Hablemos de ‘colonialismo del carbono’ y cómo Europa interpreta su huella mundial

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¿Qué has hecho hoy por el planeta? ¿Apagaste las luces o bajaste la calefacción? ¿Pagaste un poco más por los huevos neutros en carbono y buscaste las verduras de temporada? ¿Has renunciado a la carne esta semana o tal vez para siempre? Para los muchos europeos preocupados por la sostenibilidad –alrededor del 93% según cifras recientes– estas son preguntas inquietantes y recurrentes. Un 96% puede que haya realizado al menos una acción para hacer frente al cambio climático, pero el sentimiento de culpa persiste por no haber hecho lo suficiente –por haberse excedido, o por haber olvidado por un momento el peligro atmosférico que nos acecha–.

El marco fundamental de la acción climática mundial son las contribuciones determinadas a nivel nacional (CDN) que los Estados miembros de la ONU presentan cada cinco años a la secretaría de la Convención Marco de las Naciones Unidas sobre el Cambio Climático. El Rastreador de la Acción Climática clasifica su ambición: desde los “muy insuficientes” esfuerzos de Turquía, Irán, Tailandia y México, entre otros, hasta los “casi suficientes” de Nepal, Noruega, Etiopía y el Reino Unido. Los Estados miembros de la Unión Europea se sitúan en un punto intermedio, considerados en conjunto con un nivel “insuficiente”.

Sin embargo, los líderes del continente nos informan de que vamos por buen camino. La Comisión Europea proclama que el Pacto Verde Europeo significará “ninguna emisión neta de gases de efecto invernadero para 2050”, con “un crecimiento económico disociado del uso de recursos” y “sin dejar atrás a ninguna persona ni lugar”. La UE logró su objetivo de reducir un 20% las emisiones entre 1990 y 2020, revirtiendo más de medio siglo de aumentos. Podría parecer que las promesas se están cumpliendo y que podemos sentirnos menos ansiosos. Pero esto no es todo.

La perspectiva histórica global de Europa ha dado forma al mundo y a sí misma –para bien y para mal– desde los oscuros días de la conferencia de Berlín de 1884, que se propuso dividir y repartir el continente africano entre las potencias (predominantemente) europeas, hasta los extensos flujos comerciales actuales, que ascienden a más de 4 billones de euros en 2022 o el 14% del comercio mundial. Estas enormes conexiones industriales, que ven pasar miles de millones de toneladas de recursos por una fábrica mundial que produce la mayoría de los bienes que consumen los europeos, no son una simple idea tardía. Son la historia que invierte la narrativa del progreso medioambiental.

Si consideramos una contabilidad completa del ciclo de vida de las emisiones de gases de efecto invernadero de los Estados miembros de la UE, incluido el consumo de bienes importados, los esfuerzos de descarbonización de Europa parecen mucho menos impresionantes: las emisiones aumentaron, en promedio, un 11% entre 1995 y 2009.

De hecho, la contabilidad nacional de las emisiones por parte de las economías ricas dependientes de las importaciones incentiva la externalización de las emisiones al extranjero, como reconoce implícitamente la UE con su Mecanismo de Ajuste en Frontera por Carbono, que entró en vigor en mayo.

Denominado “desplazamiento” o “fuga de carbono”, este fenómeno generalizado representa un importante obstáculo para la eficacia de la normativa medioambiental. Sin embargo, no es accidental. Las relaciones comerciales desiguales de este tipo han sido una característica de la economía mundial durante cientos de años. Y así siguen siendo, el legado de injusticias pasadas transformadas en vulnerabilidades medioambientales divergentes, tal y como se analiza en mi nuevo libro, Carbon colonialism: How rich countries export climate breakdown (Colonialismo del carbono: cómo los países ricos exportan el colapso climático).

Medioambiente y la lógica de suma cero

Esta es la falacia de la mentalidad nacionalista que sustenta la planificación de la sostenibilidad en Europa y en otros lugares. En lugar de que los Estados evolucionen de forma independiente hacia un futuro verde, vivimos en cambio en una red de interconexiones, en la que la reducción de emisiones y la limpieza del medio ambiente en una parte del mundo implican a menudo un aumento de las emisiones y la degradación del medio ambiente en otra. Esto es medioambiente de suma cero y, aunque no lo es todo, es una parte importante e infravalorada.

Los entornos sanos y seguros se están convirtiendo en recursos cada vez más escasos y desigualmente distribuidos. Los procesos industriales más sucios y destructivos –aunque necesarios– que sustentan nuestro modo de vida se han exportado a países que deben padecer sus impactos a largo plazo. Las cadenas de suministro globales contemporáneas aumentan los riesgos medioambientales a través de las emisiones de gases de efecto invernadero, al tiempo que desvían los recursos necesarios para hacerles frente. Más que progreso medioambiental, esto es comercio medioambiental.

Así las cosas, a escala global, poco ha cambiado, tal como lo demuestra el hecho de que las emisiones atmosféricas de dióxido de carbono no hayan disminuido a pesar de los años de reducciones declaradas por los principales emisores. En gran medida, el problema se está dejando de lado en los procesos de producción transnacionales.

Esto arroja una luz bastante diferente sobre las principales cuestiones medioambientales de nuestros días. ¿Cómo podemos nosotros los habitantes privilegiados del mundo acomodado, contribuir de forma significativa a combatir la crisis climática, de un modo que reconozca nuestra integración y conexión con el mundo?

Sobre todo, debemos pensar no como consumidores sino como ciudadanos, portadores de un poder político colectivo sobre nuestra economía. En lugar de elegir productos más ecológicos en los pasillos del supermercado, debemos presionar para que haya una mayor supervisión de estos, una autoridad independiente más fuerte que garantice que las cadenas de suministro internacionales que nos conectan con el resto del mundo no se conviertan en resquicios para nuestros efluvios medioambientales.

Brotes verdes de cambio

Durante mucho tiempo esto fue impensable, pero están germinando brotes verdes de cambio. En julio de 2021, el Parlamento alemán aprobó la Ley de la Cadena de Suministro, que abre la puerta a una supervisión independiente de las cadenas de suministro mundiales de las empresas con sede en Alemania, como también a la adopción de medidas contra las empresas infractoras. Dista mucho de ser perfecta y los críticos la tildan de compromiso político, pero marca el inicio de un cambio de paradigma que se aleja del autogobierno corporativo. Y en febrero del año pasado, la Comisión Europea aprobó una propuesta de directiva sobre la diligencia debida de las empresas en materia de sostenibilidad, que aún está en trámite.

La legislación medioambiental aprobada por los principales países en los últimos cinco años, aunque parcial y limitada, ha abierto la puerta a que las comunidades y las organizaciones no gubernamentales contraataquen los sistemas de producción que infravaloran y degradan su entorno. En 2020, se presentaron 22 demandas contra empresas por abusos medioambientales en todo el mundo. En 2021, esa cifra fue de 38. Estas acciones legales abarcan desde publicidad engañosa sobre energías limpias hasta propuestas de inversión en proyectos intensivos en carbono, pasando por la falta de adhesión a la normativa pertinente sobre cambio climático y medio ambiente y el incumplimiento de reducir las emisiones de CO2.

Cada uno de estos casos está dando voz a los sin voz, iluminando los entresijos profundamente integrados de nuestra economía mundial. Y son sólo el comienzo.

Este artículo fue publicado originalmente en mayo por Social Europe.