Argentina en la encrucijada energética: el papel de los sindicatos en la construcción de una transición justa

Argentina en la encrucijada energética: el papel de los sindicatos en la construcción de una transición justa

Lithium mining in Salinas Grandes, on national route 52 in the province of Jujuy.

(Sub Cooperativa)

Argentina se encuentra en un momento de encrucijada. El impacto de la pandemia amenaza con agravar la crisis socioeconómica que ya se cernía sobre el país y que está afectando de lleno a la moneda: una vez más, el país está pendiente del ‘dólar blue’ o extraoficial, que ya duplica la cotización oficial. Así, se alimenta la necesidad imperiosa de divisas, que tradicionalmente han procedido de la explotación de recursos como la soja, la minería, el gas y el petróleo.

Si bien es cierto que el contexto de crisis económica y monetaria dificulta el esfuerzo de colocar en la agenda política la transición ecológica, tampoco es menos cierto que en Argentina está emergiendo con fuerza una renovada conciencia socioambiental que permea sectores del peronismo –un movimiento político que surge, en torno a la figura de Juan Domingo Perón, en los años 1940– y del mundo sindical, en un momento en el que apremia la atención al cambio climático y, con ello, la necesidad de una transición socioecológica que tiene en la energía una de sus patas fundamentales –y que pasa por la descarbonización de la economía a fin de disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero (GEI)–.

En Argentina, como en muchos otros países, los sindicatos han colocado en el debate la necesidad de una transición justa; enfatizan con ello que el camino hacia la sustentabilidad no puede hacerse a expensas de la pérdida de empleo o la precarización laboral. La presión sindical logró introducir en el preámbulo del Acuerdo de París de 2015 “la creación de trabajo decente y de empleo de calidad”. La Confederación Sindical de las Américas (CSA) va más allá, y detalla que una transición justa debe garantizar “justicia social, igualdad y equidad entre géneros, soberanía alimentaria y energética, con preservación de los bienes comunes”.

Según la Ley de Energías Renovables, Argentina se marcó el reto de satisfacer con fuentes de energía renovable, para 2025, un 20% de las necesidades energéticas del país. El desafío no es menor en un país donde el 87% de la matriz energética primaria es fósil, y donde este sector genera empleos de calidad. En 2019, en términos brutos el salario de este sector extractivo alcanzaba los 103.000 pesos mensuales, muy por encima del salario medio en el sector privado, de unos 35.000 pesos. Cuentan así mismo con sindicatos de calidad y buenos convenios colectivos. Frente a ello, los sectores emergentes asociados a las fuentes renovables están generando empleo mucho más precario.

Pero además de la calidad, preocupa la cantidad de los puestos de trabajo. De un lado, se ha instalado la idea de que las energías renovables generan menos empleos que las fósiles; y, aunque esta es una creencia errónea –aseguran los expertos–, hay razones para la alarma entre sindicalistas y trabajadores. “Se calcula que 1.000 megavatios (MW) de eólica suponen 10.000 puestos de trabajo; pero para que se generen en este país, son necesarias políticas públicas que desarrollen la industria nacional, a través de inversiones y capacitaciones”, apunta Joaquín Turco, asesor de cambio climático en la Central de los Trabajadores de la Argentina–Autónoma (CTA-A).

Por otro lado, la posibilidad de reconversión –es decir, que los empleos que se pierdan en ciertos sectores se recuperen en otros– no sucederá sin una adecuada intervención estatal, como sugiere el ingeniero Pablo Bertinat, del Grupo de Estudios Críticos Interdisciplinarios sobre la Problemática Energética (GECIPE):

“Pensar la transición implica discernir qué sectores deben desaparecer, disminuir o ser potenciados, y cómo intervenir para acomodar el trayecto con justicia social. Para ello, el Estado y los sindicatos deben desprenderse de la visión clásica que identifica trabajo y empleo y subvalora las tareas de cuidados”.

No fue eso lo que sucedió durante el Gobierno de Mauricio Macri (2015-2019). Se dio un gran impulso a la energía eólica a través de las licitaciones impulsadas dentro del Plan RenovAr, un programa de abastecimiento de energía eléctrica a partir de fuentes renovables: “En cuatro años, las renovables se habían multiplicado por cinco, si bien se partía de un punto bajísimo, el 0,6% de la matriz”, explica Enrique Maurtua, especialista en cambio climático de la Fundación Ambiente y Recursos Naturales (FARN). Pero esa apuesta por las energías limpias no se acompañó de una política para promover el desarrollo tecnológico.

Por otra parte, el Gobierno de Macri dio importantes incentivos a grandes empresas en las licitaciones, sin promover la participación de pequeñas iniciativas locales, desaprovechando las oportunidades que las fuentes renovables ofrecen a la hora de descentralizar el sistema energético.

Con todo, lo más criticado de la gestión macrista en materia energética tiene que ver con el llamado ‘tarifazo’: las facturas de luz en los hogares aumentaron un 3.500% entre 2015 y 2019, y poco menos para el caso del gas. La pobreza energética, que abarca aquellos hogares que destinan más del 10% de su ingreso a sufragar sus necesidades energéticas, pasó del 1% al 20% en cuatro años, operando así en contra del Objetivo de Desarrollo Sostenible (ODS) 7 de Naciones Unidas, a saber: garantizar el acceso a una energía asequible, fiable, sostenible y moderna para todas y todos.

Fernández, entre el productivismo y la conciencia ambiental

El pasado mes de diciembre, el peronismo volvía a la Casa Rosada de la mano de Alberto Fernández. Asumía su cargo a pocos días de las vacaciones del verano austral; la pandemia sacudió la región cuando apenas estaba por comenzar el curso escolar. Y, en medio de una estricta cuarentena, la economía quedó parada, incluyendo los proyectos de avance de las renovables.

Durante esos primeros meses, la única medida importante fue el lanzamiento del denominado ‘barril criollo’, que pone un precio local al barril de crudo. Ya a finales de agosto, asumió un nuevo secretario de Energía, Darío Martínez, y el Gobierno determinó sus prioridades: el desarrollo productivo local y la apuesta por una balanza comercial energética favorable. Pero, hasta el momento, esas líneas generales no han cuajado en políticas que vayan de la mano de la transición energética.

Falta por ver hasta qué punto se impondrá la necesidad de cumplir con lo pactado en París en el difícil contexto económico que deja la pandemia. El pasado 19 de noviembre, diversas organizaciones sindicales y de la sociedad civil se reunieron con el secretario de Cambio Climático de la Nación. Fue un largo encuentro en el que, entre otras cosas, se definieron los pasos a seguir y se discutieron las prioridades nacionales para la implementación de las contribuciones determinadas a nivel nacional (CDN) del Acuerdo de París, que sitúan en el contexto nacional los compromisos de la comunidad internacional para reducir las emisiones GEI (en el marco de la Convención Marco de Naciones Unidas sobre Cambio Climático). Al cierre de esta edición no se habían terminado de definir las CDN, pero sí la estructura.

Si, como afirma Marta Pujadas, de la Unión Obrera de la Construcción de la República Argentina (UOCRA), una verdadera transición justa pasa por “incluir en la discusión de las CDN a los interlocutores sociales”, lo cierto es que tal inclusión está todavía en disputa. La CTA-A manifestó a la Secretaría de Cambio Climático su malestar por no ser incluida en el proceso de negociación y sólo entonces se invitó a la central sindical a la reunión del día 19. “Creo que la estrategia fue abrir el juego al final para que el proceso no se atrase, lo cual limitó el grado de incidencia que la sociedad civil podrá tener finalmente en el contenido de la CDN”, reflexiona Joaquín Turco. Con todo, el sindicalista se muestra de acuerdo con las líneas generales de las CDN que se están diseñando. Dentro de los Principios rectores de la transición justa están los derechos humanos, la equidad intergeneracional, la participación pública y la federalización. “Les hicimos saber que para nosotros ‘seguridad alimentaria y energética’ deben ser reemplazados por ‘soberanía alimentaria’ y ‘soberanía energética’”, añade Turco.

Para Marta Pujadas, de la UOCRA, la inclusión de actores de la sociedad civil es fundamental para “asegurar una verdadera transición justa”. ¿Será posible? Turco se muestra escéptico: “Esto recién comienza, y las buenas intenciones hay que respaldarlas con hechos”.

El peronismo frente a la cuestión ambiental

Lo cierto es que, históricamente, la tradición peronista ha sido sensible a la situación de los trabajadores, pero ha caminado apartada de la militancia ecologista. “Al peronismo le cuesta salir de la visión desarrollista que no entiende la importancia de lo ambiental”, opina Felipe Gutiérrez Ríos, periodista e investigador del Observatorio Petrolero Sur. Y algo parecido sucede con el mundo sindical, históricamente ligado al peronismo.

Si dentro de la CSA se aprecia una gran claridad de ideas alrededor de la idea de la transición energética y de su necesidad en un contexto de acelerado cambio climático, al bajar al nivel de las organizaciones sindicales que luchan por sus derechos en sus territorios, existe mayor dificultad en colocar los problemas socioambientales como prioridades en su agenda. En el imaginario de los sindicatos, en muchos casos, la ecología y el empleo siguen siendo términos antagónicos, y si hay que elegir, optan por el empleo. Joaquín Turco cree que es un falso dilema: “‘No hay trabajo en un planeta muerto’; esa es una idea que estamos intentando instalar. Y la transición es una cuestión de velocidad: se trata de garantizar que nadie se quede afuera”.

Sin embargo, a los trabajadores desocupados e informales, que no tienen trabajo o que trabajan en condiciones de gran precariedad, no hay cómo responderles que “no habrá empleo en un planeta muerto”.

Así lo afirma la CTA de los Trabajadores (CTA-T), que plantea la necesidad de incluir en el proyecto de transición energética justa a las poblaciones más vulnerables, como “migrantes, trabajadores rurales, vendedores ambulantes y discapacitados”. En un comunicado oficial, la CTA-A plantea la necesidad “de un concepto colectivo propio de transición justa, que comience primero por los más débiles y marginados de esta sociedad, que son los más afectados por los efectos del cambio climático y los que más caro están pagando sus consecuencias, sin tener responsabilidades en la huella de carbono”.

Pese a las dificultades por colocar este tema en la agenda, algo está cambiando: la expansión de movimientos populares que toman la soberanía alimentaria como bandera, y las movilizaciones masivas contra actividades extractivas –como el anuncio de instalar macrogranjas de cerdos para exportarlos a China–, obligan a insertar las demandas ecologistas dentro del campo popular, haciendo inevitable su inserción en la agenda de un Gobierno peronista. “Se están abriendo nuevos espacios de diálogo. Creo que hay márgenes para la discusión y que lo que ocurra se decidirá, caso por caso, dentro de la dinámica del conflicto”, concluye Gutiérrez.

El cambio se aprecia en tres documentos que están, de algún modo, relacionados con el proyecto amplio de una transición socioecológica, y de cuya elaboración han participado centrales sindicales. Uno de ellos es el Manifiesto Nacional por el Trabajo, la Soberanía y la Producción, más conocido como Manifiesto 1º de Mayo, del que participan la CTA-A, la CGT y una serie de organizaciones de la izquierda política. El segundo es el Plan de Desarrollo Humano, que elaboraron conjuntamente, entre otras organizaciones, la UOCRA y la Unión de Trabajadores de la Economía Popular (UTEP).

Vaca Muerta o la posibilidad de una transición sin zonas de sacrificio

En esa disputa entre desarrollismo y preservación ambiental, el yacimiento petrolífero Vaca Muerta es una pieza clave. La explotación de las reservas no convencionales que almacena, a través de la polémica técnica del fracking o fractura hidráulica, es una de las pocas apuestas en la que están de acuerdo Macri y Fernández, pese a que, incluso en términos puramente monetarios, no es la panacea que se anuncia, por las onerosas subvenciones estatales que requiere. “El Gobierno peronista hace más hincapié en la creación de empleo y la dimensión del desarrollo local; pero ambos ven en Vaca Muerta una tabla de salvación que facilite divisas”, sintetiza Joaquín Turco.

Si Vaca Muerta representa el modelo fosilista que la transición energética debe dejar atrás, los yacimientos de litio en el norte argentino apuntan a un mineral central en la transición: “La electrificación masiva presenta el desafío de la acumulación de energía; y por ahora, eso pasa por las baterías de litio”, explica Maurtua. “Las reservas de litio pueden ser una gran oportunidad si promovemos el desarrollo de tecnología local y entendemos como algo prioritario los impactos sobre los ecosistemas y los pueblos originarios”, considera, por su parte, Marta Pujadas.

Sin embargo, las comunidades indígenas del norte del país han denunciado que no se les ha informado del desarrollo de la actividad, que socava las fuentes de agua. “La generación de empleo y divisas no puede ser a costa de zonas de sacrificio”, concluye Turco.

La transición como desafío democrático y cultural

“No existen soluciones mágicas, pues ninguna tecnología es 100% inocua”, reflexiona Maurtua, para quien la solución no pasa por electrificar el parque automovilístico, sino por repensar el sistema de transporte, que origina el 51% de las emisiones de gases de efecto invernadero en América Latina. Del mismo modo, la transición energética implica replantear el sistema agroalimentario, que provoca según la FAO el 70% de la deforestación en el mundo, y construir viviendas más eficientes. El problema de fondo, entonces, es cultural: “Se trata de conocer los recursos y sumideros que tenemos disponibles, y adaptar el modelo de desarrollo a esos límites. Eso implica un problema cultural: hay que inventar lógicas de vida por fuera de la sociedad de consumo, y eso lo debemos construir desde abajo, desde lo popular”, sostiene Pablo Bertinat.

De ahí una clave de la transición justa: la capacidad para descentralizar un sistema energético muy concentrado, centralizado y opaco, y abrirlo a procesos de toma de decisiones participativos, anclados en la realidad de los territorios y basados en el diálogo.

Y de ahí el esfuerzo de algunas centrales sindicales, como la CTA-A y la CTA-T, por crear vínculos con el sector académico, los movimientos socioambientales y las ONG; existen ya ejemplos de esa colaboración, como el Foro Soberanía Energética y la Mesa de transición productiva y energética de la provincia de Río Negro.

Pero no basta. Movimientos sociales y sindicatos afines a la idea de transición energética demandan del Estado un rol activo en la construcción de consensos. Porque, como argumenta Joaquín Turco, no son decisiones que podamos dejar en manos de tecnócratas: “La transición energética implica decidir para qué y para quién producimos energía, y eso lo debe pensar la sociedad en su conjunto, a través de mesas de negociaciones que estén armadas desde abajo. La energía es un bien común, no una mercancía, y por tanto debe estar bajo control social. Para que así sea, la sociedad debe apropiarse del tema: la gente no se involucra porque cree que la energía es cosa de expertos. Y nadie puede defender algo que no conoce”.

This article has been translated from Spanish.

La realización de esta crónica ha sido posible gracias a los fondos de la Friedrich-Ebert-Stiftung y forma parte de una serie de artículos sobre los sindicatos y la transición justa.