En el autobús en el que viaja José Basilio no cabe un alma más. Apiñados, atraviesan la Ciudad de Guatemala hombres y mujeres de todos los rincones de Centroamérica. Aunque todos comparten el mismo destino, los EEUU, los motivos que les llevaron a hacer la maleta son bien distintos: uno se hartó de ser pobre y busca jugársela a todo o nada, otro trata de regresar a la que fue su casa durante años antes de que le deportaran. A una mujer y a su hija les tiembla la voz cuando reconocen que huyen de una pandilla. José Basilio, por su parte, migra para “juntar algo de plata y pagar una deuda”. Va a extrañar mucho a su mujer y a sus hijos, cuenta, aunque si todo va bien el plan es que su esposa deje a los niños con un familiar y se reúna con él cuando José Basilio se haya asentado.
De alguna manera, este autobús destartalado se ha convertido en una radiografía improvisada pero precisa de lo que se ha convertido la migración hacia los EEUU durante la última década. Buscando oportunidades, seguridad o, simplemente, estabilidad, cientos de miles de guatemaltecos han puesto rumbo al norte. De hecho, actualmente Guatemala es el país del que provienen el mayor número de personas migrantes que llegan a los EEUU. Aproximadamente 280.000 guatemaltecos fueron detenidos por la policía fronteriza en 2019, el último año del que se tiene registro, según datos de las autoridades estadounidenses.
Pero la migración es un fenómeno que no solo afecta a quienes se marchan, sino también a quienes se quedan. Como en el caso de José y su esposa, la mitad de las personas migrantes de Centroamérica dejan atrás a algún hijo o hija (según un informe reciente del Banco Interamericano de Desarrollo). Al marcharse los padres, los hijos suelen quedar a cargo de familiares, por lo general abuelas o hermanas mayores, que muchas veces no tienen el tiempo, energía o capacidad suficiente para asumir el reto que supone la crianza. En otros casos, los niños simplemente acaban creciendo solos en las calles.
Al otro lado de la ciudad, en el barrio de La Verbena, Berenice (nombre ficticio, escogido por ella) se fatiga subiendo las empinadas escaleras que suben a su casa, un hogar humilde de paredes de hormigón desnudo y techo de lámina. Vive con su nieto, Neymar (nombre ficticio, escogido por él), que quedó a su cargo hace más de 4 años cuando la madre del chico decidió emigrar. Si bien es cierto que la madre les envía algo de dinero desde los EEUU, para Berenice “la plata no puede reemplazar a una madre”. No lo dice con resentimiento por tener que estar criando a un nieto, sino más bien con una mezcla de pena y preocupación. En las últimas semanas Neymar, que ya tiene 16 años, ha comenzado a juntarse con unos pandilleros de su barrio y ella, agotada, no se ve capaz de controlar a su nieto adolescente. Aunque intenta mantener la discreción, Berenice confiesa que le avisaron desde la escuela porque habían visto a Neymar vendiendo marihuana. Si bien este no es un delito grave, le angustia que pueda ser un primer paso antes de continuar con delitos mayores como la extorsión o el asesinato. “Es el precio de la migración; un niño no puede crecer sin su familia. Se fueron para hacer plata pero, al final, nos salió caro”, sentencia Berenice.
El caso de Neymar no es de ningún modo excepcional. Como él, muchos jóvenes cuyos padres han migrado terminan buscando en la pandilla una familia sustituta. Puede parecer una paradoja, pero tanto la Mara Salvatrucha (MS 13) o Barrio 18, conocidas por su brutalidad y un sangriento historial de masacres, violaciones y secuestros, ofrecen algo fundamental a estos jóvenes que se sienten abandonados: la seguridad de formar parte de un grupo.
Al contrario que en otros grupos delictivos organizados como el narco en México o la mafia en Italia, las pandillas centroamericanas están rodeadas de toda una parafernalia identitaria. Los ritos de iniciación, los tatuajes, el lenguaje codificado, etc., sirven para crear un sentimiento de identidad colectiva entre sus miembros. Según la fundación Insight Crime, las pandillas son una organización social por delante de una organización criminal: no busca tanto el beneficio económico sino más bien crear un espacio de protección en el que apoyarse mutuamente. Un pandillero estaría dispuesto a matar con tal de defender “al barrio” o a cualquiera de sus “hermanos” de la pandilla.
Estas mismas pandillas llevan años convirtiendo la región en una de las más peligrosas del mundo. Aunque no hay un registro oficial, muchos de los 3.472 homicidios registrados en 2020 se les atribuye a ellas. El resultado es una tasa de 21 homicidios por cada 100.000 habitantes. En un ejercicio puramente metafórico, y dada nuestra sensibilidad actual por encontrarnos en un contexto de crisis sanitaria, esta elevada cifra de homicidios representaría algo más del doble de lo que la Organización Mundial de la Salud (OMS) considera una epidemia.
Solo en Guatemala las pandillas cuentan con entre 15.000 y 20.000 miembros y, pese a los numerosos operativos de seguridad pública desplegados por los distintos gobiernos, la adhesión a las mismas no ha dejado de crecer. Es más, según varios organismos de Derechos Humanos (HRW y Amnistía Internacional, entre otros), más que solucionar el problema estos han tenido resultados insatisfactorios y distintos a los deseados ya que no están acompañados de ninguna política social de integración. Mientras tanto, esta violencia es, a su vez, uno de los motivos principales por los que muchos centroamericanos se deciden a emigrar, realimentando así un círculo vicioso.