Razones de peso para que la UE cree un premio europeo de las artes

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La Unión Europea no siempre es hábil en la comunicación. En 2021, bautizó su emblemática legislación para la reducción de las emisiones con el desconcertante nombre de “Objetivo 55”. Sus relaciones públicas se ven con frecuencia envueltas en situaciones de torpeza superlativa. En 2022, la Dirección General de Asociaciones Internacionales de la Comisión Europea organizó una fiesta en su espacio en el Metaverso –cuya creación había costado 387.000 euros– a la que solo asistieron cinco personas.

Sin embargo, la UE tiene razones de peso para comunicar a la ciudadanía su identidad y sus acciones: se trata de un sistema político sui generis, con competencias de peso, relativamente joven aún, complejo y en evolución. Tras las elecciones al Parlamento Europeo del año que viene, la nueva Comisión tendrá que ofrecer resultados concretos y factibles, además de poner en marcha una cantidad ingente de medidas legislativas.

En 2024 la UE debería transmitirle al mundo lo que es y lo que desea ser a través del establecimiento de un premio europeo de las artes que, cada año, conceda una generosa suma y una mención honorífica a un artista visual que haya vivido o trabajado en Europa.

Existe ya un premio europeo de literatura y otro de arquitectura, pero esto no es óbice para que exista también un premio de las artes; al contrario, es una razón sólida para considerarlo. Y, una vez que se hace, la idea parece excelente.

De hecho, un premio de este tipo debería haberse creado hace veinte años. En ese momento podría haberse concedido a Christo, Cy Twombly, Christian Boltanski, Louise Bourgeois y a Lucien Freud. Sin embargo, nunca es tarde para hacer lo que se debió haber hecho y el momento presente es perfecto para ello. Hay muchos artistas dignos de reconocimiento en todo el continente que siguen con nosotros, como Gerhard Richter, Frank Auerbach, Bridget Riley o Marina Abramović.

Una forma benigna de identidad

La Comisión Europea actual hace muchas referencias a la identidad, explícita e implícitamente. El año pasado, por ejemplo, creó el programa ALMA –acrónimo inglés que significa “Aspirar, Aprender, Dominar, Lograr”– para apoyar a los jóvenes que ni estudian, ni reciben formación, a adquirir experiencia laboral en el extranjero y, según la presidenta de la Comisión, Ursula von der Leyen, a “forjar su propia identidad europea”.

En términos más generales, trata de dotar a la UE post-Brexit de una nueva identidad “geopolítica” más firme, por ejemplo mediante la adquisición común de armas para Ucrania y del programa Global Gateway. El colegio de comisarios incluye un vicepresidente encargado de promover “nuestro modo de vida europeo”.

Establecer un premio artístico, que celebre el arte al margen de las industrias culturales, promovería una forma benigna de identidad frente a las fórmulas negativas y excluyentes, siempre disponibles y particularmente al alcance de la mano en nuestros días. La expresión consciente y práctica de la identidad por parte de las instituciones hace referencia tanto a nuestras aspiraciones como a lo que somos. Además, la noción de un continente en el que se crean obras de arte interesantes, relevantes, conmovedoras, sorprendentes e impactantes goza de un apoyo generalizado.

La idea del arte, implícita en la mayoría de las grandes obras, como algo perdurable, dirigido a la posteridad, es mucho más antigua que el Estado-nación. Se remonta al menos a principios de la era moderna, cuando (como ahora) los artistas más excelsos trascendían las fronteras: Leonardo, Durero, Holbein, El Greco y Bruegel el Viejo crearon muchas de sus obras en rincones de Europa alejados de sus lugares de origen.

Es razonable pensar que esta idea, junto con algunas obras que se están creando en nuestros días, sobrevivirá a los Estados-nación de hoy.

De hecho, las grandes obras superan al único rival del Estado moderno en riqueza y poder: las multinacionales. Para argumentarlo en términos propios de la UE, tomando en consideración el principio de la “subsidiariedad”: un premio nacional de artes visuales, incluso de una gran nación europea, parece modesto, mientras que un premio europeo de las artes tendría la escala y la solemnidad de un premio Nobel o Pulitzer.

Se objetará que se trata de un proyecto elitista y excluyente, aunque esta crítica olvida que los premios que promueven las obras sobresalientes de una disciplina específica son, por definición, elitistas en cierto sentido, pero fomentan esas obras asumiendo que todos somos capaces de conectar con ellas. Si bien es cierto que tales proyecciones de una “comunidad imaginada” implica la idea de fronteras, estas divisiones son arbitrarias y coinciden con las de la Unión. Además, el premio no estaría vinculado en absoluto a consideraciones de ‘raza’ o ciudadanía.

Semejanza no reconocida

La mejor razón para el establecimiento del premio es la semejanza no reconocida que existe entre la UE y la producción artística en la era moderna: ambas son criaturas del mercado, pero también se oponen a él. En cierto modo, la UE no era más que un mercado ampliado con normas comunes, pero siempre tuvo una dimensión utópica y fue creación de los poderes públicos, no de los agentes del mercado.

La UE a menudo nos recuerda que es un proyecto histórico, concebido para promover la paz y prevenir el genocidio. Como tal, debería respaldar un corpus de obras que reflexionen sobre su momento en la Historia.

Unas obras que, como dice Theodor Adorno en sus Notas a la literatura, funcionen como “un reloj de sol filosófico que marca la hora de la Historia” y que, en estos tiempos de guerra y crisis climática, de incertidumbre pero también de esperanza y de una integración que avanza a pesar de las vacilaciones, deberían ser honradas con un premio europeo de las artes.