Sí, hay una urgencia climática, pero desconfiemos del exceso de responsabilidad que se pone sobre los individuos

En el contexto de la lucha contra el cambio climático, las intervenciones públicas se dirigen actualmente a las personas. La idea es alentar a que se adopten determinadas prácticas (como por ejemplo, utilizar el transporte público o comer fruta de temporada) y a que se abandonen otras (dejar los dispositivos en modo de espera o renovar el vestuario con mucha frecuencia).

Esta tendencia refleja el interés que despiertan desde hace una década los nudges. Se trata de un enfoque teorizado por dos investigadores, Richard Thaler y Cass Sustein, en un best-seller publicado en 2008, que consiste en concebir pequeños incentivos no económicos, no vinculantes y poco costosos que se pueden establecer para las autoridades públicas o los actores privados con el fin de orientar a las personas a adoptar “decisiones adecuadas” para la sociedad. Por ejemplo, activar de forma predeterminada en un ordenador la impresión recto-verso, o colocar en los hoteles pequeños mensajes incitando a no echar las toallas a lavar todo los días.

Pero este enfoque conductual de las políticas públicas de la transición ecológica presenta límites y derivas.

La insistencia en el papel esencial del comportamiento, incluso en materia de energía, es relativamente reciente. Las campañas de comunicación de los años 1970 sobre la “lucha contra el despilfarro” y la temperatura ideal de 19 grados [de la calefacción interior] seguían ocupando un lugar secundario con respecto al elemento central de las políticas públicas, que, en materia de energía, abarcaban la eficiencia energética, es decir la fase inicial: la técnica y las infraestructuras.

A partir de 2006 se produce un giro importante con una directiva europea que constata los límites de la eficiencia energética respecto de los objetivos de reducción del consumo. Se esboza entonces un cambio de modelo que determina el lugar que ocupa la dimensión social en la transición energética: lo que la tecnología no puede hacer, es responsabilidad de las personas conseguirlo.

¿Pero disponen las personas realmente de los medios necesarios? ¿Tiene la acción individual el mismo alcance que la modificación de infraestructuras, mercados, normas o técnicas? ¿Qué papel, pero también qué responsabilidades, se les atribuye entonces a las personas?

La insuficiencia de los incentivos individuales

El límite de estas estrategias radica en concebir la vida de las personas como una sucesión de decisiones que se trata de orientar, e incluso de optimizar. Modificando las decisiones individuales se podrán resolver los retos de la sociedad y, en particular, los retos que presenta el cambio climático.

Esta hipótesis considera que el comportamiento del individuo es autodeterminado. En el momento en que la persona toma una decisión, ya sea para marcharse a trabajar, comprar comida o tomar el ascensor, se redefine su “arquitectura de las decisiones”, para que algunas opciones resulten más deseables que otras. Se puede jugar con el lado práctico o lúdico (bidones de basura transformados en canastas de baloncesto), con la visibilidad (frutas de temporada en expositores) o con la emulación (dar a conocer el rendimiento en materia de ahorro energético de los vecinos).

Este tipo de incentivos puede tener cierto efecto. Pero mientras el estilo de vida de las personas esté estructurado mediante mecanismos complejos, es poco probable que tales intervenciones al final de la cadena lleguen a producir cambios permanentes.

Las acciones individuales vienen determinadas por múltiples factores. Aunque una parte se inscriba en una forma de libre albedrío consciente, la mayor parte de nuestros actos son rutinarios, están considerablemente normalizados y dependen de un entorno material más o menos cercano.

Dicho de otro modo, las personas pueden guiarse por pequeños dispositivos convenientemente colocados para que se opte por la escalera en lugar del ascensor, pero su vida raramente se presenta como una serie de opciones entre las que elegir. La actividad cotidiana está en gran medida determinada y dominada por las redes y las infraestructuras, las organizaciones familiares, la gestión del territorio y las decisiones de ubicación de los empleadores.

La alimentación es el fruto de trayectorias sociales, así como de infraestructuras comerciales y ritmos familiares. La forma de vestir, por su parte, está estrechamente asociada a aspiraciones de distinción, basadas en gran medida en el trasfondo social. Y los viajes en avión están relacionados con las formas de organización de las empresas y de las actividades económicas en los desplazamientos profesionales, o incluso con cuestiones de distinción relacionadas con las vacaciones.

El libre albedrío se diluye en realidad en un amplio colectivo que condiciona nuestro estilo de vida. ¿Cómo podría entonces semejante enfoque modificar de forma duradera los comportamientos, sin incidir en aquello que los influencia en lo más profundo y de manera colectiva?

Los nudges, una estrategia arriesgada

Lo más problemático es que este enfoque presenta dos grandes riesgos. Aunque determinadas intervenciones se esfuerzan por plantear los retos colectivos a los que están vinculadas, otras, y en particular las que favorecen la intervención suave y discreta de los nudges, tienden a ocultarlos. Se trata de orientar a la persona, sin que se dé cuenta, hacia determinadas decisiones beneficiosas para el bien común, en virtud de un “paternalismo libertario” –según los autores del best-seller– definido como “una versión relativamente moderada, flexible y no invasiva de paternalismo, que no prohíbe nada y no limita las opciones de nadie”.

Más allá de los problemas éticos que supone una intervención sin que las personas a las que va dirigida tengan conocimiento de ello, el peligro reside en que estas ignoran las razones fundamentales por las que deben actuar: un desconocimiento que puede constituir un obstáculo para el cambio de comportamientos y para el debate democrático sobre las opciones posibles.

El otro peligro es el de responsabilizar demasiado a las personas que llevan a cabo estas intervenciones al convertirlas en las principales responsables de los desajustes por resolver. El episodio de los “chalecos amarillos” dejó patente una profunda hostilidad hacia una medida medioambiental determinada (el aumento del impuesto al carbono) porque hacía recaer todo el peso de los esfuerzos requeridos sobre una categoría de población que tenía dificultades económicas.

A la pregunta “si fuera necesario modificar considerablemente nuestro estilo de vida, ¿bajo qué condiciones accedería usted a ello?”, el conjunto de los franceses, por ejemplo, en un estudio realizado por la agencia del medioambiente y control de la energía ADEME (Agence de l’Environnement et de la Maîtrise de l’énergie), respondió mayoritariamente: la equidad.

Equidad entre las personas, pero también entre ciudadanos, empresas y administraciones. Una intervención centrada únicamente en las personas corre el riesgo de provocar una fuerte oposición social y limitar considerablemente la capacidad colectiva para abordar estas cuestiones.
La dificultad para conseguir que las prácticas sociales evolucionen reside en esta obligación de considerar conjuntamente lo individual y lo colectivo, lo social y lo material.

Las escalas de acción son necesariamente múltiples: la persona, los grupos paritarios (familia, amigos, compañeros, vecinos, etc.), los grupos sociales (categorías sociales, grupos de edad, comunidades digitales, habitantes de un mismo territorio, etc.), las normas, las infraestructuras técnicas y comerciales.

Accionar diferentes palancas y mantener una cohesión social

Es evidente que para incitar a las personas a desplazarse más en bicicleta hay que centrarse al mismo tiempo en los carriles bici, en el equipamiento, en la seguridad vial, en la reparación, o incluso en el valor de esta forma de desplazamiento (ventajas para la salud, para el medio ambiente, educación vial para los niños, etc.).

El abanico de instrumentos de política pública no se resume en el incentivo conductual. Al conjunto de los instrumentos de información y de comunicación se suman los instrumentos económicos (impuestos y subvenciones), los instrumentos de planificación, de infraestructura, los dispositivos técnicos y las tecnologías, la normativa, tanto si se refiere a la utilización y a los servicios o a su producción, y las normas sociales.

En Suecia, invertir las normas sociales es lo que pone en tela de juicio el uso del transporte aéreo: al desvalorizar este medio de transporte, las asociaciones consiguen modificar los comportamientos. La solución reside en una conjugación coherente de los diferentes instrumentos que es necesario aplicar también a los actores que influyen en el margen de maniobra de las personas.

La transición requiere, por tanto, una importante labor social y política que tenga en cuenta la dimensión colectiva de los comportamientos y de los estilos de vida.

Los “chalecos amarillos” demostraron hasta qué punto la cuestión medioambiental ha pagado el precio de las tensiones económicas y sociales actuales. En un contexto de desconfianza hacia las instituciones y hacia la política, y en una Europa donde la extrema derecha está evolucionando en el terreno fértil del sentimiento de injusticia y del miedo a la desvalorización, la transición no podría considerarse con independencia de los regímenes políticos y de los climas sociales en los cuales puede llevarse a cabo.

Las claves políticas de la transición ecológica radican precisamente en la cohesión social y en un tipo de gobierno que no se limite a las conductas individuales. Las sociedades no van a poder evitar esta transición, porque los recursos se agotan. Así que tienen la responsabilidad de reflexionar sobre los retos democráticos y políticos que esta conlleva.

This article has been translated from French.