Los indígenas wayúu: el riesgo de desaparición de las culturas ancestrales

Los indígenas wayúu: el riesgo de desaparición de las culturas ancestrales

Dos niñas de la comunidad wayúu de Wayamuichon, en la Alta Guajira.

(José Fajardo)

"Somos la zona más olvidada de Colombia", dice José Ipuana, autoridad tradicional wayúu de 75 años, quien siempre recuerda haber vivido "en la necesidad". Para llegar a la región donde nos encontramos en la parte más septentrional de La Guajira, una zona desértica al noreste del país junto a la frontera con Venezuela y el mar Caribe, se necesita un jeep preparado para atravesar dunas y bosques secos por caminos recónditos y sortear cuestas imposibles.

Los wayúu son la etnia más numerosa del país. No hay un registro para determinar cuántos son, porque algunos viven en Venezuela (no creen en las fronteras, la tierra que pisan es su patria), pero superan las 250.000 personas, divididas entre una veintena de clanes. Colombia es uno de los países con mayor diversidad étnica del mundo, donde conviven 102 comunidades. La población indígena es joven (el 70% son menores de 25 años) y posee una riqueza invaluable (entre todas las etnias hablan 34 lenguas diferentes).

El conflicto armado entre el Gobierno y la guerrilla de las FARC, que ha durado más de medio siglo, ha dejado un dato alarmante: 34 de estos pueblos están en peligro de exterminio físico y cultural, según denuncia la Organización Nacional Indígena de Colombia (ONIC), creada en 1971 y que agrupa al 80% de las asociaciones regionales.

El drama de los wayúu es especialmente sangrante: su tenaz apego a sus costumbres les ha anclado a un ambiente hostil, agravado por una drástica sequía desde 2011 y el fenómeno de El Niño entre 2014 y 2015, el peor en cuatro décadas.

En los últimos seis años han muerto por falta de agua el 90% de sus animales (vacas, cabras y ovejas). Es una catástrofe: los chivos no son sólo su alimento, sino un símbolo de poder. Son la moneda de intercambio durante los velorios, sirven como dote en los matrimonios, también para solucionar afrentas. "Cada familia contaba con 30 cabezas de animales, pero ahora apenas tenemos un puñado. Los chivos se han muerto de hambre y sed, como nuestros niños", lamenta José Ipuana, que lidera la comunidad de Uchipa (370 personas).

"Los políticos nos engañan"

La Guajira posee varios de los destinos turísticos más populares del país, como el Cabo de la Vela, un oasis de mar y dunas. Los caminos de acceso a este paraíso están tomados por niños que cortan las vías con cuerdas y alambres. Algunos apenas saben andar, son bebés. Piden al turista dinero, galletas, latas de comida. Unos pocos venden camarones y pescado. "Duele verles así, en nuestra comunidad no somos mendigos", dice un joven conductor wayúu que prefiere permanecer en el anonimato. Junto a sus compañeros de la universidad en Riohacha, la capital (de La Guajira), él ha participado en las protestas de las últimas semanas.

- ¿Por qué os manifestáis?

- Porque los políticos nos engañan. Sólo les interesamos cuando hay elecciones. El Estado colombiano nunca ha hecho nada por nosotros.

El anterior alcalde de la capital y el exgobernador del departamento están en la cárcel acusados de corrupción. "Los representantes en el poder nos han prometido escuelas, hospitales, pozos de agua y carreteras, pero no han hecho nada", dice la abogada Carolina Sáchica, quien ha pedido al presidente colombiano Juan Manuel Santos declarar en la zona el estado de emergencia. Por el momento, el Gobierno ha decidido intervenir en los fondos para proveer de agua, salud y educación a La Guajira (259 millones de euros al año).

"Es una medida extrema, motivada por la gravedad de la emergencia. El Gobierno prefiere que ellos mismos resuelvan sus problemas. Deberían preguntarse por qué eligen a unos bandidos como sus representantes locales", dice Luis Guillermo Vélez, el anterior secretario general de Presidencia (acaba de ser nombrado director de la Agencia Nacional de Defensa Jurídica), quien reconoce que la acción del Estado hasta ahora ha sido "insuficiente". Desde 2014, a través del Decreto 1953 firmado por Santos, el Estado colombiano comenzó a regular los Territorios Indígenas (o la autonomía a los pueblos indígenas en sus territorios).

Carolina Sáchica denuncia que desde diciembre de 2015, cuando la Comisión Interamericana de Derechos Humanos decretó unas medidas cautelares para La Guajira, han muerto más de 100 niños y adolescentes por desnutrición.

"Si esa cifra no es tan grave como para que el Gobierno acepte su responsabilidad, ¿qué tiene que suceder?", pregunta. El índice de desnutrición crónica infantil en este departamento es del 27,9% (frente al 13,2% de media en Colombia).

La Procuraduría de Colombia acaba de solicitar el estado de cosas inconstitucionales, una alerta para que el Gobierno actúe ante la crisis. "Las medidas implementadas hasta la fecha no están generando el impacto y los resultados esperados para brindar condiciones de seguridad alimentaria, salud, de acceso a agua potable con suficiencia y calidad”, denuncia el texto. La Guajira sirve como ejemplo de un drama universal: el abandono estatal de las comunidades indígenas en situación de riesgo.

Un grito de socorro que no llega a ningún oído

Ante la ausencia del Estado, han sido las organizaciones internacionales las únicas que hasta ahora han ayudado a esta gente. Todas las comunidades que Equal Times visitó (Uchipa, Wayamuichon, Watanalu y Panterramana, entre otras) piden a estas organizaciones prolongar su presencia en el terreno. Epijaalee ("lugar de bienestar", en wayúu) es un programa humanitario que durante el último año se ha desarrollado en la Alta Guajira.

"Las claves han sido integrar a la población local, aportando técnicas de resiliencia y empoderamiento, y ofrecer una ayuda integral", explica Silvya Bolliger, de ECHO, el servicio de ayuda humanitaria y protección civil de la Comisión Europea que ha financiado este proyecto, y que incluye a Unicef y FAO como socios, junto al apoyo del Programa Mundial de Alimentos, Oxfam y Acción Contra el Hambre.

La Unesco ha reconocido a los wayúu como Patrimonio Inmaterial de la Humanidad por su respeto a la figura del ’palabrero’ como vía pacífica para solucionar conflictos. Esta etnia fue una de las pocas que venció a la colonización, por su habilidad con las armas de fuego y los caballos. Han resistido al periodo más sangriento del narcotráfico, a la guerrilla y el conflicto armado, a las masacres paramilitares. Los últimos seis años han sido los más duros de su historia reciente. Su forma de subsistencia tradicional (artesanía, agricultura, pastoreo) cada vez resulta más difícil. Eso les está obligando a cambiar, a desplazarse: la escasez de agua les obliga a ello.

Desde que el ser humano empezó a hablar, 30.000 lenguas han desaparecido; al menos 10 se extinguen cada año, según datos de la Unesco. Los wayúu temen que sus hijos se vean obligados a emigrar y la lengua wayuunaiki se pierda en el olvido.

"Nos gustaría que los jóvenes salgan fuera a estudiar en la universidad y después regresen para que puedan aplicar aquí lo que han aprendido", dice Damián, de 29 años, una de las autoridades wayúu más jóvenes, que imparte clases en el internado, una escuela para los menores de la región (algunos tardan una hora en llegar a pie).

Aleida Tiller trabaja para Agencia de Naciones Unidas para la Alimentación y la Agricultura (FAO) en proyectos con las comunidades. Su equipo visita a familias que viven en el olvido más absoluto. Ella estudió en Barranquilla, una ciudad de la costa atlántica, a más de 300 kilómetros de su casa. Se siente orgullosa de ser wayúu. "Somos solidarios, siempre volvemos a nuestra tierra y protegemos la cultura, evitamos las confrontaciones y tenemos una gran capacidad de adaptación a los problemas".

En la comunidad de Panterramana no hay luz, no hay agua, ni infraestructuras básicas. El hospital de Nazareth, el más cercano, está a un par de horas en jeep. El calor es sofocante. Pero ahí viven 74 familias, muchos jóvenes. Óscar juega con un balón, ríe, sube a los árboles y se esconde entre los matorrales. Está sucio, apenas habla español, tendrá siete u ocho años. Mientras el presidente Juan Manuel Santos habla de paz y se enorgullece de una Colombia moderna que se abre al exterior, Óscar no sabe qué será de su futuro. Elizabeth Carolina, una joven que carga con dos bebés, dice: "Hace tiempo que gritamos socorro, pero nuestras palabras debieron perderse en el desierto".