaso no debería ampliarse el debate y cuestionar la presencia de los monumentos a la gloria de Leopoldo II?

Osar el debate para fomentar la memoria colectiva

Desalojar una estatua es un acto fuerte y simbólico. Para los seguidores del personaje así glorificado suprime toda posibilidad de aspiración a una verdad eterna. Además del reconocimiento implícito de los errores del pasado, señala también la reapropiación del espacio público. Despojado de figuras históricas tan polémicas, recupera su capacidad para ser un lugar de encuentro e intercambio, donde cada ciudadano tenga la posibilidad de expresar su individualidad independientemente de cualquier otra consideración ajena al mero hecho de ser una persona humana, un ciudadano.

Por el contrario, aquellos que se oponen al desalojo de estas estatuas las consideran un legado que es preciso preservar, aunque sea colonial o racista, y afirman que no puede aplicarse un prisma actual a acontecimientos pasados en los que los usos y costumbres eran supuestamente diferentes.

En Alemania, España, Sudáfrica, Rusia o Estados Unidos, son muchos los países en los que ya se han entablado este tipo de debate para enfrentarse abiertamente a sus épocas más oscuras. ¿Por qué no en Bélgica?

Únicamente atreviéndose a plantear esta cuestión podrá conseguirse por fin que este país vuelva los ojos a su pasado y haga posible que las múltiples comunidades expresen su opinión sobre un tema difícil, pero necesario para la cohesión social y la integración multiétnica.

Muchos belgas todavía se niegan a admitir el racismo latente que reina en la sociedad. Si se plantea la pregunta a una persona de origen extranjero se obtiene una respuesta completamente diferente. Basta con ver las reacciones violentas sobre los temas de actualidad que abordan la migración o el multiculturalismo para darse cuenta de la xenofobia rampante de una parte de la población. Bélgica no ha podido integrar realmente a sus minorías y cualquier persona que solicite un empleo con un nombre de consonancia extranjera a menudo tendrá menos oportunidades que otra con un nombre belga. No es de extrañar que las comunidades africana, asiática y del continente americano en general estén mal representadas en los sectores políticos, mediáticos y económicos del país.

Al igual que nuestras sociedades multiculturales, la diversidad debería formar parte de nuestros diferentes aparatos institucionales. Reconocer abiertamente las tragedias causadas por la colonización sería una manera de dar un gran paso adelante hacia la “convivencia”.

No se trata, a mi juicio, de reparar los errores del pasado, sino más bien de tomar conciencia de nuestra historia común y de reconocer los sufrimientos del otro. El “deber de memoria” es de primordial importancia y debería ser asumido por ambos países.

Sábado, 19 de agosto, sentado en la parte trasera del taxi, observaba mi ciudad de acogida, Bruselas,

Volví a ver sus altos edificios y caminos asfaltados por todas partes. Tuve la sensación de una ciudad inmóvil, congelada en el tiempo, prestando una resistencia estéril frente al cambio. Todo parecía estar bajo control, incluso el control de uno mismo. Todo era silencioso. Podía decirse que era casi una ciudad fantasma.

¿Dónde estaban las risas, los llantos y la gritería de los niños? ¿Dónde estaban las personas? ¿Dónde estaba la vida? ¿Tal vez en el metro? ¿Tal vez dentro de estos edificios donde se confunden oficinas y viviendas? A veces oigo voces, más bien susurros, como si fuera preciso cuidarse de no despertar a la bestia soterrada bajo el hormigón. Es la radio la que me volvió a la realidad, los altavoces reproducían la canción de Arno “Hostia, hostia, qué pasada, todos somos, cuando menos, europeos”.

Me pregunté si este estribillo se dirigía a mí, o si me excluía. Apenas tuve tiempo de sumirme en esta nueva reflexión cuando el chófer se detuvo y girando la cabeza me dijo: “Ya llegamos a su destino, señor: avenida Leopoldo II...”.

This article has been translated from French.