El canto de resistencia indígena en América Latina

El canto de resistencia indígena en América Latina

From the Amazon rainforests to Central America, young, Indigenous artists like the Afro-Wayúu Colombian singer Lido Pimienta (pictured) are reclaiming their ancient heritage through music, mixing ancestral rituals and instruments with rap, electronica and reggaeton to fight racial discrimination and historical amnesia.

(Daniela Murillo)

Una nueva generación de músicos en América Latina está recuperando sus raíces y reivindicando con sus canciones una cultura ancestral históricamente perseguida por las élites y el poder. Estos artistas mezclan sin prejuicios la estética y los sonidos contemporáneos (electrónica, rap y hasta reggaetón) junto a la herencia de sus antepasados para conectar con los jóvenes e impedir que su historia quede en el olvido.

“Mis canciones son un acto político”, dice la guatemalteca Sara Curruchich en conversación con Equal Times. Nacida en 1993 en la comunidad maya kaqchikel de San Juan Comalapa, en su disco de debut Somos (2019) combina las letras en español con su idioma originario. “La música tiene un poder tremendo para resguardar la memoria y concienciar a la sociedad contra el racismo que hemos sufrido durante siglos”, afirma.

Su lucha es doble: como indígena y como mujer. Se siente parte de “una ola” de creadoras cada vez más concienciadas en Latinoamérica. Desde la soprano mixe originaria de Oaxaca (México) María Reyna hasta las cantautoras kichwa Tamya Morán y Mariela Condo en Ecuador o la cantante mapuche Daniela Millaleo en Chile, todas ellas se han convertido en símbolo de las que no tienen voz.

Sara Curruchich menciona a Totó La Momposina y Petrona Martínez (dos de las grandes folcloristas del Caribe afrocolombiano) o a artistas de una generación mayor a la suya (la mexicana Lila Downs, entre otras) como fuente de inspiración para agitar conciencias a través de la música con una visión feminista frente a “una sociedad racista y patriarcal”.

Siente que lo que está pasando en Guatemala es un reflejo de una lucha global. “Esta reivindicación viene de antiguo, ya en los años 80 y 90 hubo un movimiento de cantautores comprometidos en lengua indígena, pero en mi país la guerra obligó a nuestras comunidades a esconder su cultura por miedo a ser masacradas”.

Hace unos pocos años ese canto de resistencia ha vuelto a resonar en toda la región amplificado por las redes sociales y plataformas tecnológicas que han facilitado el acceso a sus canciones como Spotify, YouTube y hasta TikTok.

Una cosmogonía milenaria

Mientras el movimiento Black Lives Matter se ha fortalecido en Estados Unidos, internacionalizándose tras el asesinato de George Floyd a manos de la policía en 2020 (multitud de movimientos antirracistas han hecho suyo el grito “I can’t breathe”: no puedo respirar), en América Latina la lucha de los pueblos indígenas ha pasado a un primer plano, especialmente durante las protestas ciudadanas que sacuden el continente desde mediados de 2019.

En esa revolución impulsada por minorías que se sienten marginadas por el sistema la música ha jugado un papel fundamental como fábrica de himnos colectivos. En Colombia el himno de la guardia indígena se ha convertido en emblema de la lucha popular en todo el país gracias a la reinterpretación de artistas jóvenes como el grupo bogotano La Perla, quienes pese a no ser indígenas han hecho suya esa lucha por la vida y la dignidad.

“Estamos acostumbrados a una visión capitalista de la música, concebida como un producto. Eso no sirve para estas comunidades que usan las canciones como una forma de conexión y de ofrenda a la madre tierra a través de la oralidad y los sonidos”, explica a Equal Times el productor Diego Gómez.

Desde Bogotá ha impulsado el sello Llorona Records y el proyecto Discos Pacífico tejiendo redes con artistas de regiones donde vive una mayoría de población negra e indígena, como las costas Caribe o Pacífico y la isla de Providencia.

Habla de celebraciones populares como el Carnaval del Perdón en Sibundoy, en el departamento del Putumayo de la región amazónica, donde los vecinos se reúnen para cantar durante varios días una misma canción en un ejercicio colectivo de compenetración a través de sonidos heredados de una cosmogonía milenaria. “Estas culturas están en riesgo de desaparecer: su forma de vida está amenazada por esa idea del progreso que tenemos basada en el desarrollo económico”, lamenta.

Para evitarlo, proyectos alternativos como el suyo establecen alianzas desde el respeto y en condiciones de igualdad con los creadores de las comunidades, donde desde hace unos años crece el interés por resguardar el patrimonio cultural sonoro en bibliotecas públicas o en grabaciones que priorizan su uso desinteresado y comunitario antes que su venta en el mercado.

La importancia de tener referentes

La historia de Sara Curruchich es un ejemplo de cómo la desigualdad y la ausencia de un proyecto de vida en sus comunidades (con altas tasas de desempleo, sin acceso al agua potable y otros recursos básicos y escasas garantías de una educación de calidad) empuja a los jóvenes indígenas a distanciarse de su cultura en busca de un futuro en los núcleos urbanos.

“Para desarrollar mi carrera me vi obligada a salir de mi territorio y desplazarme a la ciudad, donde he sufrido el racismo. Esa experiencia me hizo pensar y concienciarme hasta convertirme en lo que soy hoy”, dice quien ya es un símbolo en el cual otras muchas jóvenes indígenas se ven representadas. Su impacto ha trascendido a su comunidad.

Este el caso también de la peruana Renata Flores, quien hoy es un icono igual que lo pueda ser la española Rosalía, la estadounidense Billie Eilish o la británica Dua Lipa entre los últimos milenial (los nacidos entre finales de los 80 y principios de los 90) y la generación posterior, conocida como Z, hijos del cambio de siglo. En su primer disco Isqun, que acaba de publicar, reivindica a figuras femeninas con sangre indígena que no aparecen en los libros oficiales de las escuelas como la mestiza Francisca Pizarro.

The New York Times la bautizó como “la reina del rap en quechua” pero eso es sólo una simplificación de una artista total que mezcla en sus coreografías las danzas rituales con zapatillas con plataformas en una fusión inédita entre la cultura milenaria y la modernidad. Durante las cuarentenas del último año por la pandemia Renata Flores ha aprovechado para subir a su canal de YouTube vídeos donde ofrece lecciones de quechua a través de versiones de clásicos del pop moderno, de Alicia Keys al I Like It de Cardi B.

Las biografías de estas artistas están atravesadas, en muchos de los casos, por el dolor, la discriminación y la violencia.

Lido Pimienta nació en la costa atlántica colombiana con sangre afro y wayúu, una comunidad indígena que se asienta en las rancherías de los desiertos de La Guajira, que conectan con Venezuela. “Soy mujer, negra e indígena, y me siento orgullosa de esos orígenes”, decía en una conversación reciente con este periodista para presentar su último álbum, Miss Colombia (2020).

Ella tuvo que dejar su país por amenazas cuando era joven y desde hace tiempo vive en Canadá. “Es la tragedia de nuestra tierra: esa violencia que le persigue a una sólo por ser quien es. A mí no me van a callar, llevo dentro el fuego de un pueblo que lucha por sus ideas. Y precisamente por eso no puedo volver a vivir a mi país”, lamenta.

Su trabajo se ha centrado en representar a una mujer poderosa y creativa, quien exhibe su identidad no como algo de lo que avergonzarse sino como una bendición. En sus discos colabora con algunos de los artistas internacionales que están a la vanguardia de la escena contemporánea a la vez que reivindica a leyendas del folclore local muchas veces olvidadas o desconocidas, porque jamás registraron los derechos de sus canciones, como el Sexteto Tabalá.

“Recuerdo que en el colegio el profesor nos decía que éramos unas afortunadas en Colombia, porque si no nos hubiera descubierto Cristóbal Colón ahora en vez de McDonald’s tendríamos McArepa’s [la arepa es una tortilla de maíz típica de la cocina colombiana]. Y se tapaba la nariz con asco. Yo tenía 13 años y tenía que escuchar ese vómito saliendo de la boca de quien se supone que me estaba educando. Nos han dicho que lo de fuera, lo que es blanco, es mejor que lo nuestro”, denuncia.

Supervivencia

En Latinoamérica sobreviven más de 500 lenguas indígenas. No existen cifras de cuántas personas las hablan. La falta de estudios oficiales y en muchos casos la oposición de estos mismos pueblos a ser controlados y numerados por la administración hace imposible conocer los números reales.

Los problemas a los que se enfrentan son cada vez mayores: la ausencia del Estado en las regiones, los grupos armados ilegales con intereses en la minería de oro y otros metales preciosos, la tala indiscriminada de árboles que agrava la deforestación, el cambio climático, la tecnología… y hasta la pandemia se ha cebado con estas comunidades, como ha sucedido este último año en la Amazonía.

Sin embargo cada vez son más las voces que se organizan para garantizar su supervivencia: desde organizaciones internacionales como la Unesco hasta instituciones públicas que protegen la diversidad de lenguas como el Instituto Caro y Cuervo en Colombia, incluyendo iniciativas privadas y de la sociedad civil.

“Nuestros abuelos y abuelas se están muriendo, hay que encontrar una forma para registrar su sabiduría y seguir transmitiéndola de generación en generación, como nuestros pueblos han hecho desde que tenemos memoria”, advierte la artista y activista Sara Curruchich.

El productor colombiano Diego Gómez hace una reflexión sobre su país que en realidad sirve para toda la región. “El problema es que desde el Ministerio de Cultura del gobierno se hacen convocatorias puntuales para trabajar en proyectos con estas comunidades, pero siempre con una visión cortoplacista, con la vista puesta en las próximas elecciones. No existe un plan de futuro”.

Así es como los propios músicos se convierten, ante la ausencia gubernamental en los territorios, en antropólogos, sociólogos, líderes comunitarios, divulgadores y activistas culturales. “Hay una necesidad de los artistas emergentes de encontrar una voz propia. Encontrar su lugar en este mundo globalizado”, argumenta el productor colombiano Diego Gómez.

Que esta llama seguirá encendida durante los próximos años está garantizado gracias a proyectos tan diversos y localizados en distintas regiones de América Latina (también en Estados Unidos y en otros países a donde han tenido que migrar) como Los Cogelones, Brisa Flow, Polka Stereo y Liberato Kani, quienes agitan las ascuas de una cultura que se resiste a desaparecer.

This article has been translated from Spanish.