La verdad como camino hacia la reconciliación

Eduardo Madina sufrió un atentado del grupo terrorista ETA en 2002. Una bomba escondida en los bajos de su coche le dejó varias secuelas, entre ellas la amputación de la pierna izquierda. Desde entonces el antiguo diputado del PSOE (el partido socialista español) ha sido una de las voces que con más decisión han abogado por la reconciliación. Su apuesta por la verdad como el camino hacia la paz resuena ahora con fuerza en un planeta cada vez más polarizado donde conceptos como la memoria y el perdón dividen a las sociedades.

“Siempre he defendido la necesidad de la convivencia, creo en la reinserción de los que cometieron los crímenes”, nos dice Madina casi dos décadas después del atentado, ya al margen de la política. Su postura, advierte, es personal. “Cada cual tiene derecho a expresarse libremente, si algo hemos tenido siempre las víctimas es que somos muy plurales, intentar homogeneizar nuestras opiniones sería un grave error”.

Dos años después de la disolución de ETA, el fantasma de la violencia sigue presente en la sociedad del País Vasco, la comunidad del norte de España donde se creó la banda durante la dictadura franquista para exigir la independencia. Ya no se escucha el ruido de las armas pero permanecen los silencios entre vecinos y una cierta calma tensa, especialmente en los pueblos donde más se sufrió.

“La sociedad vasca sigue dividida, el terrorismo ya es historia pero no sus consecuencias”, reflexiona el periodista vasco Luis R. Aizpeolea, quien ha escrito Los entresijos del final de ETA y es coautor del libro y posterior documental El final de ETA. Su diagnóstico es que el País Vasco todavía no ha logrado ponerse de acuerdo sobre qué es lo que sucedió. “No hay convivencia normal ni integración porque no hay un reconocimiento del daño causado”, denuncia.

“Los sustratos de la violencia perdurarán en el tiempo. Fueron demasiados años en los que se asentó una narrativa que justificaba el uso de las armas y esa idea fue pasando de generación en generación”, reflexiona Madina. “Queda una pregunta que no se ha resuelto y es qué hacemos con la memoria y el olvido, cuánto tenemos que recordar para superar lo que pasó y que no se vuelva a repetir”.

Sus palabras sirven para España, donde ETA causó más de 7.000 víctimas (entre ellas, 853 asesinados) desde que empezó a matar en 1968 y hasta que dejó las armas en 2011, pero también para otros tantos países que han sufrido conflictos internos o han sido golpeados por el terrorismo.

“Hemos escuchado a muchas víctimas decir que no quieren justicia, sino conocer la verdad. Es la única forma que tienen para volver a estar tranquilas después de tantas preguntas que nadie supo responder durante años”, dice Dora Lancheros, responsable del enfoque psicosocial para la Comisión de la Verdad en Colombia.

Este órgano independiente creado como consecuencia del histórico acuerdo de paz alcanzado a finales de 2016 tiene la misión de esclarecer qué es lo que ocurrió en una guerra que causó 262.197 muertos, la mayoría de ellos civiles según datos del Centro Nacional de Memoria Histórica. “Hay que romper el silencio que ha imperado en nuestro país durante tanto tiempo”, piensa Lancheros.

Sin duelo, con miedo e impunidad

El conflicto armado en Colombia se alargó durante más de medio siglo y afectó a gran parte de la sociedad. Es difícil hablar con alguien en el país que no haya sufrido por su culpa. Ya no son sólo los muertos: las minas antipersona, las amenazas de extorsión y secuestro y el fuego cruzado entre grupos armados ilegales ha obligado a más de siete millones de personas a desplazarse de sus casas, una cifra récord en todo el planeta.

Tras entrevistar a cerca de 10.000 personas que han participado en el conflicto armado (y a los que han sufrido sus consecuencias, desde familiares de desaparecidos hasta mujeres que han sufrido violencia sexual, heridos por explosivos, secuestrados o menores violentados), el equipo de Dora Lancheros se dio cuenta de que había unos estigmas que se repetían en las víctimas, unos traumas que se han ido enquistando con el paso de los años.

El primero viene impuesto por la dinámica inagotable de la violencia: pese a la firma de la paz, cuatro años después siguen las masacres de líderes sociales y la inseguridad en los territorios porque el Estado no ha logrado imponer su autoridad. También las cifras de exguerrilleros asesinados crecen sin freno desde que dejaron las armas.

“Se siguen cometiendo violaciones de derechos humanos de forma sistemática. La tristeza es que uno acaba por acostumbrarse a esa realidad, la violencia se termina por naturalizar. Es imposible completar el duelo, las víctimas no son capaces de dejar atrás su dolor, porque sigue ahí, lo ven cada día por la televisión”, reflexiona la experta de la Comisión de la Verdad.

Otro factor es el miedo, desde una doble vertiente. “Bien sea como un instrumento que los actores armados han usado para paralizar a la gente e imponer el silencio ante sus actos, pero también como mecanismo de defensa que lleva a no salir a la calle, a no protestar, a mirar para otro lado”.

Esa idea está muy bien captada en la serie Patria de HBO, éxito de audiencia este año en varios países e inspirada en el best seller del escritor vasco Fernando Aramburu. “Hay mucha verdad en las atmósferas, en los silencios, en la gestión del miedo, en la comunidad que mira para otro lado, todo eso existió”, dice Eduardo Madina al respecto de esta producción para televisión que transcurre durante las últimas décadas en el País Vasco.

La sensación de impunidad es el tercer rasgo que Lancheros ha visto repetirse en cuantas personas ha entrevistado acerca del conflicto en Colombia. “Esa sensación de que jamás va a haber justicia va de la mano de la desesperanza y la frustración, lleva a la sociedad civil a perder la credibilidad en el sistema de justicia”.

La línea entre el perdón y el olvido

Hay sentimientos que son más difíciles de comprender cuando no se ha vivido algo tan traumático como una guerra o un atentado terrorista. Quizá el más cruel sea la culpa que se apodera de las propias víctimas. “Es el mensaje que deja la violencia: según esa narrativa, el actor armado le castiga porque usted hizo algo inadecuado”, explica Lancheros.

Desde la Comisión de la Verdad están en contacto con otros organismos similares en todo el mundo, desde Latinoamérica hasta África, cuyo trabajo consiste en dejar testimonio de lo que sucedió para que no se vuelva a repetir. Esa sombra de la culpa, especialmente cuando a las víctimas se les ha prohibido hablar durante años, sobrevuela en tantas otras sociedades, desde Chile hasta Ruanda, de Sudáfrica a El Salvador e Irlanda del Norte.

El poder aterrador de los grupos armados ilegales se cuela en todas las rendijas de una comunidad. “Terminan por reemplazar las normas sociales al imponer las suyas con las armas. No acatar ese nuevo orden implica represalias y es entonces cuando surgen sentimientos ambiguos y contradictorios entre los civiles”.

Dice la periodista colombiana Juanita León, de La Silla Vacía, que los antiguos guerrilleros de las FARC han completado algunos pasos del camino hacia reconciliación tras el acuerdo de paz. Ya dejaron atrás el negacionismo: cuando decían “que no asesinaban sino ajusticiaban, que no secuestraban sino retenían, que no reclutaban a niños sino que les ofrecían un refugio”.

Con sus testimonios en la JEP (el tribunal especial que juzga los crímenes de la guerra, que da prioridad a la reparación a través de la verdad frente a las penas de cárcel), los excomandantes farianos han comenzado también a dejar atrás la justificación de sus actos ilegales: el secuestro como vía para “financiar la revolución” o el asesinato selectivo “porque era un enemigo del pueblo”.

Quizá el paso más importante sea el perdón.

“En nombre de las FARC ofrezco sinceramente nuestro perdón a todas las víctimas del conflicto, por todo el dolor que hayamos podido causar en esta guerra”, dijo al firmar la paz en 2016 Rodrigo Londoño, el que fue número uno de las FARC (y sigue siendo líder del nuevo partido político en la legalidad).

“No hay nada, no hay nadie, no hay cuándo a mí me devuelvan un abrazo de mi niño”, confiesa Martha Luz Amorocho, quien perdió a uno de sus hijos (el otro quedó en coma por un tiempo) en un atentado de las FARC en Bogotá en 2003. “Pero hay que comprender que la reparación será simbólica. Cuando escuché a las FARC pedir perdón tuve sentimientos encontrados: se le remueve a una por dentro todo. Sus palabras muestran buena intención, así que yo opto por aceptar sus disculpas”, sentencia.

La línea entre el perdón y el silencio a veces parece imposible de cruzar. Una parte de la extinta guerrilla de las FARC volvió pocos meses después del acuerdo de paz a empuñar los fusiles y sumarse a la disidencia, que a mediados de 2020 contaba con 4.600 individuos entre sus filas, según informes de inteligencia. En el País Vasco prácticamente todos los presos de ETA que siguen en las cárceles (cerca de 200) están de acuerdo con el fin de la violencia pero no tantos han pedido perdón cara a cara a sus víctimas.

Ni siquiera Bildu (el partido de la izquierda independentista, con algunos miembros que pertenecieron al entorno de la banda terrorista) es tajante con el rechazo al daño que provocó ETA en la sociedad vasca.

“Siguen manteniendo la tesis de que hubo dos bandos, que hubo un conflicto, que todos sufrimos. Pero no es así: las víctimas murieron injustamente mientras que ellos eligieron su camino y sabían que podían ir a la cárcel”, piensa el periodista Luis R. Aizpeolea.

Esa idea de comparar el sufrimiento de la víctima con el del victimario no es justa, opina Lancheros. “Es cierto que las razones estructurales de un país como Colombia cobijan a ambos, y pueden llevar a una persona a ser reclutada o a incorporarse a las filas de un grupo armado. Hay sentimientos similares, como la frustración, la tristeza o la rabia, pero el origen es distinto porque actúan desde diferentes lugares”.

Esperanza

Dentro de un año, a finales de 2021, la Comisión de la Verdad tendrá que presentar su informe final sobre el conflicto armado en Colombia. Será un momento crucial, y no sólo por las conclusiones, sino por la respuesta que tenga en la sociedad. Lancheros lamenta la polarización que, igual que en otras tantas sociedades en todo el mundo, se ha ido instalando en su país. “Espero que nuestro trabajo contribuya a arrojar verdad sobre lo que nos pasó y a superar esa división”, dice.

“Cuando intentas averiguar qué sucedió con tus familiares que desaparecieron siempre hay quien dice que estás reabriendo viejas heridas. Esas heridas no las cerró nunca nadie. Y si no curas las heridas, siempre van a seguir supurando”, reflexiona la cantante española Rozalén, que desde hace años se interesa por la memoria histórica en canciones como ‘Justo’, donde recuerda la figura de su tío abuelo, quien luchó con el bando republicano en la Guerra Civil española y cuyos restos encontró hace unos años en una fosa común.

Menciona el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en Chile como un ejemplo a seguir porque invita a no repetir la historia. “Ojalá hubiera un lugar así en España y en otros lugares que hayan sufrido la violencia”. Habla de las fases del duelo y de la importancia de conocer los hechos, fueran del bando que fueran.

“Es muy doloroso que te digan ‘olvídate y no remuevas esas cosas’ cuando se trata de saber qué pasó con un ser querido y todavía te duele. En España se están muriendo todos los que vivieron la Guerra Civil (entre 1936 y 1939), ¿y ahora qué? ¿Quién nos va a contar lo que ocurrió? Hay que mantener esa historia viva”, argumenta.

Está de acuerdo Dora Lancheros, quien cree que la verdad es la herramienta más poderosa para dejar atrás un conflicto. “Es crucial para que las víctimas puedan decir: ‘ese silencio que me acompañó durante tantos años ya no es silencio sino verdad, no fue que yo me lo imaginé ni fue responsabilidad mía, eso sucedió realmente’. Al hacer público su dolor dejan atrás la culpa y rompen esa privatización de la violencia. Esa es la esperanza que nos anima a seguir trabajando”.

This article has been translated from Spanish.