¿Hay una criminalización de la dirigencia popular o progresista en Argentina y otros países de la región, o asistimos a hitos anticorrupción?

¿Hay una criminalización de la dirigencia popular o progresista en Argentina y otros países de la región, o asistimos a hitos anticorrupción?

Cristina Fernández de Kirchner (centre), Argentina’s vice president and former president, recently convicted on corruption charges. Fernández de Kirchner was supported at an event on 21 March 2023 by several former Latin American leaders, including Rafael Correa of Ecuador (fourth from the right) and Evo Morales of Bolivia (second from the left), who question the judicial cruelty against leaders of the left in Latin America.

(AFP/Luis Robayo)

El pasado 6 de diciembre en Argentina, un tribunal condenó a la actual vicepresidenta –y presidenta por dos términos, 2007-2015– Cristina Fernández de Kirchner a 6 años de prisión e inhabilitación perpetua para ejercer cargos públicos. La condena fue presentada como histórica, aunque es apelable. No se explicaron en ese momento sus fundamentos, y el cargo de Kirchner le otorga fueros que impiden su detención.

En octubre de 2023 Argentina elige presidente. Kirchner, principal aspirante hasta esta condena, descartó su postulación acusando un “fusilamiento” mediático y judicial. Aludía con ese término al reciente atentado fallido contra ella, actualmente en investigación, con aparentes conexiones con actores de la inteligencia, la política y las campañas de odio. Apenas otro de una ola de terremotos políticos y económicos en el país y el Gobierno.

¿Qué ocurre cuando una persona previamente procesada por contrabando y fraude fiscal a gran escala y cuando su conglomerado económico es favorecido con la estatización de una millonaria deuda por la última dictadura militar, hace 3 y 4 décadas respectivamente… opta a ocupar la presidencia?

Si esto fuera posible, ¿qué ocurre cuando, ya gobernando, perdona otras importantes deudas favoreciendo los negocios familiares contra el Estado?

Peor aún, ¿qué ocurre cuando usa la inteligencia estatal para espionaje interno ilegal –‘a la Watergate’– a opositores y aliados e incluso familiares de víctimas de la peor tragedia militar en tiempos de paz, o por armar una “mesa judicial” para interferir en la Justicia, “blindarse” y perseguir opositores, y el funcionario responsable se mantiene prófugo 2 años? ¿O cuando sostiene en su gabinete a un ministro que favorece a la empresa que antes de asumir dirigía, y a un funcionario que se pone en el medio de cientos de contrataciones y sólo les acepta la renuncia ante un escándalo insostenible pero sin investigarlos? ¿O cuando contrae el préstamo más importante de la historia del FMI –57.000 millones de dólares USD, ligado a un intento de ayudarlo a vencer las elecciones, según sus propios funcionarios– en año electoral y con fuertes fugas de capitales, contrariando normas constitucionales y del FMI?

Podríamos agregar, ¿y cuando esa persona es denunciada por sobornar a senadores, o reprime protestas durante una crisis severa y 38 personas son asesinadas por personal de fuerzas estatales, qué ocurre? ¿O, finalmente, ante un contrabando de 6.500 toneladas de armas a regiones en guerra violando resoluciones de la ONU, cuyo aparente intento de ocultamiento ocasiona 7 muertos y cientos de heridos al explotar una fábrica militar en 1995?

La respuesta a todos esos datos verificables presentados como interrogantes es que lo que ocurre es nada. O casi nada, con la apariencia de algo.

Cuando la lucha anticorrupción es asimétrica

Todos esos delitos permanecen impunes, muchos probados judicialmente, pero no involucran a Cristina Fernández de Kirchner (CFK), sino a presidentes anteriores, abonando una pésima imagen del Poder Judicial y de la política, y fuertes sospechas de asimetría judicial y periodística, cuando menos, y hasta de causas “armadas” contra la dirigencia del campo popular en Argentina, con paralelos en la región.

Efectivamente, Mauricio Macri, hijo del fundador del importante grupo económico que lleva su apellido, es el presidente derechista –2015-2019–, de los primeros 6 interrogantes. El último –elegí uno entre muchos que lo implicaron– corresponde a Carlos Menem –presidente por una coalición peronista y derechista en 1989-1999–. El penúltimo evoca a Fernando De la Rúa, breve presidente –1999-2001– del ala derechista del partido Radical, que sucedió a Menem con el mandato de revertir la austeridad y corrupción de su antecesor.

Menem y De la Rúa fallecieron décadas después de los hechos, en libertad y sin condenas “firmes”. Cuando las hubo, otras instancias judiciales, incluyendo la Corte Suprema de Justicia, intervinieron, estirando los plazos hasta su prescripción. Los medios, para entonces, no mostraron mayor interés. Macri, por su lado, goza de libertad y buena salud, y acaba de definir que no aspirará a una segunda presidencia en las elecciones de 2023, frente a sus escasas chances, lo cual es presentado en medios como un acto de grandeza. En 2019 buscó la reelección inmediata y perdió, a pesar del “espaldarazo” del FMI.

Contrariamente, el 6 de diciembre pasado, CFK fue condenada por “administración fraudulenta”, en una causa controvertida por faltas en el debido proceso, que puede ser apelada, y sin publicar sus fundamentos, que llegaron en marzo, tres meses después de la sentencia, lo que podría leerse como una condena temporalmente incontestable e inapelable en pleno año electoral.

El efecto político y mediático fue inmediato y máximo, como en una estrategia diseñada inteligentemente. CFK, hasta entonces con chances de ganar una tercera presidencia, renunció a su candidatura para no perjudicar a su espacio.

Un episodio análogo a la condena de Inácio Lula da Silva en Brasil en 2017 –luego revocada–, en plena campaña electoral, que permitió a Jair Bolsonaro y su extrema derecha con programa económico neoliberal también extremo acceder al poder.

También colaboradores de CFK –su exvicepresidente, exfuncionarios de gabinete y hasta dirigentes sociales aborígenes afines, sobre los que organismos internacionales han pedido cuentas– fueron presos con una velocidad y en ocasiones falta de debido proceso admirables. El peronismo denomina a varios de ellos presos políticos. Al fallecido cónyuge de CFK, Néstor Kirchner, presidente entre 2003 y 2007, también se lo señaló, insistente y póstumamente desde medios y justicia, como fundador de una presunta asociación ilícita que ella habría “heredado”. Ya Raúl Alfonsín, primer presidente de la democracia recuperada en 1983, progresista, hoy venerado como incorruptible, denunciaba un tratamiento mendaz por parte de diversos medios, en particular del Grupo Clarín, desde donde lo acusaban sin pruebas. Tanto en el caso de Alfonsín, como años más tarde ocurriría con Lula, se instaló una narrativa sin pruebas por medio de controvertidos medios oligopólicos (en el caso de Lula, además se unieron conflictos de interés del cuestionado exjuez brasileño y posterior ministro de Bolsonaro, Sergio Moro).

No son los únicos medios cuestionados. Otros cuyos inversores parecen incluir a importantes políticos –incluyendo a Macri– a veces vinculados a casos de corrupción son precisamente los responsables de introducir sistemáticamente el odio en la política, y de instalar, desde hace años y con presencia permanente en el prime time televisivo a los que hoy son los candidatos de la pujante extrema derecha y a su “violento sentido común”.

Guerra judicial y de comunicación

La experta en corrupción Sarah Chayes, describe un patrón de comportamiento de redes de corrupción establecidas en al menos 65 países, que operan en casi todo el mundo y conectan comportamientos aparentemente aislados de distintos sectores, incluyendo medios y Justicia, en ocasiones funcionando como armas contra adversarios y para garantizar la propia impunidad. Chayes no subestima la dificultad para identificar, probar y combatir tales entramados.

CFK, como otros líderes latinoamericanos, denunció públicamente la existencia de un nuevo Plan Cóndor. Esta hipotética secuela de la estrategia de intervención en el hemisferio en los años 70, integraría acciones de inteligencia, de manipulación de la opinión pública, y judiciales, para evitar políticas contrarias al ‘Consenso de Washington’. Allí están, argumentan esos líderes (Evo Morales, Rafael Correa, CFK y Lula entre otros), los “neogolpes” no militares a Gobiernos populares en la región de la última década y media (desde el que acabó con Fernando Lugo en Paraguay a Dilma Rousseff y Lula en Brasil).

Por supuesto, esta aparente coordinación regional de ataques a gobiernos populares apenas se puede inferir de la existencia de patrones, personajes, estrategias, modus operandi y anomalías similares. Difícilmente, como señala Chayes, se encuentran normas firmadas por los eventuales responsables. La existencia del Plan Cóndor original fue sin embargo acreditada 2 décadas más tarde. Algo similar ocurrió con los genocidios cometidos por dictaduras militares como la argentina, miles de desaparecidos, torturados y ejecutados sin proceso ni registros que prueben coordinación ni responsabilidad común, y que el poder apuntó a tratar como abusos individuales.

Pocos días antes de la condena de Kirchner, se produjo la filtración de conversaciones de un grupo conformado por funcionarios judiciales, funcionarios del principal partido de oposición, un agente de inteligencia, y directivos del principal mutimedios. Esta inesperada prueba de la existencia de lawfare (el uso político de la Justicia para perseguir a opositores), sumada a la admisión de reuniones “deportivas” de fiscales que acusaban a CFK en la residencia de su adversario Macri, dan una pauta del fenómeno y gatillaron impulsos de reforma judicial y el pedido de juicio político a la Corte Suprema de Justicia por el Gobierno, que cuenta con escasas chances de prosperar dada la configuración de fuerzas en el Congreso.

Tampoco se olvidan las revelaciones de propuestas de “campañas anti Kirchner” durante las audiencias en torno al escándalo de Cambridge Analytica en el Parlamento británico.

Por supuesto existen casos reales de corrupción en el progresismo, pero la necesidad de examinar posibles comportamientos indebidos en los sistemas judicial, de inteligencia y de medios se hace imperiosa.

En el excelente film, candidato al Oscar y reciente ganador del Globo de Oro, Argentina 1985, de Santiago Mitre, la impactante reconstrucción del juicio a las Juntas Militares argentinas por el genocidio recuerda que la existencia de patrones sistemáticos fue conclusiva de la existencia de un plan organizado para el tribunal. Lo mismo debería valer respecto del patrón sistemático de criminalización de las dirigencias democráticas progresistas o populares en América Latina.

This article has been translated from Spanish.